29 enero 2005 |
Cazador de angustiasCuento |
Pablo Krantz |
Me he transformado en un cazador de angustias.
Me cansé de vivir siempre con una de ellas anidada detrás de los ojos, de sentir su presencia azulada y neblinosa y asfixiante y pasármela escapando hacia delante, hacia el mundo exterior y sus actividades o entretenimientos tranquilizantes.
Así que cada vez que una se aproxima, con esa manera silenciosa y osteológica que las caracteriza, me le planto delante y le pregunto a boca de jarro qué es lo que tiene para decirme de tan urgente. Las miro a los ojos casi con furia, y puedo afirmar que tienen ojos azules casi evanescentes, al límite de la ausencia.
Algunas angustias, las primeras, se desarmaban al instante, sorprendidas de no verme escapar como de costumbre. Luego de unos días, las angustias fueron mutando y comenzaron a hablar con algo más que jadeos y palabras de dos sílabas, como en las películas de terror de mi infancia. Yo ya me había preparado para esa eventualidad, planteándome por adelantado cada una de las catástrofes con las que podrían amenazarme: muerte temprana, deportación, falta de talento, cuenta de banco evaporada. Para todo eso tenía siempre más o menos la misma respuesta: sólo el destino decide –es decir los pasos anteriores ya imposibles de cambiar. No está en nuestras manos decidir ni hacer nada al respecto. «Hacia delante vamos y allá vamos», decía como un encantamiento, y sentía de pronto un aletear convulso detrás de mí, una suerte de peso húmedo que se evaporaba, y la zona estaba limpia. «Soy lo que soy y aquí estoy» es otra frase exitosa en el mundo de los cazadores de angustias. Siempre que uno sepa pronunciarla mientras una ola monstruosa se le arroja en picada sobre la ventana. La mirada-tsunami es un arte que puede ser trabajado. Y para los expertos, también existen: la sonrisa de muerte serial, el picotazo del águila sin vértigo, la sacada de pecho del árbol en la tormenta.
Acude entonces en refuerzo la super-angustia: la angustia de muerte neutrónica, el triple pánico, la madre de todas las tormentas, que está más allá de las palabras, pues es capaz de susurrarlas a todas ellas en una milésima de segundo. Todas las demás angustias regresan, escudadas detrás de su grotesco corpachón de carne-aire corrupta, y gritan sus embrujos desde ahí donde las palabras no llegan. Una verdadera manifestación de angustias. Un escuadrón voraz, más allá o más acá de toda ley, de toda lógica o caridad.
Entonces sólo una cosa puede salvarnos. Las risotadas cínicas no sirven de nada, son como manotazos de ahogado, como chapoteos de ballenato herido de muerte temprana. No: sólo la conciencia trágica puede salvarnos. Cada cazador de angustias deberá desarrollarla en su interior casi sin ayuda, dotarla de armas letales, contarle todos sus secretos, sabiendo que habrá de volverse luego contra uno y teñir de su color melancólico-épico cada uno de nuestros actos.
Se rumorea entre los cazadores de angustias que luego, mucho más tarde, ya cerca de la salida del laberinto, llega la última Angustia, frente a la cual el resto no son más que aprendices de pánico, pesos pluma de los dolores de corazón. Avanza desde todos los costados como una tormenta sin orillas y entonces sólo la solución de un viejo y gastado acertijo puede dar la fuerza de seguir adelante.
© 2005, Pablo Krantz
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Para citar este documento:
Krantz, Pablo: «Cazador de angustias. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
545/050129