Pólvora mojada

Cuento

[Ciberayllu]

Óscar Sipán Sanz

 
«Allí donde toques la memoria, duele»
Seferis
«El hombre que no ha amado apasionadamente
ignora la mitad más hermosa de la vida»
Stendahl

Cada mañana se acerca a mi ventana a eso de las diez y me grita desde la acera: «¿Vives o mueres?». «¡Vivo!» —respondo yo ahuecando las palmas de las manos y le sonrío mostrando mi dentadura deteriorada. «¡Vivo!». Y en realidad ese ritual es la vida, lo que queda de ella.

Sumerjo la magdalena en el vaso de leche hasta que burbujea. La mantengo unos segundos y luego me la llevo a la boca. Llegado a este punto suelo mancharme la bata dos de cada tres veces. Pero hoy tengo suerte. Sentada en la mesa de la cocina desayuno en silencio, con la luz diáfana del invierno filtrándose por las cortinas, y pienso. Todos han muerto. Todo lo que significó algo para mí se encuentra hospedado entre raíces y gusanos, calaveras de pelo canoso que salvaron vidas o las arrebataron, esqueletos inútiles de uñas opacas y kilométricas enfundados en trajes nuevos que nunca lucirán, cerebros desconectados, ojos ciegos en una oscuridad insondable. Mi mente es el cuaderno de bitácora de mi vida y también una amiga, la única amiga que me queda. Pero una amiga envidiosa que, pese a quererme hasta el exceso, no puede evitar tenderme una trampa de vez en cuando. Y esa trampa es el pasado. El pasado es un enjambre que no deja de zumbar en mi cabeza, imágenes congeladas en hiel que conforman el archipiélago de mi vida, carcoma de caricias, pisadas en la nieve que nunca volveré a disfrutar.

Miro por la ventana. La vieja castañera se frota las manos —congeladas sin duda después de toda una vida a la intemperie— y las acerca a las brasas de carbón que reposan sobre el hornillo. Los empleados municipales extienden cuidadosamente las luces navideñas en el suelo y, con la ayuda de una grúa, las colocan en los balcones. Un vendedor de seguros tropieza con el bordillo de la acera y cientos de papeles color sepia revolotean ante su cara angustiada. Mirar es todo lo que hago. Hacia dentro y hacia fuera. Me siento en la butaca desgastada y observo. Y el transcurrir de los días y mi absoluta inmovilidad me arrastran hacia el cajón de la cómoda donde termino buscando, bajo sábanas apergaminadas y alcanfor, la caja de las torturas: el álbum de fotos. En el álbum de fotos estamos los dos. Jóvenes y guapos. Una única fotografía de los tiempo felices. Sonríes tímidamente y me tomas por la cintura con esas manos de tahúr venido a menos. Yo te miro, en la foto y ahora, una mirada dentro de otra mirada, y me envuelves hasta que nada duele. Desafías desde la timidez al fotógrafo. El remolino indomable continúa en el centro de tu peinado. Tengo tu imagen enquistada en mi memoria. Es todo lo que poseo. Me gustaría que la vida fuese regulable como el agua caliente de mi baño. Me gustaría desaparecer, perder la consciencia, recuperar la dignidad. Porque la juventud es una niebla que, cuando se disipa, te deja tirado en medio de un paisaje extraño. Allí es donde me encuentro.

Echo de menos las cosas importantes: la desnudez de dos cuerpos cómplices en la penumbra de la tarde. Dentro de mi cabeza sigo viva, pero mi cuerpo me recuerda que soy la pólvora mojada de un tiempo que ya no es el mío, un cruel reflejo de lo que fui. Un reflejo surcado por cientos de arrugas, grietas profundas y óseas, caminos inescrutables. Un saco de huesos que se apega a la vida, a su magia. Me avergüenzo de vivir. No sé cómo he llegado hasta aquí, hasta este paisaje extraño. No es nada fácil asumirlo. La vejez es un miedo continuo, destellos de terror a lo desconocido, resistencia pacífica y desesperada a abandonar un cuerpo. Porque sólo se resignan los muertos. El condenado sueña la noche anterior al ajusticiamiento con la escapada hacia la luz, hacia la vida. Y todos estamos condenados.

