28 abril 2004 |
Ciclos migratoriosCuento |
Pablo Krantz |
a micro-estación de ómnibus era como un barrio marginal de la poderosa estación de trenes de Barcelona: un par de casillas tercermundistas, llenas de cartelones destartalados, a sólo unos metros pero a años luz de los salones con aire acondicionado y los drugstore-monstruo del emporio de los ferrocarriles europeos. Un rastro de la vieja ciudad, la de antes de las Olimpíadas del 92, de Manu Chao y del turismo de fin de semana, de las pastillas y las playas artificiales. La de las callejuelas oscuras y las rondas de heroinómanos, la ciudad-cementerio que borraron para siempre el sida y la Comunidad Económica Europea.
Iba yo pensando en todas estas cosas que alguien debía haberme dicho porque lo que es yo, nunca invento nada, de camino a tomar el ómnibus de regreso, cuando me topé con una extraña escena: un semipunk mal afeitado con las piernas peor apoyadas sobre una inmensa mochila, hablando con un agente de seguridad, quizás un policía (mi ignorancia de los uniformes españoles era total por entonces). Ambos sonreían y el agente hablaba sin parar, con la mirada en el poniente y rostro de ángel regordete de iglesia perdida.
Tal vez así sean las cosas en España, pensé, haciendo una serie de asociaciones de ideas que quizá carecieran de sentido. Mezclando absurdamente las canciones de la Guerra Civil con un párrafo perdido de un viejo libro de Chesterton. Fantaseando despierto con un país en el que los enemigos estarían tan seguros de serlo que podrían brindar juntos un rato antes de empezar a despachurrarse.
En todo caso, a los pocos instantes ya estaba yo otra vez pensando en nada en particular y seguía rumbo, canturreando casi, hacia la terminal de las líneas XXX a averiguar horarios y plataformas de salida.
La señorita rubia, con el más puro acento español y una aburrida sonrisa, me dio las explicaciones pertinentes. Era sencillo: el micro de las diecinueve partiría exactamente a las diecinueve de ahí delante. Ahí delante donde la gente comenzaba ya a amucharse sin demasiado orden ni concierto, ni lógica siquiera. Llegué a divisar al agente de seguridad angelical que vagaba entre bultos y familias numerosas como quien se pasea por una playa repleta con la mirada clavada en horizontes lejanos.
Pero como faltaba un rato todavía para las diecinueve, me crucé a uno de los barsuchos de la esquina, otra reliquia de tiempos peores, y me tomé un café con leche de euro con treinta mirando viejos carteles de gaseosas y de futbolistas ya desaparecidos.
Llegó por fin la hora de acumularse en frenético desorden frente a las puertas del micro, en vísperas de la partida.
El agente angelical hablaba por entonces con una mujer con medio velo y dos o tres hijos asustadizos, diciendo cosas como:
¡Ah, Egipto, me encanta ese país! Siempre quise ir allí. Un país lleno de magia el hombre seguía con la mirada lejana, como si le pasara revista a las pirámides, y la mujer se sonreía, emocionada por tanto interés y adulación de parte de un casi representante de la Ley.
Al lado de ellos, un alto y robusto árabe de camisa de vendedor de autos usados mascaba chicle nerviosamente. Parecía estar haciendo grandes esfuerzos por mirar hacia cualquier otra parte. No llegué a entender si se trataba del celoso marido de la mujer velada o de un simple e inquieto fisgón. La damisela, cuya sonrisa se abría ya de par en par, llamó a uno de sus hijos para que viniese a saludar al inesperado, angélico padrino. El niño, aferrado a una barandilla, les dirigió una tímida sonrisa pero no se movió ni un centímetro. El agente multiplicaba los halagos: ¡Pirámides! ¡Esfinge! ¡Faraones! ¡Camellos y escarabajos azules por doquier! Luego, casi sin transiciones, se lanzó en un pequeño curso práctico acerca de inmigración ilegal: en España, más que nada marroquíes. Pocos egipcios. Prefieren Italia, les queda más cerca. Pero es simple cuestión de ciclos. De ciclos migratorios, como los pájaros, las golondrinas y todas esas cosas.
Hablaba fuerte, quizá demasiado fuerte, con esa voz regordeta y reposada de misa de sábado por la tarde en un pueblo perdido.
