23 diciembre 2004 |
Miedos |
Margarita Saona |
Se rehusaba a pensar en la gente torturada y humillada. Se rehusaba a pensar en niños consumidos por el hambre. Se rehusaba a pensar en jóvenes volando en mil pedazos o destrozados por las drogas o por el arma de algún otro muchachito sin futuro. Pero de pronto un día descubrió que le tenía miedo a las ardillas. Le aterrorizaba la idea de que le cayera encima una ardilla. No, no del cielo, claro. De un árbol. Una ardilla que calculara mal la distancia del salto y le cayera encima y la mordiera y la infectara con rabia —la rabia, imperio asesino de niños— y la matara de rabia.
Se compró un condominio con una vista hermosa, con un centro comercial y un gimnasio incorporados, con un garaje desde el cual manejaba su auto cada día hasta el garaje de la compañía. Y nunca más volvió a caminar bajo un árbol.
Cáncer. Basta una palabra y por un instante todas las otras se borran, las que la antecedieron, las que la siguen. No importa si fueron «hay un cierto riesgo de...», o «podría ser que...», todos los atenuantes desaparecen. Su mente, absurdamente, trae una frase que leyó de niña en el Selecciones del Reader'sDigest: «El asesino silencioso». Ningún dolor, ningún malestar, pero de pronto el signo —el que haya sido: el bulto en el pecho, la mancha en la piel, las células extrañas en el cuello del útero— evoca todos los demás signos. Entonces todo se hace amenaza: el humo de los cigarros ajenos, las radiaciones de los detectores de metales y de los teléfonos celulares, el café, el alcohol, el sexo, la playa, el sol, yo, tú, él, el átomo, el universo.
Se lo dijo la Marta con el ímpetu del alcohol. Todo lo que ella había dicho era que se iba, que le daba miedo volver tan tarde por su cuenta. Y la Marta se le echó encima. Le dijo que estaba harta de oírla hablar de sus miedos, que se oyera a sí misma, que por lo menos veinte veces al día ... «me da miedo perderme», «me da miedo manejar un auto ajeno», «me da miedo ofender a mis amigos», «me da miedo hacer el ridículo»... que se dejara de cojudeces... Parpadeó rápidamente para disimular el efecto del golpe y se quedó un rato más en la fiesta. Pero pensó que la Marta tenía razón. A partir de ese momento se sorprendió a sí misma controlando el impulso de decir «me da miedo...» y decidió abandonar sus miedos, todos sus miedos uno por uno: los miedos a los accidentes, a las alergias, a las alimañas, a las arañas, los miedos a los bandidos y a los borrachos, a las casas abandonadas y a las cuevas de ladrones, a los dardos envenenados, a las drogas duras, a las erupciones, a las eruptivas y a las estampidas, a los fanáticos de todo tipo, a los fracasos, a los francotiradores, a los gastos impulsivos, a las guerrillas, a los gorilas... a la violación, a la xenofobia, a los yugos y los zambombazos, y así desnudó el abecedario de sus miedos hasta sentir que andaba ligero, que sus pasos habían recuperado el ritmo de su propio corazón. Sólo entonces se le ocurrió viajar en coche a visitar a unos amigos en el campo y con las ventanas bajas se dejaba acariciar por el sol, la brisa y la música de la radio. Ni se le ocurrió pensar en los problemas de señalización. Lo último que vio fue el tren avanzando a toda máquina.
© 2004, Margarita Saona
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Saona, Margarita: «Miedos. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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