LUZ

Cuento

[Ciberayllu]

Óscar Sipán Sanz

 
«Todos somos insectos atraídos hacia la luz»
Eduardo Ainbinder

La trajo a casa y la presentó como su esposa. Apenas la vio unos segundos, pero aquella tarde los cimientos de su vida comenzaron a resquebrajarse.

La liturgia de la misa de seis se torció desde el principio: no supo a qué achacar sus repetidas e injustificadas pérdidas de concentración. Las miradas maliciosas de las beatas no ayudaron demasiado a que su inherente sosiego se restableciese. Erró el «Padrenuestro» en seis ocasiones. El «podéis ir en paz» le sonó falso, vacío, innecesario. Sus nueve fieles —mujeres sin edad, arrugadas como lagartos, como pergaminos indescifrables, arropadas por oscuras telas y crucifijos de oro y plata, que presumían de haber desconectado de la vida y sus miserias— se incorporaron lentamente de los toscos bancos de madera y, en grupos de tres, entre sonoros susurros («¿qué le pasa hoy al cura?») cruzaron la puerta hacia la cegadora luz de la tarde. Apagó las velas con las yemas de los dedos e instintivamente enfiló sus pasos hacia una pequeña capilla, húmeda y sin adornos, en la que un cuadro de marco carcomido —una imitación sin firma de «La matanza de los inocentes» de Charles Lebrun, posiblemente del siglo anterior, donada años atrás por una acaudalada viuda de Lanaja— acompañaba a dos candelabros de forja herrumbrosos y gemelos. Un rayo de sol iluminaba tenuemente la sala. En una iglesia sin tesoros halló uno. Se sentía fascinado por el cuadro. Lo contemplaba todos los días, sumido en una profunda reflexión, familiarizándose con cada trazo, con cada pincelada, indagando en cuerpos y formas, respirando su equilibrio; lo veneraba como los paganos veneran a sus ídolos de barro.

Aquella tarde puso todo su interés en una mujer joven, de unos veinte años, que, desde un segundo plano, entre soldados mandados por Herodes a caballo y bebés asesinados, le miraba con ojos sin tiempo, ojos sin pecado, ojos que no habían visto el mar; los mismos que había contemplado en su casa.

Llevaba dos años de párroco en Cantalobos. Le había cogido un cariño especial a ese pueblo construido sobre las cenizas de una guerra, a ese pueblo de calles repetidas y casas bajas, de gente amable sentada en sillas de mimbre y pinos con procesionaria. Cerró la puerta con una mastodóntica llave de hierro y encendió un cigarrillo; la primera calada le supo a gloria. Era consciente de su adicción a Wagner, al cine, y al tabaco negro. Fumaba dos paquetes diarios desde su ingreso en el seminario diez años atrás. Definía el tabaco como un campo donde sembrar las dudas; si sus pulmones se convertían en el caldo de cultivo de un cáncer tendría que asumirlo, con dignidad, al igual que el marinero asume que morirá en el mar. La cigüeña construía rama a rama un nuevo nido, con una tenacidad digna de elogio, sobre la torre de la iglesia. Posó su mirada en el frontón desierto. Un repartidor anunciaba su llegada tocando el claxon de su furgoneta una y otra vez. Hacía un calor del demonio. «El sol se afila las garras en las sotanas de los curas», pensó, mientras se secaba el sudor con un pañuelo. Se acercó a visitar a Matías, el antiguo maestro, enfermo de Alzheimer, que vivía con un hijo en su misma calle, la Calle del Lucero. Lo encontró en el corral, de pie, subido a un cubo de madera, dirigiendo una orquesta invisible con una batuta de hiedra seca; sus ojos eran zafiros tallados por una dinastía muerta, sus manos raíces de olivo centenario. Lo llamó por su nombre, pero no reaccionó. Así que se quedó unos minutos sentado a su lado, sin pensar, disfrutando de la calma y de la sombra de la casa. Cuando se disponía a marcharse, Matías, interrumpiendo momentáneamente a sus trescientos cincuenta músicos, le dijo muy serio: «Nunca debes olvidar los terribles acantilados que rodean al ser humano». Y volvió a su concierto, siguiendo la métrica exacta de un loco o un genio, ante un público entregado que aplaudía a rabiar.

Le abrió la puerta ella, con el pelo recogido en un moño, barbilla de Ava Gardner en Mogambo y un delantal de su hermano, tímida y resplandeciente, y le informó que éste se había marchado al bar y que volvería para la cena. Lo dijo suave y bajito, sin mirarle a los ojos, como avergonzada y, disculpándose, se adentró en la cocina. La observó en su retirada. De su interior exudaba un cántico majestuoso, un mantra sin edad con envoltorio de oración y fórmula de agua de lluvia.