Había también un tal Ahmed (así lo llamaba a gritos su colega el sociable), una suerte de hombre-niño árabe sonriente de anteojos y rostro acnéico que iba de aquí para allá dando órdenes a todo el mundo, en español o en un francés rudimentario. Cuando alguien no entendía, el agente Ahmed sabía bien qué hacer: se le plantaba delante y le hablaba aún más fuerte, abriendo desmesuradamente la boca, separando las palabras en sílabas iracundas, mirando a su interlocutor frenéticamente a los ojos como si intentara entablar comunicación espiritista directa con su subconsciente.
Es algo que todos los empleados públicos de Europa parecen saber: en la glándula pineal de cada humano han sido archivadas todas las lenguas del mundo. Basta con mascar bien las palabras, lanzarlas con la suficiente energía, para que se ponga en acción el mecanismo esa torre de Babel secreta que crece a toda hora en nuestro interior, desafiando a Dios, a María Santísima y a todos los servicios migratorios del planeta.
La sonrisa de Ahmed crece y crece a cada palabra, a cada grito. Luego se aleja hacia nuevas diversiones, hacia alguna familia numerosa y colorida que lo mire con ojos de pájaro migratorio perdido.
¡Las maletas del otro lado! grita entonces Ahmed, señalando con un rápido puntapié los bolsos imprudentemente estacionados sobre la calzada.
Para evitarle golpizas a mis bultos en realidad, una valija única y mal alimentada, los conduzco hacia el otro lado. «A París», digo, y el ángel sociable, que parece haberme seguido hasta aquel lado del micro, me pregunta: «Bonaerense, ¿no?» Asiento, algo sorprendido, demasiado acostumbrado ya al anonimato parisino, donde jergas y acentos se cruzan y entrechocan en una sinfonía planetaria que se escucha incluso desde la cima luminosa de la torre Eiffel.
Tenéis un acento inconfundible. ¡La Argentina! ¡Siempre quise conocer ese país! Pero no sé si ahora sería el mejor momento. ¿Tú qué piensas?
¿Lo dice por lo de la crisis?
Sí, aquí se han visto muchas imágenes por la tele. Los saqueos y todo eso. Y ahora hace como un año que esto está lleno de argentinos recientes. Sheno, como decís vosotros. ¡En una época había tantos que no les quedaba más remedio que dormir amontonados en los cajeros automáticos, en pleno invierno! ¡El invierno más frío en años! ¡Teniendo ese país tan hermoso y calentito! ¿Tú qué piensas, es una buena época para viajar para conocer?
Bueno, los secuestros han aumentado mucho, pero los precios han bajado casi al mismo ritmo.
Entiendo lo que dices... Ahora que me acuerdo, la otra vez hicieron por la tele un especial sobre la Patagonia. ¡Una tarjeta postal! Y me han dicho que Buenos Aires es parecida a París...
Bueno, vendría a ser como una mezcla entre París, Madrid y Singapur...
El hijo no reconocido, el fruto del ménage à trois entre las nostalgias del Imperio español, una francofonía pasada de moda y un gen corrosivo aún no identificado proveniente de la cercanía magnética del Polo Sur o de la sed de venganza de los manes de todos los indios masacrados durante la Conquista. Metrópoli de ensueño de Europa abandonada en medio de la selva, aquejada de gigantismo amazónico, de artritis prematura, de miseria galopante. Cruel experimento genético-socio-político de todas las entidades bancarias occidentales. La Cartago que se autodestruye a sí misma todas las décadas. La ciudad más bella del mundo en la escala Mercalli de la melancolía. Hija dilecta del desconcierto y de la arrogancia. Vencedora de todos los campeonatos mundiales en promesas jamás cumplidas.
El nervioso corazón de un país desaparecido, o que quizá jamás existió.
Dios, ¿he hecho tantos esfuerzos para abandonar esa ciudad en la que siempre me sentí extranjero sólo para terminar convirtiéndome en uno de sus embajadores itinerantes, por puro y simple delito de portación de acento rioplatense?
¿Tú vives en Francia, no? ¿Qué tal se vive allí? ¿No se hace muy difícil con el idioma?
