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6 enero 2004

Landru en el Pont des Arts

Miguel Rodríguez Liñán

El miércoles 9 de julio me llama mi pana el musicólogo venezolano Raúl Losada, originario de Petare, Caracas, barrio que se encuentra no muy lejos del Llanito, qué más, chamo, cómo está la cosa, estoy saliendo a cenar, le digo, y aprovecho para terminar una interviú que tengo grabada en dictáfono, para mis artículos mensuales. En verdad estoy saliendo, oprimiendo botones para que se abran las puertas, una, dos, cuestión de seguridad, y para entrar clave secreta, uno, dos, tres, cuatro, se abre la puerta, con el celular pegado a la oreja, de pronto acariciado por la luz parisina de las nueve y treinta de la noche en verano, cuando el cielo se transforma, ya por la rue du Faubourg Poissonnière, mi calle, pasando frente a una peluquería africana, frente a las boutiques árabes, a las mercerías, a las tiendas, a las tintorerías, a las agencias. Te voy a presentar a una amiga, dice Raúl, estamos por aquí, cerca de tu casa, en el metro Stalingrad, ¿por qué no vienes? Es que ya estoy en el restaurante, ¿y dónde queda el restaurante?, en la rue Rochechouart ¿por qué no vienen ustedes más bien?, bueno, le pregunto a la chama, dice que por qué no vamos, está bien dice ella, bien sûr, vayamos, dice que sí, bueno, danos la dirección, es fácil, digo, está cerca del Metro Anvers, bajan por allí, pero no por la rue Turgot, por la paralela, en el medio está la rue Gérando, no pueden equivocarse, 71 rue Rochechouart ¿quién ha sido Rochechouart?, un subprefecto de la Haute-Vienne, estoy en un restaurante japonés, ¿cómo se llama?, y yo salgo celular en oreja, un poco nervioso, no sé por qué estoy nervioso, tal vez porque hay perspectiva de amor, o de ilusión de amor, qué importa, vuelvo a entrar, digo el nombre del local. En verdad es una sorpresa, un regalo caído de Raúl, porque esta noche yo estoy tratando de resumir las páginas que me ha inspirado el escritor y yatiri José Luis Ayala, nacido en la zona aymara de la patria, quien me ha hecho un pase y profetizado que, pronto, encontraré una compañera, necesitas una mujer, Rafael, es un factor de equilibrio, para que mejor yugules tu energía, para que la distribuyas mejor, para que te ayude en la creatividad, estoy escribiendo esto cuando me llega, de entrada, un sunomono, una ensalada de camarones con salsa picante junto con la sopa miso al tofu, porque lo pido especialmente, que me lo sirvan junto por favor, ya que esa delicada sopita sabrosa la sirven de entrada, de aperitivo, pero yo quiero las dos a la vez, el sunomono y el miso, me acaban de servir un medio litro helado de vino rosé, le digo, siempre por celular, a Raúl, ¿dónde están?, coño, es que nos hemos perdido, ¿era rue o boulevard?, la rue, compadre, la rue, no el boulevard, coño es que tienen el mismo nombre, sí, le digo riendo, pero es que instintivamente querías ir a La Locomotive, por qué no al Moulin Rouge, pero no, pana, es que andamos buscando dónde aparcarnos, no hay sitio, mets toi à droite, il y a une place, dice Nathalie, tout suite à droite, con delicioso acento de Occitania, bueno, ya encontramos dónde aparcarnos, ya estamos llegando, come tranquilo nomás, y en ese momento comparece una suerte de ensaladilla de col o de rábano blanco edulcorada y acidificada con vinagre japonés y con aceite mirin. Es rábano negro, así le llaman acá. Y Raúl llega con la chica. La convertiré en sushi, en maki, en yakitori, en sashimi, en tempura, en teppan yaki, en sukiyaki. Me la comeré en pedacitos, lonja por lonja, diente por diente, y si algo sobra la meto en la congeladora, como el estudiante antropófago, es como si ya me la estuviese comiendo. ¿Cómo te llamas? Tonkatsu, dice en el preciso instante que me digo, mierda, estoy hablando en japonés. Soy el símbolo, dice Nathalie. Me necesitas. Todos los escritores necesitan símbolos aristotélicos o pantagruélicos.  