17 abril 2003 |
Dulce venganzaCuento |
Óscar Sipán Sanz |
«Una persona que quiere venganza
guarda sus heridas abiertas.»
Sir Francis Bacon
ax Brod levantó ligeramente la montura de sus gafas redondas y examinó con detenimiento, junto a la ventana que daba al río Elba, los trazos de su nombre y dirección esbozados con letra trémula, algo torcida, en un sobre blanco con membrete oficial del Sanatorio de Kierling. La noticia del fallecimiento había circulado como pólvora encendida por toda la ciudad. Intuyendo el contenido de la misiva, se adentró en su despacho, tomó asiento y encendió la lámpara. Rasgó el sobre con el abrecartas de plata y sacó la hoja. Acertó de pleno.
28 de mayo de 1924 Querido Max: Tu amigo |
No pudo evitar sentir lástima. Lo imaginó en sus últimos instantes, la fiebre consumiendo el oxígeno de la habitación, Dora Dymant tomándole la mano a un lado de la cama y el médico RobertKloptock al otro, serio, acuciado por las ganas de fumar la pipa, la barba cana y la mirada triste, como en sus anteriores visitas al sanatorio cercano a Viena, un vaso de agua, un maletín de cuero y una rosa mustia en la mesilla, las cortinas mutilando la extraña luz de un día lluvioso, un crucifijo de bronce en la pared, una figura inmóvil, consumida, un cuerpo tísico boqueando una opresiva expiración y todo había acabado. La dispersión de la energía, el final de un hombre, absurdo, como todos los finales. El odio que había incubado largos años emergió a modo de geiser. Ese maldito genio incomprendido de FranzKafka le había arrancado su más preciado tesoro: Milena Jesenská. Recordaba a Milena Jesenská, aleación de hembra y bambú, como un ángel de guantes negros en aquellas veladas de té con pastas y miradas discretas, de conciertos de piano en casa de la condesa Svetlana y sesiones de espiritismo fallidas, de lecturas de poemas románticos interrumpidos por los cascos de las caballerías al resbalar en las calles empedradas y motas de polvo girando en el aburrimiento de la media tarde. Milena Jesenská, secreto envuelto en dolor, paraíso y averno, su amor perdido y nunca confesado: su único amor. Le cautivó su sonrisa serena e infantil, su elegancia natural, reafirmada por largos vestidos de cuello alto y camafeos de plata, su dicción de azúcar sazonada en timidez y su olor a mala suerte. Nunca se había enamorado, las mujeres eran unos seres desconocidos que se mofaban a su espalda de su fino bigote, de sus piernas arqueadas y de su aire de perdedor. Acudía a esas reuniones sociales con el único propósito de volver a verla. Cuando cerraba los ojos antes de dormir, la imagen de su tez pálida y sus senos menudos lo cubrían todo. El recuerdo de aquellas tardes llenaba de vida el absurdo transcurrir de los días en Praga. Y entonces cometió un error, un error imperdonable. Kafka, amigo de la universidad y compañero de letras, atenazado por uno de sus bloqueos de escritor, atrapado en una historia que no avanzaba, una historia suspendida en el tiempo y en el espacio, insistió en acompañarle una tarde de marzo. De entre todas las mujeres tuvo que fijarse en ella. Curtido en el arte del galanteo, conocedor de su magnetismo y de su capacidad para deslumbrar, de su seguridad y su fachada de artista, superaba la reciente separación de FeliceBauer con una adicción desmedida a las mujeres jóvenes y hermosas. Y Milena Jesenská cumplía los dos requisitos. No tuvo ninguna opción. Cayó en sus brazos como la ardilla atrapada por el zorro, apoderándose de su corazón y de su alma. Sintió el furioso deseo de retarlo en duelo a muerte dos pistolas, dos testigos y el amanecer, pero claudicó ante su cobardía para sumirse en una tristeza perenne. Rendida a sus pies, Milena Jesenská le acompañó en su deambular por sanatorios y balnearios, soportando sus crisis creativas y su falta de éxito, sus silencios insondables y su amargura vital, las noches en vela y los largos y tediosos paseos matinales, administrando la medicación y sufriendo los tratamientos dolorosos, cuidándole con una energía que rozaba la devoción. En las visitas, MaxBrod la miraba a hurtadillas, sentada al fondo de la sala, en un segundo plano, los ojos encendidos, cariñosos, impregnados en admiración, como el perro sumiso que espera la orden de su amo. Permanecía durante horas simulando escuchar los devastadores ejercicios de egocentrismo y desolación que salían de la boca del escritor, aunque en realidad se empapaba de ella. Hasta que Kafka la suplantó por un nuevo amor: Dora Dymant.
Nunca la pudo olvidar. Su recuerdo era un estigma que llevaba en su interior, un manantial de lágrimas amargas, un ectoplasma con forma de culpa y cuerpo de mujer. Enfurecido, arrojó la carta sobre el escritorio de caoba y se incorporó. La vida era un escenario cruel e injusto. Involuntariamente, se acercó a la estantería un cúmulo de libros de todos los tamaños y formas imaginables, aparentemente sin orden, pero organizada en un caos comprensible, y tomó el último manuscrito enviado desde el sanatorio. Y entonces, al leer un párrafo de grafía alterada por la fiebre y la tos, comprendió el poder en él delegado y sonrió sintiendo un vértigo liberador: en su mano estaba la victoria final.
¿Destruir su obra inédita? exclamó en una carcajada elefantina. La venganza es un plato exquisito.
* Se reproduce un extracto de la nota encontrada en el escritorio de Franz Kafka (www.lamaquinadeltiempo.com/kafka/brod.htm)
© 2003, Óscar Sipán Sanz
Escriba al autor: [email protected]
Comente en la Plaza
de Ciberayllu.
Escriba a la redacción
de Ciberayllu
Más literatura en Ciberayllu.
Para citar este documento:
Sipán Sanz, Óscar: «Dulce venganza. Cuento.», en Ciberayllu [en línea]
403/030417