Mientras explico brevemente mis promiscuas relaciones con la lengua francesa, veo cómo colocan mi valija a un costado del compartimiento de equipajes, apartada del resto de sus congéneres. ¿Quizá las demás viajen a alguna otra parte? ¿Quizás el micro tiene varias paradas en sus doce largas horas de trayecto hasta la Ciudad-Luciérnaga y sus cien mil monumentos resplandecientes?
París que brilla y canta a la distancia con su dulce murmullo de anonimato protector.
Ahora la ola de pasajeros ha vuelto a avanzar por enésima vez sobre las compuertas del micro. Las siete exactas se han hecho ya las diecinueve bastante pasadas. El agente amigable se abre paso entre el piquete de turistas, interponiéndose para preservar el orden. Aferrado al picaporte con la izquierda, sacude la mano derecha en el aire quieto como quien ahuyenta moscas o demonios. «Todos subirán, dice. Aléjense un poco» Nadie se mueve. «¡Ahmed, ármame una fila aquí!», grita, pero el colega anda demasiado ocupado, cazando a puntapiés maletas tardías por andenes y plataformas, como para prestarle la asistencia debida.
Pasan los minutos. El ángel amistoso permanece firme frente a la puerta, arrojando frases sociables sin ton ni son, como una máquina tragamonedas descompuesta. Hasta que de pronto decide, porque sí y porque así es la autoridad, ceder el paso. ¡Como si hubiera sonado una campanada que sólo él en su omnisciencia angelical escuchase!
Pero incluso entonces se queda en el hueco de la puerta, haciendo las veces de molinete humano, dejando pasar de uno en uno, con intervalos incomprensibles, a los ya histéricos pasajeros.
Estoy entre los primeros en subir. Me busco un buen asiento: ventanilla, lejos de la pantalla de video, cerca de la puerta. Pasan más y hasta más minutos. Hay problemas con unos pasajeros. Uno que va a Andorra y se equivocó de coche. Otra que en lugar de pasaje tiene no sé bien qué bono. El conductor, un francés, emite ese largo resoplido que sus compatriotas utilizan para marcar un eterno fastidio y se baja a fumar un cigarrillo.
Como una exhalación del Más Allá sube entonces Ahmed y agarra un micrófono. Hace una breve pero coqueta prueba de sonido de animador de fiestas de feria perdida y, tras unas amables palabras en un español de silabario, se lanza sin transiciones a una diatriba en árabe salvaje no creo que eso pueda llegar a ser catalán. Habla muy fuerte, el micrófono aúlla en acoples intermitentes acompañando una prédica apocalíptica, casi satánica, «en lenguas» (como bien dicen los evangélicos), creciendo en furia y en estrépito sin perder jamás la sonrisa. Los pasajeros, ocupados con sus bolsos y sus sandwiches, parecen prestarle aún menos atención que a una estatua viviente de las Ramblas. Después de casi un minuto de tormenta verbal, Ahmed concluye con una última y sorprendentemente clara frase en español: «Preparen los pasaportes», y se baja a seguir con su gesta de encarrilación de nuevos y siempre inexpertos contingentes de bolsos de turistas.
«Extrañas costumbres las de estas líneas económicas», pienso. Y pienso también en ese hombre tan amistoso que aprovecha su trabajo de guardia fronterizo paralelo para conocer mundo. Ese globetrotter en potencia que se prepara para su vuelta al mundo recabando informaciones de primera mano de boca de inmigrados más o menos exóticos.
Pero es evidente lo que va a suceder. No sólo evidente sino lógico, inexorable, un dos más dos de las leyes inmigratorias, una ecuación que puede ser revisada eternamente pero que siempre dará el mismo horrendo resultado.
Y que aquel que no lo haya comprendido, o que no haya recordado de pronto que era en Andorra que lo aguardaban y no en la anónima pero de pronto inaccesible París, se prepare para luchar con uñas y dientes por lo que le queda de su indocumentada vida.
En cuanto a mí, aguardo el desenlace con impaciencia, como un científico espera la plaga mortal que ha profetizado, desafiante detrás de sus cristales inmunes y sus papeles en regla.
Una parada para comer y otra para orinar más tarde, llegamos a un lugar extraño, perdido en el corazón de la noche. Una suerte de peaje fantasma, mal iluminado, a un costado de la ruta. Camionetas estacionadas y micros en desorden. Linternas como Itakas en manos de policías revisando furgones al lado de camioneros que dan explicaciones que a nadie le interesan.