Bajo las escaleras apoyándome en el bastón y en la barandilla helada. Cada peldaño es un abismo, una proeza sensacional, un triunfo apoteósico, y mis músculos se retuercen y mis huesos chirrían y mis rodillas flaquean ante un esfuerzo que pronto no serán capaz de soportar. Saludo a un vecino que no conozco. Le doy los buenos días en un tono neutro, impermeable, y él me mira como si estuviese loca. En el buzón no encuentro nada. Quiero decir, nada personal: propaganda de hipermercados, prospectos de religiones amenazadoras, premios inexistentes de cruceros románticos, facturas. Cuando consigo abrir el portón carcomido, el resplandor enervante de la mañana me ciega momentáneamente y el frío despierta mi cabeza y agudiza mis sentidos y me obliga a caminar por las aceras sinuosas. La navidad se hace notar en los escaparates de los comercios y el sentimiento de soledad se acomoda en mi cabeza como un gato a los pies de un hogar. Bajo el soportal de un palacete sin rehabilitar, un violinista con pajarita interpreta una canción que he escuchado en alguna parte y que debería asociar con un momento especial, pero que soy incapaz de reconocer. En el supermercado compro productos de supervivencia, ningún lujo, y me sitúo en una de las interminables colas. A mi alrededor, la gente —carne bautizada por la doctrina del consumismo— mantiene conversaciones insulsas desde sus teléfonos móviles. Un murmullo desolador se entremezcla con villancicos de métrica desordenada y anuncios de promociones. La cajera, una muchacha ojerosa de gélidos ojos azules, me devuelve los cambios sin educación y me obliga a circular. Ahora que yo soy lenta y estúpida la vida es rápida e incomprensible. No la entiendo. Es como si su mensaje se hubiese codificado en un lenguaje extraterrestre.

Me desvío por una callejuela de aceras estrechas y llego a mi antigua peluquería para hombres. El local —cristales sucios, embarrados, que apenas permiten traspasar la luz invernal— se encuentra vacío, reino de la humedad y el moho, sin esperanza, como una metáfora de mi vida. Las sombras de los muebles en la pared son los únicos vestigios de un pasado lejano e irreal, fantasmas atormentados en una cárcel sin tiempo. Se intuye una tristeza perenne, un pesar intangible. Siempre termino buscando los lazos que me unen a tiempos pasados. Siempre termino atravesando ese pasillo estrecho que me lleva a un dolor cercano. Las doce y media de la mañana. Los coches aparcados en doble fila dificultan la circulación y las bocinas me taladran los tímpanos. Acaricio a un galgo atado a una farola. La crueldad es un galgo atado a una farola esperando a su dueño en la puerta de una tasca. Un cura joven pasea por la avenida con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos. Me mira desde un pozo profundo, desde una sima de amargura, desde un sufrimiento que reconozco al instante: la culpa. Hay un dolor inmenso del que no se puede escapar y ese dolor es la culpa. Cada día de mi vida, cada amargo despertar seré culpable de no estar junto a ti. Me veo reflejada en el espejo de la memoria abanicándome en un sillón giratorio. Era verano y llovía —con una lluvia intensa que lo anegaba todo, con una lluvia que sólo existe en el pasado y en mi cabeza—. Y entonces apareciste tú, recién llegado a la ciudad, precedido por los comentarios de todo el mundo —el forastero que se paseaba por Monzón con un caballete y un maletín, el excéntrico que pintaba el castillo una y otra vez, de noche y de día, el inglés raro que hablaba un español perfecto—, estampa de boxeador que también sabe acariciar, guapo y salvaje, empapado de pies a cabeza, con esos libros tuyos bajo el brazo y la mirada azul y tranquilizadora. Abriste la puerta, agitando la campanilla dorada, y me miraste con aquellos ojos. Hubieras sido un buscavidas de primera o un portentoso hipnotizador. Hay una pequeña manada entre hombres y mujeres que no mira: envuelve, acaricia. Puedes encontrarlos en un mercado abarrotado, en el patio de un hospicio o en una película antigua. Pero están allí y tú eras uno de ellos. Lo supe como sólo se saben las cosas importantes. Dejaste caer tus libros sobre la mesita y te acercaste con tu porte de gigante torpe. Solamente entonces me mostraste tu voz.

—¿Se atreve a cortar este pelo de japonés?

En el tedio de la tarde, en medio de ese angustioso avanzar de sombras de plomo y apatía, tus palabras tuvieron el efecto de un chiste contagioso contado por el humorista del momento. Rompí a reír. Me reí de tu pelo de alambre oscurecido y de tu desorden interior y te ofrecí asiento con una media sonrisa sincera. Hablabas muy bien el idioma y así te lo hice saber.