De diversa forma y color. No importa. Lo único que importa es el símbolo… Y de pronto veo a la chica, es muy alegre y confianzuda, con una manzana en la boca, los ojitos japoneses semicerrados, tostadita, crocante, recién sacada del horno en bandeja de plata, absolutamente ingurgitable. Teoría sobre la ingurgitación. Ya la palabra es ingurgitable. Y todo poeta que se respete debe saber que el estómago es la metáfora máxima: es el infinito, señoras y señores. Nathalie es un Tonkatsu de Occitania, la tierra de D'Artagnan. Yo quiero ir a Toulouse, puedo vender mi alma al Diablo con tal de ir a Toulouse. En ese momento llega el Tonkatsuo. Han desnudado a Nathalie. Diestros matarifes nipones le han cortado en pedacitos armoniosos delante de nos. Saben cuál es el eje sensible de las articulaciones, y allí entra el cuchillo a tallar para separarlas suavemente. Tonkatsu. Espinazo de chancho, apanado, jengibre, rábano negro blanco y alga nori. Las láminas de nori deben tener, a lo sumo, cuatro centímetros de longitud. Es servido en un plato negro, esmaltado, brillante. Los palillos a la derecha, cruzados. La chuleta de chancho frita en esa ollita especial de tempura, apanada, con cinco tajos, coronada con algas nori finísimas. Y yo allí como un tranquilo samurai calculador, con perspectiva de kamikaze antropófago, sopesando a la hembra, pero tranquilo, contemplativamente, imaginándole disfraces de geisha, es una recitadora de haikus y especialista de origami, no sé por qué las elucubraciones vienen en este sentido, todo es imagen, metáfora, retruécano, analepsis, prolepsis, chuchesquis, japonesismos, bueno, todo eso y más, tergiversación en todo caso. Nathalie no me conoce pero me invita, rápidamente, a Occitania, a Toulouse, bueno, no exactamente a la bella Toulouse sino a un pueblo aledaño, donde hay una gran casa con jardín y piscina, Raúl muestra una sonrisa triunfal, muy bella, de amigo celestino. Y estamos en París. Esto, de pronto, es una de las formas del satori: la comprensión, por intermedio de la verdad estomacal, de la realidad con sus cielos, círculos infernales y demás tentáculos, cuando no alas de ángel, o angeles simplemente, como mi maravillosa asistenta social Mademoiselle Leroux. Y también esto de sentir o creer que se toca con la mano al famoso esbirro de la eternidad llamado momento presente. Porque me siento maravillado en este momento. Con ese lomo de luna, en forma de croissant, idéntica a la luna de Constantinopla, que vimos al día siguiente, hoy, cuando celebramos el cumpleaños de Jaime Roca, con machas de Arequipa, causa, y ají de gallina. Y baile. Porque hemos bailado festejo mirando los destellos eclécticos de la Tour Eiffel, esa loca de la noche. El agua del Sena se mostraba muy líquida, turbulenta y verde río;  nosotros estamos encima, en ese bello puente de madera, provisto de ranuras, cuidado con los tacos finos, que es el Pont des Arts, por donde camina la Maga, de ida y vuelta, con Rocamadour chillando. Y nosotros bailando. Repito: eso pasa al día siguiente de la japoneseada, yo he invitado mañosamente a Nathalie, acepta encantada y yo empiezo a sobarme las manos, voy a buscarla en su apartamento, está muy bien vestida, de negro, se ha puesto unos aretes coquetos con una piedra que parece rubí, maquillada y pelirroja la chica, cuando aparece un angelito de 22 abriles, también estudiante de diseño y alta costura como la occitana, se sienta al lado de mis ochenta kilos actuales, parece que le caigo bien, empezamos a charlar de no sé qué, creo que de la canícula, y también de mi viaje inminente al pueblito cerca de Toulouse, adonde voy con esta encantadora gordita pelirroja, ojiclara, bien perfumada, que está sirviendo unos ponches. Pero ven tú también a la fiesta, le digo a la criatura, ¿cómo te llamas, linda?, pero… ¡qué ponche! ¡Esto es puro jugo! reclamo de puro conchudo, ella dice