Se descubrió vestido de paisano ante el espejo, bien perfumado, con su desgastado traje azul marino, camisa blanca sin corbata y su cabello negro salteado de canas perfectamente peinado: un cura asmático, adicto a Wagner, al cine y al tabaco negro, acicalándose para ella. Cerró los ojos y se palpó, con las yemas de los dedos, esas pequeñas arrugas que, de un tiempo a esta parte, comenzaban a aflorar. Por primera vez, a sus treinta y siete años, sintió el paso del tiempo y un dolor amargo le obligó a caminar. Atardecía en Cantalobos y un silencio hiriente cuajaba en la atmósfera como una ópera monótona y extraña. Una bandada de estorninos eclipsó momentáneamente el sol. Caminó hasta una loma cercana desde la que se divisaba el entorno y pensó en su hermano. Entre todos los pueblos de España le había tenido que tocar el de su hermano. Recordó su niñez, sus malas relaciones, las discusiones con sus padres. Lo imaginó en el bar, apoyado en la barra, con la camisa abierta hasta el tercer botón, la copa de coñac en la mano y las piernas ligeramente arqueadas, alardeando ante el pueblo, con ese aire de Séneca de feria que le repugnaba, de la mujer que se había echado allá en Colombia, en una ciudad llamada Pasto, sonriente, pícaro y jocoso, erguido y tieso como un gato bien cebado. Y eso le dolió más que cualquier otra cosa en el mundo. Por un momento, reflexionó: ¿era su hermano el villano que veían sus ojos o su imaginación estaba falseando la realidad? En el pasado y en otra ciudad, se había ganado a pulso el título de cazador de problemas; trifulcas, alcohol y mujeres así lo atestiguaban. Curar el resentimiento que sentía hacia él era una de las asignaturas pendientes. Perdonar, tenía que perdonar, en eso se basaba la fe cristiana. Pero la expresión «matar a los padres a disgustos» la había hecho suya.

Le conquistó por el estómago. En un acto de pura magia, con la despensa diezmada por la pereza y la dejadez, se sacó del sombrero «perdices en salsa con cáscara de naranja amarga», una receta que, según contó, había aprendido sirviendo en la casa de unos españoles, dos años atrás, en una urbanización de lujo en su Colombia natal. Relató —no sin ciertos posos de tristeza— su vida con ellos. La habían tratado maravillosamente, como a una hija, pero las cosas se torcieron con el secuestro y posterior rescate del cabeza de familia —un ingeniero de telecomunicaciones que trabajaba para una multinacional americana— y decidieron rehacer sus vidas lejos de allí, en la vieja y cansada Europa. Era un plato excepcional, digno de reyes, y así se lo hizo saber. «Tienes mano de santa», le dijo, y, entre bocado y bocado, se permitió el lujo de mirarla con detenimiento. Su silencio era rico en matices. Bastaba un leve movimiento de párpados para que su respiración se tornase en brisas marinas. Pensó en eso y en muchas cosas más antes de retirarse.

Respiraciones agitadas, susurros, gemidos y un estruendoso rechinar de muelles en la habitación contigua le impidieron conciliar el sueño. Intentó leer la Biblia, pero le fue imposible; un cosquilleo extraño, desconocido, nacía en sus entrañas. Contuvo la respiración, se tapó los oídos, fumó. No se durmió hasta muy avanzada la madrugada. En su cabeza, un pensamiento: me están probando, las formas del diablo son infinitas.

Días escurridizos alternaron con noches turbulentas. Su llegada había supuesto una inyección de color en una vida en blanco y negro. Inconscientemente, anhelaba sus «buenos días» como el perro hambriento y maltratado la caricia del carnicero. Su sangre hervía esperando el desayuno, la comida y la cena, momentos en que podía verla y conversar. Incluso se permitió el atrevimiento de invitarla al cine a Sariñena cuando su hermano se encontraba de viaje; invitación que ella aceptó muy gustosa. La película se llamaba Magnolia y, durante el posterior café, los dos comentaron las magníficas interpretaciones (especialmente la de un portentoso Tom Cruise) y la grandeza de una escena: una «lluvia de ranas» sobre Nueva York. A su alrededor, todo comenzó a mutar. El ritual de la misa ya no le parecía un acto solemne, sino el insoportable tedio del actor anclado en un papel. En cuanto a las noches... su sexualidad despertó de su letargo y salió al mundo exterior, amedrentada, como un cachorro alejándose por primera vez de la madriguera. Y las dudas lo inundaron todo.