—Mi madre era española, de Santander, y mi padre, marinero de profesión, un inglés errante que se enamoró de una mujer diez años más joven y se la llevó a su país —me contestaste.

Te pedí que echaras la cabeza hacia atrás. Tenías cuello de tramoyista —carne musculada y alabastro antiguo— y nuca de gladiador romano. El agua fría del jarrón te sobresaltó, pero las yemas de mis dedos deslizando el champú te devolvieron la tranquilidad. No abriste la boca en ningún momento. Dejaste que te cortase el pelo a mi criterio. Veía tus ojos fijos en el espejo, observándome con una mueca extraña en la comisura de los labios. Me mirabas con una luz nueva. Una luz que segundos antes no estaba allí. Mis tijeras te robaron rebeldía, pero aumentaron tu belleza. Me pagaste, dejándome una sustanciosa propina, recogiste tus libros y te dirigiste hacia la puerta lentamente. Pero algo te retuvo. Sin volverte, con una mano en el pomo de la puerta y un tono de voz firme y pausado, me hiciste una proposición imprevista.

—Me gustaría que posara para mí.

Aquello me desconcertó. Me resultó tan extraño, tan inesperado como recibir un telegrama de Estambul. Me halagaste y no supe cómo negarme. Acepté. Prometiste volver la tarde siguiente con tus pinturas, tu pelo de japonés y tu desorden interior. Y yo me prometí a mí misma no olvidarte en lo que me restara de vida.

La casa está helada. Mi definición de tristeza es una casa helada y nadie esperándote en el interior. Enciendo la estufa eléctrica y preparo la comida. Mi cuerpo reniega del alimento, pero me obligo a realizar el ritual diario. Pongo agua a calentar. Un silencio desasosegante invade la cocina. «El agua que se pone a hervir está más callada justo antes del punto de ebullición», parafraseando a una amiga mía. Hoy cocino sopa de estrellas y carne. Me sirvo un vaso de vino y brindo por los vivos y los muertos. Entre plato y plato, incapaz de detener el avance de mis pensamientos, de dormir la memoria, me sumerjo en esa piscina que monopoliza mi estancia en la tierra, en ese salto al vacío que me otorga la posibilidad de rememorar los claroscuros de mi vida, el estuario de los recuerdos que mi mente no ha sido capaz de cercenar.

En el ecuador de la tarde, golondrinas acrobáticas formulaban preguntas en un cielo impávido. Sentada en el sillón giratorio, con mi bata blanca ligeramente escotada y mi barra de labios rojo pasión, me hiciste soltar el pelo. Subiste una persiana para que penetrara más luz y te colocaste a una distancia prudencial. Concentrado, mientras fijabas mis rasgos en una lámina y esbozabas tus intenciones, me confesaste que nunca habías dibujado nada que no fuesen castillos y que ese iba a ser tu primer retrato. Tu primer retrato. Y me lo ofrecías a mí. Me ruboricé como una colegiala ante aquella primera declaración de amor.

Trabajabas dos horas diarias en el lienzo. Cuando atendía a mi último cliente ya paseabas nervioso por las aceras. Esclavo de tu pintura, trabajabas con un ahínco delicioso, con una profesionalidad blindada y cuando ponías fin a la jornada tomábamos café en un bar cercano y charlábamos animadamente, ante las miradas maliciosas de la gente y el germen de la rumorología. Me contaste que en Inglaterra eras conocido como el pintor de los castillos, que habías viajado por todo el mundo pintándolos, que alguien te habló de un castillo templario, con una magnífica Torre del Homenaje del siglo IX, en el norte de España y allí te fuiste y que en tu país te sonreía el éxito y que tus obras eran adquiridas por importantes galerías de arte y particulares acaudalados. Pero tu obsesión no era el dinero, hacer dinero. Pensabas que retratar los castillos era retratar la civilización.

Ateo, apátrida y enamorado, así te definiste la primera noche que dormimos juntos, desnudo sobre mi cama, con mi cabeza apoyada en tu pecho y una sensación de inmortalidad y sosiego que no he vuelto a alcanzar. Hablamos durante toda la noche, de lo bueno y de lo malo que nos había deparado la vida. Hablamos hasta que nuestras voces y nuestros cuerpos se hicieron cómplices y nada más importó. Tuve que rendirme a la tiranía de tus ojos, a la dictadura de tus besos, a la opresión de tus manos en mis pechos.