que se llamaba Claire, pero que muchas gracias, muy amable, en otra ocasión será, hoy no puedo, además tengo que volver a mi casa porque me va a llamar mi chéri, qué lástima, pásame el ron por favor Nathalie, pero ya hay que ir ¿no? Todavía hay tiempo. De todas maneras nos esperan en el Pont des Arts. Es un picnic, digo. ¿En el Pont des Arts? No estoy muy seguro pero creo que sí. En todo caso hay un jardín cercano, tal vez sea en el jardín. Yo no creo que sea en el puente, pero ya veremos, ¿vamos? Salimos por el lado chic del barrio, el otro lado es popular, uno se siente cálidamente en Marrakech o en Dakar, por la rue Tanger rumbo al Métro Stalingrad —un grupo de muchachos juega básquet en un rectángulo cercado con malla metálica— rumbo a un Monoprix en la rue de Flandre, creo, para comprar una botella de vino. Yo compro dos buenos Côte du Rhône, un Valréas y un Beaumes-de-Venise, me he permitido invitar a un amigo, le digo que venga nomás, allá nos vemos, y Nathalie me mira un poco extrañada, como hace cinco minutos cuando le añado un huaracazo de ron al falso ponche, las reglas de la comida y la convivialidad en la mesa exigen una botella por comensal,  digo, ahora sí apurémonos, ya van a ser las ocho y media. Es la hora de la cita. Pero debido a cierto atraso en ese laberinto subterráneo zumbante que algunos suicidas aprecian singularmente, llegamos cerca de las nueve, bajamos en el Métro Louvre, no, en el Métro Pont Neuf, y vamos andando alegres, muy conversadores, por el Quai du Louvre. De lejos vemos el gentío en el Pont des Arts. Sinceramente, yo no conozco dicho puente, no conozco bien París, apenas hace seis meses que vivo aquí, por eso todo me deja boquiabierto.

Sí. Aquí es. Sobre el mismo puente. Qué increíble. Cientos de personas de todo el orbe sentados, las espaldas contra el pretil, picniqueando. Es muy lindo. Muy fresco. Muy no sé qué. Ponen sus manteles, sacan sus baguettes, sus jamones de Bayona y sus vinos tintos, sus tostadas, sus ensaladas, sus salmones ahumados, sus vinos blancos. Una pareja de enamorados, lujosamente, cena con champagne ¡Picnic sobre el Sena! El Pont des Arts es exclusivamente peatonal, bastante amplio, y yo todavía escucho el casqueteo de los caballos de la carroza del rey que va del  Instituto de Francia al Louvre: tejas grises y oro, el Instituto parece un capitolio. La vista, por ambos lados, es mirífica : la esquina de la isla que separa en dos al río, la Place du Pont Neuf y sobre todo el puente con arcadas del lado derecho, por donde pasan las péniches y les bateaux mouches (pinazas y barcos mosca) repletos de alborozados turistas. Y por el otro lado los edificios antiguos, el bloque medio barroco del Musée d'Orsay, y la espiga rígida de la Torre Eiffel. Todo esto protegido por los follajes de los almendros ora plateados, ora verdes, azules, violetas, dorados, según la luz. París no es la ciudad luz, como se cree, por las luces artificiales, sino por una luz mágica, que sólo es perceptible para el observador, precisamente desde aquí, o desde el Pont Royal, o desde cualquier puente, a cierta hora precisa del atardecer, mirando al cielo detrás de la Cité: un suave fulgor azul con algo de crepúsculo, que puede iluminar, volver loco, o enceguecer ¡Tracatá! ¡Tracatá! dice la carroza del rey. Pero no es el rey. Es un eminente letrado eclesiástico: Bossuet en persona. Pasa y hace adiós con la mano enguantada… Recién llegamos para reunirnos con el grupo tan simpático, tan efusivo y alegre que rodea al cumpleañero, Jaime Roca, que exulta. Se le ve muy à l'aise en short beige y sandalias veraniegas. Su camisa anaranjada florescente de Waikiki se ve a dos kilómetros. Se hacen las presentaciones, están muy bien instalados en los bancos centrales, la solícita y bella Nancy, su esposa, ha puesto un mantel, las viandas y platillos y botellas están debajo, son familiares y amigos. En ese momento rozo el brazo