La persistencia de la memoria
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Margarita Saona |
ensaba que se había librado de todos los recuerdos, que se había despegado de todas las memorias, una por una, que el traslado a la nueva ciudad, con todo lo difícil que le resultaba, pondría un océano de olvido de por medio.
Decidió aceptar el nuevo trabajo a miles de kilómetros de distancia como la mejor cura para el amor perdido. Se dejó guiar por eso que su amigo Héctor llamaba filosofía barata de la universidad de la vida, y decidió creer que el tiempo cura todas las heridas, que la distancia es el olvido, que no hay mal que dure cien años, que sufre menos el que se va… Por eso, y por aligerar el equipaje, dejó todas las cartas, las fotos, los libros, que le recordaban a su amante. Dejó la cafetera que les preparaba el desayuno, las películas que miraban metidos en la cama en húmedas tardes de domingo, los discos con los que cantaban como locos a las tres de la mañana, la ropa todavía tibia de su olor. Y por supuesto, dejó también las playas por las que caminaban en atardeceres estivales, los parques en los que se besaban como adolescentes apasionados, las plazas con sus monumentos cagados por las palomas, los geranios, las moreras, los cafés al aire libre, los restaurantes chinos, los helados de lúcuma.
Y así llegó a la nueva ciudad, con dos maletas que parecían el arquetipo de la página en blanco. Nunca habían estado juntos en esa ciudad. Nunca habían estado en esa ciudad. Ninguno de los dos. Tenía los mejores augurios para emprender el olvido. Empezó a construir su nueva rutina, a dejarse llevar por las nuevas imágenes que veía cada mañana desde la ventanilla del tren que tomaba para ir al trabajo, a leer un diario diferente, a distinguir nuevos acentos, a comenzar nuevas cordialidades cotidianas con el tendero de la esquina y con la muchacha que vendía café en la estación. Aprendió una paciencia nueva en la cola del banco, se acostumbró a una disposición distinta de los productos en el supermercado y a sabores hasta entonces desconocidos. Y todo estaba bien. Había empezado su nueva vida.
El problema comenzó una mañana de invierno en plena estación. La bruma matinal velaba el tren que venía a lo lejos, que se anunciaba apenas con su rumor y con sus luces, y el recuerdo se le impuso de pronto, estaba ahí, ante sus ojos, más rápido que el tren. Era un recuerdo tierno, húmedo, como la niebla, pero tibio. Era el recuerdo de una madrugada en que avanzaban a ciegas entre la bruma. Nunca supo de donde salió, si lo había traído todo el tiempo en el bolsillo, si se le había escondido entre los dedos de los pies, en el plieguecito del ombligo o en el pelo. Le pareció extraño, pues llevaba ropa nueva y se duchaba meticulosamente todos los días, pero no cabía la menor duda: ese recuerdo se le había colado por alguna parte, en el forro de la maleta, entre las páginas del pasaporte, o en el rabillo del ojo, y ahora estaba ahí, derramando ternura y nostalgia. Reaccionó al desconcierto a tiempo para abordar el último vagón, pero no alcanzó a sacudirse el recuerdo, que ahora buscaba el calor de su cuello. Esta vez, al mirar por la ventanilla, los tejados y los altos árboles húmedos le trajeron a la memoria algún poema leído una noche después de hacer el amor. Al llegar al trabajo consiguió mantener a raya al recuerdo y cumplir medianamente bien con sus obligaciones y hasta pensó que se había deshecho de él. Por lo demás, nadie parecía notar que hubiera algo distinto en su apariencia, así que se convenció de que era sólo la sombra de un recuerdo, que en realidad no había recordado, que se trataba apenas de una fantasía surgida de la bruma y que, como ésta, se había evaporado rápidamente.
Sin embargo, en el supermercado, dos días después, se encontró en uno de los anaqueles con un paquete de sus dulces favoritos. Pensaba que no se conseguían fácilmente en el país y ahora estaban allí, en la esquina de su casa, y el recuerdo, más intenso y más tibio, le recorrió la espalda. Y poco a poco en la nueva rutina, en los viajes en tren, en los gestos de la gente, fueron apareciendo nuevas viejas memorias. La ciudad se fue poblando de recuerdos, y cada recuerdo venía poblado de otros tres o cuatro. Pero tal vez los peores eran los recuerdos futuros, todas las cosas nuevas que sabía que podrían haber compartido. Una tarde decidió ir al cine para distraerse y descubrió que la película estaba llena de citas de todas las películas que habían visto juntos. Fue a comprar libros y cada libro traía mil y una veces los libros que habían comentado alguna vez. Al pasar por una tienda de discos cometió el error de buscar en la sección destinada a la música foránea y encontró sin querer un disco de un grupo de rock cuyas canciones alguna vez habían intentado descifrar sin éxito. Se abrió un nuevo restaurante en su ruta hacia el trabajo y desde el tren veía todos los días un gran letrero luminoso que anunciaba el nombre del amor perdido. Para entonces cada uno de los objetos, de las calles, de las gentes de la nueva ciudad le traían una imagen suya. Le maravillaba pensar lo que podía hacer la memoria, traer su presencia a un lugar en el que jamás había estado, pero al mismo tiempo los pasos se le iban haciendo más lentos, la mirada más triste, y descubrió que llevaba un constante dolor en el costado, porque se dio cuenta repentinamente de que la nostalgia era mucho más dura, mucho más intensa, mucho más mortal, cuando hablaba con un acento extranjero.
© Margarita Saona, [email protected]
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