Pruebas

Cuento

[Ciberayllu]

Margarita Saona

 

 

Cuando le abrí la puerta sonrió aliviado. Pensé que eras una loca de los pájaros, me dijo. Yo lo miré confundida, así que se explicó: al salir del ascensor el barullo que armaban los canarios de mi vecina le hizo pensar que mi pequeño estudio sería un aviario, que yo era tal vez una de esas excéntricas que compensan carencias diversas adoptando mascotas.

—Mascotas no tengo, le dije, pero sí historias complicadas.

Lo había invitado a tomar café. Nada más. Algún cruce de miradas, una frase precisa en el momento adecuado me había hecho pensar que sí, que tal vez, quién sabe, podíamos ser amigos, tomar un café juntos, charlar un rato. El café nos duró cinco horas y empezamos a buscarnos y a encontrarnos más de lo que ninguno de los dos había planeado.  Todo era tan perfecto que no podía ser, así que cuando aparecieron los zancudos pensé que ése sería el comienzo del final.

Cuando me llamó esa noche a preguntarme si podía ir a verme, se lo dije:

—Estoy infestada de zancudos. Te lo juro, parece una de las plagas de Egipto, no creo que te apetezca vernir.

Él sugirió insecticidas, yo le dije que prefería los zancudos al olor del insecticida. Conseguí una loción repelente suave, nos embadurnamos los dos y sobrevivimos la primera noche. El se reía al verme avanzar entre las nubes de mosquitos, pero a mí no me causaba ninguna gracia.

—Una ranita —le dije.

—¿Cómo?

—Una ranita, para que se coma a los zancudos.

Él pensó que estaba bromeando, pero la siguiente noche se sobresaltó cuando al anochecer mi ranita empezó a darnos una serenata. Los zancudos desaparecieron, pero la ranita no me dejaba dormir con su croar. Hubiera sido fácil llevársela entonces, pero me temía que volvieran los zancudos.

—¿Te molesta? —le pregunté.

—No —me dijo—, yo duermo igual sin problemas.

No tengo idea de dónde se criaron los renacuajos, pero el día menos pensado teníamos ranitas por todas partes: en la cocina, en el baño, en los cajones de la ropa interior. No molestaban demasiado, hasta que en un descuido pisábamos a una y la despanzurrábamos. Para entonces, él se había ido mudando de a pocos a mi casa. Nos gustaba estar juntos y tratábamos de encontrarle más momentos al día sólo para vernos, y casi sin darnos cuenta habíamos entrado en una especie de felicidad cotidiana. Pero estaban las ranitas. Yo pensé que se hartaría de ellas. Los ruidos y los sobresaltos pasaban, pero tener que limpiar los restos de las ranitas aplastadas ya era demasiado. Yo ya no soportaba la situación y se me ocurrió una idea, pero no sabía cómo se lo tomaría él.

Estaba leyendo en el sofá cuando entré y como siempre su rostro se iluminó al verme, pero luego descubrió a mi mascota. El cocodrilo es manso, pero tengo que admitir que la boca y los dientes impresionan un poco. Él simplemente levantó las cejas. Las ranitas han desaparecido. Él parece estar contento conmigo y con mi cocodrilo. Se le han agudizado los reflejos y siempre alcanza a apartar los jarrones cuando el cocodrilo da uno de sus coletazos. Pero, no sé, porque... ¿y si luego el bicho empieza a cambiar de piel?


Comentario privado a la autor: © Margarita Saona, [email protected]
Comente en la plaza de Ciberayllu.
Ciberayllu

Más literatura en Ciberayllu

226/001118