Aquel amigo de la familia —parvo en palabras, de aspecto ladino y aire telúrico, que se había hecho rico gracias a sus contactos con el régimen y a una contrata de suministro de alimentos para el ejército—, me pretendía desde hacía meses. Nunca le di la más mínima oportunidad. Su persona me desagradaba profundamente. Pero él siguió insistiendo, creyendo que si perseveraba en sus intentos acabaría minando mi resistencia. Dos veces por semana se acercaba por la peluquería con su mejor traje y aquellos ojos corrompidos por la avaricia y la lujuria y me ofrecía un ramo de rosas y una cena y dos veces por semana declinaba su invitación. Tu aparición debió volverle loco. Os enfrentasteis en la peluquería, como dos ciervos jóvenes disputándose a la hembra; halagador y a su vez estúpido. No teníais nada en común, dos seres radicalmente distintos, sin hilos de comunicación, como los abstemios y los borrachos, peleando por una mujer. Te dijo que te arrepentirías, te amenazó de muerte, con esa viscosidad inmunda que da el poder. Tú te acercaste a él sin achantarte y le miraste con aquellos ojos que podían ganar batallas. Le aseguraste, no sin cierta sordina, que te habías enamorado de las dos cosas más bonitas de la ciudad: el castillo y la peluquera. Y que estabas dispuesto a enfrentarte a quien fuera por ellas. Aquello le desconcertó, se quedó mudo, como un prestidigitador sin trucos, tiznado de inseguridad, y salió del local maldiciendo, con la boca llena de furia.

En el cine Goya, a la espera de la llegada del chico en bicicleta con el último rollo de La Isla del Tesoro de Victor Fleming bajo el brazo, con el público en pie, alborotando, a punto de la revolución, y la imagen de John Silver el Largo en la retina, me pediste que me fuera contigo. Y yo, como el propietario del local, te pedí tiempo.

Roger, tu pasante, un inglés flemático y ligeramente obeso, a la vieja usanza, doble perfecto de Alfred Hitchcock, se presentó improvisadamente una mañana de junio. Era un hombre bonachón e intuitivo cuya personalidad me cautivó en un abrir y cerrar de ojos. Nos contó que la leyenda del pintor de castillos se había propagado por todos los círculos pictóricos de la alta sociedad europea y de los nuevos ricos que proliferaban en las guerras, en cualquier guerra, y que todo el mundo quería en su salón un Meursault —apellido de un pariente lejano con el que firmabas—. Con todo ello, se había quedado sin fondo, sin obra que vender. Incapaz de comunicarte por carta la buena noticia no había podido resistir la tentación de viajar en tu busca. Y allí estaba, sonriente, ansioso por contemplar el material nuevo y, a ser posible, llevarse algo. Tu trabajo le entusiasmó. Aunque no llegaste a mostrarle mi retrato, nuestro secreto. Le contaste que habías organizado un curso de iniciación a la pintura y que dos veces por semana disfrutabas con los esfuerzos de otros y con el descubrimiento de talentos ocultos que, con el estímulo y la técnica adecuada, florecían como hongos microscópicos. Pero como las reuniones privadas estaban prohibidas por los cazadores de pensamientos, tenías que extremar las precauciones al máximo. Le contaste que me habías pedido que me marchara contigo a ver el mundo que nos estaba esperando, a ver el mar. Tus traducciones me ayudaron a conocerle mejor. Se alojó en el Hotel Banzo, con una sencillez y un buen humor que encandiló a todos los empleados. Aquellos días comimos, bebimos, reímos y yo le serví de guía turística por la zona. Se llevó tres lienzos, seis dibujos y varios bocetos y se marchó con la promesa de haberlos vendido en menos de una semana.

Me hablabas del mar que nos estaba esperando. No había visto nunca el mar, pero veía el mar en tus ojos: olas de crestas blancas rompiendo en un orden universal, cielos cambiantes de espejo y desiertos de sal, corrientes silenciosas de aguas templadas y frías controlando el pulso del mundo. Veía el mar en tus ojos. Y, a pesar de tu ausencia y del paso de los años, lo sigo viendo.