Un fragmento de ese espacio inexistente que son las zonas de tránsito de los aeropuertos, recortado y pegado sobre tierra firme.
La frontera.
¿Pero cómo? ¿No era que en Europa no había más fronteras? ¿Dónde ha ido a parar la tan celebrada zona Schengen? ¿Y el slogan de aquella línea de micros que tal vez sea esta misma, que decía eso de Nada de fronteras entre nosotros?
En el fondo, siempre supe lo que esa frase quería decir; siempre me dio sudores fríos verla exhibida triunfalmente en salas de espera y andenes de subterráneo. No existe nosotros sin ellos, y Nada de fronteras entre nosotros representa ni más ni menos que una versión navideña y fanfarrona de Aún más fronteras para ellos.
En esta época de televisión y sonrisas en todas las paredes, o quizás en todas las épocas, todos los crímenes de Estado son presentados desde su punto de vista encantador. Si no existe, se lo inventa. Mentid, mentid, que siempre algo queda. Hasta las más flagrantes violaciones de los derechos humanos son hechas en nombre de esos mismos derechos humanos, a veces los de la sociedad amenazada, pero en la mayor parte de los casos los de las propias víctimas.
Varios micros se estacionan, dóciles, frente a una casilla blanca. El chofer, en un solo movimiento, apaga el interminable video de «Titanic», que hace rato parece girar en círculos sin que nadie lo mire, enciende las luces y se baja. Unos instantes después, un guarda-fronteras de nacionalidad incierta y bigote frondoso sube y grita:
¡Pasaportes!
Empieza la recorrida desde el fondo. No se siente ni un murmullo. Los viajeros se desperezan y hurgan en sus bolsos sin un ruido. O más bien todos los ruidos son amortiguados por la vibración del aire acondicionado, y por esa suerte de ruido blanco que parece silbar sobre todas las fronteras de este mundo.
Y entre el silencio se agiganta, rebotando contra las bóvedas de mi cráneo y quizá contra las del techo allá arriba, el latido de mi corazón. Como una discoteca o rave secreta en medio de la carretera. Un pequeño, solitario tamborcito calchaquí entre la inmensa noche europea.
Pero no es de miedo, esta vez. Es de desafío. Esta vez estoy bien preparado para este duelo de medianoche en las fronteras del Salvaje Oeste europeo. Todos los salvoconductos en regla. El cargador repleto de las visas adecuadas. Un duelo a diez pasos. A diez líneas de asientos. Bajo el sol implacable de los reflectores de medianoche.
Incluso los bigotes del policía parecen extraídos de un viejo western spaghetti.
Lo escucho acercarse y toco mis documentos para cerciorarme de que no se han desintegrado al cruzar la frontera.
Cinco... Cuatro...
En el asiento detrás del mío, un muchachito petiso que se ha pasado el viaje recibiendo llamados a un celular con sonido de llamada ridículo, suerte de música de supermercado de Bosnia-Herzegovina, no tiene sus papeles. No entiendo en qué idioma habla. Tampoco entiendo lo que le responde el policía: le señala algo así como que todavía está en España. El muchacho le extiende una fotocopia toda arrugada; el policía le exige su pasaje, con voz de perro de caza. Luego pasa al asiento siguiente, y analiza con mirada experta las complejas ecuaciones que forman mis visas y permisos de residencia. Me echa una mirada severa, quizá desilusionada, me devuelve mis papeles y sigue su camino.
Finalmente se baja, llevando bajo el brazo un pasaporte con letras árabes que ha recolectado por el fondo.
Silencio de pantalla lluviosa.
Minutos varios.
Me levanto, me bajo, me acerco a los choferes que están reunidos delante de la casilla blanca, bromeando. Nuestro chofer se detiene en seco en medio de una carcajada y me mira, alarmado. ¿Qué quiero? Explico que necesito ir al baño. Me dice que para eso pararon antes. Le digo que es cierto, pero que los deseos son así: sorpresivos, imprevisibles, etc.