de Nathalie y me electrizo, pasen, sírvanse, te presento a mi hermano, acaba de llegar del Perú. En ese momento, muy digno, elegante y tenebroso, llega el cabello plateado con vetas azules de Francisco Puente, con lentes y el saco empuñado por el cuello echado hacia atrás como una capa. Es precisamente Francisco quien, luego, me explicará el fenómeno de la ciudad luz y de la verdadera luz, no la de neón. Para empezar, se descorchan los vinos blancos; y al poco rato ya tenemos nuestro exquisito plato de picante de machas en la mano. También hay música ; todo es ameno, la gente que pasa y mira curiosa, el grupo de jóvenes alemanas o escandinavas vecinas, pegadas al pretil por el lado de la vista a la Torre —dos de ellas vendrán luego a unirse a nuestra ronda de baile— y un africano en estado de gracia que también quiere integrarse al grupo, se le da de comer, de beber, pero está demasiado pasado, chau compadre. Causa, ají de gallina, y paso al tinto mientras anochece y la Torre es envuelta por potentes luciérnagas eléctricas que se prenden y apagan, una maravilla de espectáculo, Nathalie también mira, la rozo, me roza, le toco la mano, el brazo suave, el talle, un discreto roce de labios en el cuello, ahora sí ya es noche noche, noche tan bella esta noche bailando en el Pont des Arts, hay un primo moro que hace rato anda merodeando, el dueño del santo lo invita a integrar el grupo alegre, también cantamos, el primo encantado, se le sirve de comer, de beber, y en una fracción de segundo, resulta rápido el muchacho, la Torre se ha convertido en un delirante entramado de bellas luces histéricas, ya está tratando de seducir a Nathalie, de hacerle conversación, me parece que ella es coqueta per se y no se muestra esquiva, al contrario, educada y condescendiente, cuidado me advierte mi amigo Raskolnikoff, cuidado que te están serruchando el piso, en efecto es una serruchada, pero en juego limpio y buena ley, forma parte de la sarabanda, de la Torre fulgurante, del puente con arcadas del Pont Neuf, pierde cuidado le digo, siempre son ellas las que saben. Pero, minutos después, al ver la tenacidad del primo, mientras se destapa el champagne, me acerco a Nathalie, discretamente la tomo por el talle y la atraigo hacia mí, es un gesto machista,  y qué, como para mostrar que yo la he visto primero, que yo soy el firme, hasta que la fiesta se acaba. Salimos de la manito rumbo al último Métro, nos besamos como cincuenta mil horas frente a una de las fachadas del Louvre estratégicamente iluminada, conos dorados de luz dorada y sombra, jardines, sabe besar muy bien, besos y besos nada más, hoy no, dice, no estoy preparada, ven mañana a cenar. Nos separamos en la Gare de l'Est, su cabellera pelirroja yéndose, los brazos suaves y los ojos claros yéndose, y yo con dolor de novio, pensativo. Al llegar al estudio, felizmente caigo como costal de papas. Me duermo con el ordenador prendido, con la luz prendida, sin sacarme la ropa, con los zapatos puestos. Al día siguiente la llamo a las doce para confirmar y para preguntarle cuál es el menú, salade et quiche aux asperges (torta de espárragos), mais quoi! ¿dos entradas? Cada una debe acompañar ya sea un guiso de cordero o un faisán a la cidra, es que no tengo plata, dice, lo digo por bromear, digo, bueno, ya estoy llegando. Entonces ocurre la tragicomedia. Nuestro viaje a Toulouse ya es un hecho. Algo concreto como el día o como la noche. Sólo falta la reserva por la internet, para conseguir un boleto más barato, ella está obstinada en ahorrar. Mi hermana ha conseguido uno, dice. Le doy mis referencias, fecha de nacimiento, nombre y apellidos completos, número de tarjeta. Es la misma hermosa tarjeta de oro de mis hazañas, de mis épocas de rico efímero. Con esta bendita y maldita tarjeta he pagado cuentas y retirado plata de los cajeros automáticos, esas máquinas que escupen billetes, en Barcelona, en Cannes, en