Te sacaron de mi cama una noche sin luna y te acusaron de sembrar ideas comunistas entre la población y de traición a la patria. Fue la última vez que te vi. Te introdujeron a empujones a la parte trasera de un camión destartalado y supe que te había escogido la desgracia con todos sus sinónimos. Porque los cazadores de pensamientos le temían a todo lo que no tenía nombre. Necesitaban el orden, la pulcritud, poner una etiqueta para cada cosa. Y en su mundo resultabas incompatible, como la aritmética y los sentimientos. No eras un arribista ni un hombre politizado. Tan sólo te alzabas ante la injusticia cuando todos callaban. Por eso el intelectual es su enemigo por excelencia. Te imagino esposado en la oscuridad. Como un gusano de seda en un nido de sanguijuelas.

No hay ningún cielo: es el reflejo del vacío que emana del ser humano, la pupila azul de un Dios absurdo que habita en nosotros.

Miro el retrato que pintaste para mí. Resulta tan extraño que en otra época fuese bella...no hermosa hasta el exceso, pero sí dotada de una belleza armónica, equilibrada. Mis brazos son fibrosos. Mi manos delicadas. Mis pómulos resaltan en una piel pálida y firme. Mis labios perfilados de carmín me dan un toque de exotismo y sensualidad. Mis pechos son rotundos, encorajinados. Ahora, en esta vigilia de besos imposibles, en este parnaso de desolación, me doy cuenta que esa mujer sigue viva dentro de mí, pero el sueño ya terminó.

Te fusilaron bajo el castillo que tantas veces habías pintado, muy cerca de Conchel. Aquel día llovía en la ciudad, con una intensidad que hacía presagiar la antesala de un nuevo diluvio. Entonces me abandoné. Como una prostituta hastiada de la hipocresía y los buenos modales. Me abandoné, incapaz de superar esos ojos que envolvían, esos ojos que acariciaban, esos ojos absorbidos por la vorágine de la estupidez humana. Descendiendo aquel talud vertiginoso que era tu muerte, sin la burbuja de aire que me mantenía viva, estuve a punto de caer en ese jardín de luces y sombras que es la locura. Más tarde lo comprendí. Comprendí que te mataron porque no podían domesticarte, porque un cimarrón escapa siempre y no reconoce el orden establecido.

El ser humano está dotado de lo que yo llamo resistencia al desastre. Se puede sobrevivir a Auschwitz, pero no superar Auschwitz. Y tú has sido mi desastre particular, el motor de mis angustias. Un desastre que desapareció en su momento más álgido, en mi edad luminosa, sin esperar a que el tiempo y otras personas limaran lo nuestro, antes de toda decepción. Y por eso tu espíritu flamea sobre mi persona. Nadie ha podido eclipsarte, levar el ancla que me une a ti, detener el proceso de beatificación. Eres un estigma, un dolor que llevo dentro. Debí escaparme contigo. La familia —esa mano que sostiene tu cabeza bajo el agua— me contagió el virus del miedo. «Las soñadoras acaban en los burdeles». «Te abandonará a la primera de cambio». Miedo a perder el negocio. Miedo a no poder regresar. Miedo a un futuro incierto. Prisionera de mis propias inseguridades, no supe anteponer mis miedos a nuestro futuro, mis miedos a tu vida. Debí marcharme contigo. Y tú no debiste esperarme.

Dicen que «cuando muere un viejo se quema una biblioteca». Sé que pronto moriré y no creo que posea esa clase de sabiduría en mi interior, pero me preocupa que se pierda tu recuerdo. No mantengo viva tu llama: tu llama arderá por sí sola el resto de la eternidad. Tu pintura, tus palabras y tus besos permanecerán almacenados en el oráculo del tiempo, en esa dimensión extraña que a veces nos hace llorar sin motivo al escuchar una canción, que nos desconcierta al atravesar un túnel o que nos asusta al experimentar el silencio de la noche. Tu pintura, tus palabras y tus besos permanecerán por siempre, cariño.

Sentada en la butaca, miro con ojos acuosos el día que muere. La luz se diluye en un cielo rojizo y los coágulos del atardecer se cristalizan formando pequeñas nubes sin forma y dando paso a la oscuridad.

Una larga noche por delante antes del ritual de la vida.

«¿Vives o mueres?».

«¡Vivo!».           


Comentario privado al autor: © Óscar Sipán Sanz, 2000, [email protected]
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