Resopla un poco, suelta un insulto y me dice que corra, que vaya al fondo de todo, del otro lado de la casilla y de la ruta, por la que camiones y más camiones de carga pasan de país en país sin tantos sobresaltos ni zozobras.
No vomito. No escapo a campo traviesa. Ni siquiera tengo demasiado de lo que desembarazarme. Simplemente llego a un mini-acantilado de piedra casi precolombino bajo la luz de las estrellas y hago lo que he dicho que haría. Luego regreso corriendo. Un individuo con aspecto de magrebí está fumando frente a la puerta del micro. Subo a toda prisa, e instantes después una voz policíaca grita «¡Suba! ¡Suba de inmediato!» en un brumoso francés.
Pasa un minuto y el policía de bigotes regresa. Le dice al tipo detrás de mí, el del celular balcánico-bailable: «Usted: abajo». Luego agrega, haciendo una señal de guinche ferroviario con el codo: «Bagage». Y aún se lo escucha decir, ya en el famoso otro lado del micro por donde se extraen las valijas: «No, ni un minuto».
Es el lenguaje casi onomatopéyico de las fronteras, que poco tiene que ver con el inglés-esperanto virtual y sonriente de aeropuertos y consulados; un lenguaje hecho de jirones de palabras y de todo un sistema morse de gestos implacables, lengua pre-Babel especialmente diseñada para volver aún más feroces a los hombres contra los otros hombres que nacieron del lado equivocado de las fronteras.
La chica que estaba al lado del quizá balcánico muchacho una chica alemana de grandes pechos y cara de aburrimiento universal duerme o se hace la dormida. Dentro de un rato, cuando el sueño vuelva a apoderarse del micro, y cuando el espacio fantasma dejado por el cuerpo del muchacho del celular termine de disolverse, ella estirará los pies y se extenderá lentamente sobre el asiento desocupado, borrando las últimas huellas de aquella escaramuza fronteriza ordinaria.
Me levanto un momento y veo, olvidada en el suelo frente al nuevo asiento vacío, una bolsa de supermercado. Sin duda, unas provisiones jamás consumidas por el muchacho de los Balcanes. En el mejor de los casos, una bomba que volará el micro en pedazos en medio del candor de la noche francesa.
El chofer se sube de un brinco, vuelve a prender el video y arranca.
La pobrecilla Kate Winslet podrá llegar una vez más, empapada, despeinada y hablada al castellano, hasta la Estatua de la Libertad. En la cubierta del bote atestado, y luego en el muelle bajo la furia de los travellings, se ocultará de su madre y de su millonario y malvado prometido, mientras derrama lágrimas silenciosas por el aventurero rubio Di Caprio que se hundió sin retorno en las frías aguas de utilería del océano Hollywood sólo por salvarla de la noche helada y de la muerte azul de los ahogados. Conmovedor, ¿no es cierto? Y sin embargo el insensible autobús parece haberse quedado rápida y totalmente dormido y no le presta atención alguna a sus padecimientos.
Sólo queda, a través de la ventanilla, una negra inmensa, con traje típico de domingo subsahariano y dos o tres niños pequeños y saltarines, que parece conmovida o absorta, de pie en esa suerte de andén fantasma, entre la llovizna que empieza a caer como en una tevé con fantasmas, mientras el grupo de micros se aleja interminablemente.
En cuanto a mí, me invade una opresiva mezcla de horror y vaga culpabilidad.
En efecto, ¿podía ser que yo fuera, a través de mis razonamientos y cálculos de probabilidades, aunque más no fuera un 1% culpable de la captura de aquel hombre? Uniendo en mi infinita paranoia de inmigrante semilegal toda una serie de pistas invisibles para el resto de los mortales, ¿había yo terminado de sellar aquella emboscada inmigratoria? ¿Había desviado hacia otra víctima la trampa que me aguardaba en realidad a mí desde los siglos de los siglos, en función de sortilegios migratorios ancestrales?
¿Pueden los razonamientos precipitar los acontecimientos, o sólo correrles detrás inútilmente en su caótica seguidilla de causas y efectos infinitos?
Indiferente a todo, el micro sigue su camino y no se detiene nunca-nunca hasta llegar a la mañana y la canícula parisinas.
© 2004, Pablo Krantz
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Para citar este documento:
Krantz, Pablo: «Ciclos migratorios. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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