Saint-Tropez, en Niza, en Ventimiglia, en San Remo, en Milán, también en Modena y en Marina de Carrara, también en Florencia y en París. Pero se acabó la gasolina. Mi última hazaña con esta tarjeta visa premier, que dentro de poco pondré en un marquito y colgaré en la pared del baño, para mirarla cuando cague u orine, es la de anteanoche, en el restaurante japonés. Porque hoy, mientras me desperezo en el canapé y degusto mi punch cargado, con dos cubitos de hielo y una rodaja de limón, ya imaginándome en el pueblito cerca de Toulouse —estoy en short allá, desparramado en una chaise-longue frente a la piscina, con lentes de sol leyendo Lavorare stanca o Les poésies de A. O. Barnabooth mientras Nathalie trae los filetes de res para el barbecue— ya viajando, ya dueño de una casa con piscina en verano, ya amante, ya todo, cuando en ese momento el banco dice que no, que no se puede autorizar el pago. Siento como una puñalada trapera en el bazo ¡Tud! De manera espontánea le digo  paga tú, ma chérie, después te devuelvo, dentro de una semana recibo 1600 euros, no te preocupes, se trata de un simple sobregiro, ¡Ejem!, pero no, no tengo, también estoy sobregirada, ¿anulamos? Bueno, anula, mañana iré a gritar al banco, no puede ser, anda tú nomás, luego vengo yo en tren (jardín, piscina, sol, cielo tan azul que da vértigo, parrilladas, una cisterna de vino rosado helado y una hembra). Todo se derrumbó, como dice la canción. Nathalie me mira como víctima recelosa mirando al sublime asesino Landru. Y me pone a cortar el queso Emental y critica mi manera de cortarlo, las láminas más finas, s'il te plaît. Ten. Corta también los tomates. Y raya el queso. ¿Más queso? ¿Y por qué no le pones también un huevo frito? Pónle también crème fraîche, más mantequilla y una buena lonja de tocino, ¿no quieres que baje a comprar más baguettes?, me burlo. Así me ayudas a seguir encebándome. En eso llegan los amigos. La cena es linda, todos contentos, se habla bastante, amenamente, pero Nathalie me mira con el ojo de Hécate. La cena se acaba, se acaba el vino, suenan las doce, los amigos se van, suena un bolero, ella y yo estamos en el canapé besándonos despacio, cuando me le tiro encima, quiero morderla, la acaricio groseramente, quiero desvestirla, le toco las tetas y la papa, ella se espanta. No se cuál es su pretexto, ya que el contexto es ideal. No sé qué pasa. Nunca procedo de esa manera. Tengo que irme, de nuevo, con dolor de novio, caminando meditabundo en la noche flechada de neón y anuncios luminosos, por el boulevard de la Chapelle, por el Boulevard de Rochechouart, siempre pensando qué pasó, carajo. De todas maneras vuelvo a verla dos días después en Montparnasse, cuando viene con ese delectable angelito, ese caramelito llamado Claire, en la discoteca bar restorán La Pachanga. Nathalie pasa buena parte de la noche como ignorándome y besándose con un muchacho de su edad. Yo también ignorándola, o simulando ignorarla, y hablando con Claire, estamos con Paco Méndez, quien trabaja en la Unesco, y con Raúl muerto de risa, coño, chamo, qué pasó... Sigo fingiendo ignorarla. Sólo bailo con Claire. Pero cuando nos despedimos, ella quiere besarme en la boca. No sé por qué la esquivo. Porque  masoquista seré siempre. Siempre me han fascinado no las infieles, a quienes la culpabilidad roe, sino las mujeres liberadas de cuerpo y espíritu. Aquellas capaces de hacer espontáneamente don de sí a quien les plazca, con o sin tarjeta visa premier. El don de los cuerpos es lo único que importa para ciertos escritores, porque los cuerpos no son cuerpos: son frases.

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© 2004, Miguel Rodríguez Liñán
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Para citar este documento:
Rodríguez Liñán, Miguel: «Landru en el Pont des Arts - Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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