Regresaba de administrarle la extremaunción a un tratante de ganado cuya afición a la bebida había degenerado en una cirrosis mortal; el enfermo se le había muerto en los brazos, sin sufrimiento, acunado en un sueño de morfina y tranquilizantes. Nadie había llorado su muerte en exceso. La muerte de un hombre era un ritual inexplicable, un acto inútil con el que había que convivir. A pesar que las farolas de la Calle del Lucero estaban apagadas, la vio a lo lejos, bajo el zaguán de su casa. Resplandecía. Su cuerpo era de luz, luz blanca y aterciopelada, esa luz que algunos decían haber visto en la antesala de la muerte sobre una aséptica mesa de quirófano. Resplandecía como un planeta misterioso. La contempló en la distancia: su figura esbelta y serena de piel mulata refulgiendo en mitad de la noche. Un híbrido entre pensamiento y sentimiento inundó su cabeza: «es un ángel, es mi luz, mi luz blanca y aterciopelada, la única luz de la Calle del Lucero». Se acercó dando grandes zancadas. Nada más verle, sus lágrimas manaron como perlas envenenadas sobre un manto de tafetán: «Echo de menos a los míos, padrecito». Y se abrazó a su sotana negra, desconsoladamente, firmando un pacto de amistad imposible.

Pensar en su Dios y pensar en su cuerpo desnudo, arqueándose de placer en la penumbra de una noche de oración y ayuno, destrozó la línea que se había marcado: perdió su lugar en el mundo.

Sufría, sintiendo la infundada culpabilidad del alemán ante el genocidio judío, porque en sus libros de teología no existían antídotos para sanar la enfermedad; una enfermedad cuya patología le era totalmente desconocida. Nunca se había sentido así, tan perdido, tan desolado, incluyendo la adolescencia. Desde niño asumió, en cuerpo y alma, que su lugar estaba en la iglesia. En ningún momento aspiró a una brillante carrera eclesiástica. No, no le interesaba la gloria del «beatificado en vida». Su camino estaba orientado a defender el signo de la cruz, ascender al cielo por el río principal y no por sus afluentes: sacrificio, humildad, reflexión, esfuerzo. Ayudar a los más desfavorecidos, a los enfermos, a los desesperados, a los locos. Sus sueños no se habían roto del todo en Cantalobos. Cantalobos era un sillón cómodo donde descansar.

Siguieron días de insomnio y culpabilidad, atemorizado y solo, evitando su presencia a modo de cortafuegos, rezando desnudo para drenar el deseo. Cómo drenar el deseo cuando lo anega todo, espíritu y cuerpo. Qué fórmula emplear para detener el curso de la vida. Buscó refugio en el dolor de los enfermos, permaneciendo durante tres noches en la sala de terminales del hospital provincial de Huesca. Se castigó duramente recorriendo a pie la sierra de Alcubierre. Sollozó. Gritó. Suplicó. Pero fue inútil, el bálsamo del sosiego no hizo su aparición.

Pese a los desastres naturales y la injusticia, las guerras y la maldad de los hombres, su Dios le mantuvo firme en su fe, pero se vino abajo, como un edificio ruinoso en manos de los artificieros, ante la tentación cercana de la mujer de su hermano.

Tuvo que rendirse a la evidencia, no supo detener el avance de su grieta interior. No pudo escapar de su olor a rosas y mala suerte. Lo descubrió: nada es más importante que una sonrisa en los labios de la mujer que amas. Por encima de todas las cosas. Si debía elegir entre el cielo y los sentimientos, elegiría los sentimientos. Hablaría con ella, le declararía su amor. Había tomado un camino sin posibilidad de retorno, una vía sin redención. Porque, ¿podía esperar el perdón de su Dios? La nieve es una utopía en el corazón del volcán.

A través de la puerta de casa pudo escuchar su voz, tibia y apasionada, con inusitada nitidez. Y la sinceridad de ese «te quiero» —que no iba y nunca iría dirigido hacia él— explotó en su cabeza como una granada de mano en una trinchera vacía. Embargado por los celos y la envidia, odió a su hermano. Le odió con toda su atormentada alma. Y sintió, a ciencia cierta, que podía matarlo, que si permanecía un solo minuto más a su lado, conviviendo bajo el mismo techo, lo mataría, acabaría con su miserable vida seccionándole la yugular con un guijarro o estrangulándole con sus propias manos. En ese preciso momento comprendió: su mundo había saltado por los aires y ya no cabía esperanza alguna. Había alcanzado un punto de inflexión y debía reaccionar. Entró por última vez en la iglesia, furioso, embargado por una rabia ciega, con el corazón oprimido y la mente en blanco, y, tras arrebatarle a la iglesia su único tesoro —el cuadro anónimo de «La matanza de los inocentes»—, desertó de un ejército del que ya no se creía digno.

Sin fe, sin Dios y sin ella, abandonó para siempre Cantalobos a cambio de llevarse la rosa incandescente de un recuerdo: su figura esbelta y serena de piel caoba refulgiendo en mitad de la noche, un cuerpo de luz, luz blanca y aterciopelada, «mi luz» —pensó—, «la única luz de la Calle del Lucero».

Comentario privado al autor: © Óscar Sipán Sanz, 2000, [email protected]
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