26 enero 2004

Una imagen de dos cuerpos

Cuento

[Ciberayllu]

Margarita Saona

Para María Trouillhet,
que anda indagando en los espejos. 

Se había reconocido en esa imagen de dos cuerpos. Durante veinte años se había reconocido en esa imagen doble en la pared de su sala y hoy otra vez se encontraba frente a ella, absorta. ¿Cómo puede una reconocerse en dos? ¿Cómo puede una ser esa imagen de dos cuerpos? La imagen era casi de postal, casi trillada. Una mujer y una niña tomadas de la mano, mirando el mar. Marina lo reconoció al dársela: «Ya sé que es un poco Hallmark, pero pensé que te gustaría».

Ese año a todas sus amigas se les había dado por la fotografía. A ella no. Y, sin embargo, a veces, cuando caminaba con Marina por la ciudad, le señalaba alguna cosa, algún rincón, cuya imagen en ese momento hubiera querido capturar. «Mira, esa hoja», «Mira, esas ramas cubiertas de hielo: parecen de cristal», «Mira, esa mujer diminuta comprando mangos más grandes que su cabeza». Pero, cuando Marina le dio esa foto, sintió «ésa soy yo» y la sensación era extraña, porque no había una «ésa» sino dos. Y la mujer de la foto ni siquiera se le parecía. Tenía el pelo corto y rizado. Era, tal vez, algo más gruesa. La niña tenía el trasero al aire. Adriana casi podía imaginar su rostro, la manito llevando la camiseta hasta su boca, sujetándola así, lejos del agua, el pelo corto y rizado como el de la mujer enmarcando sus mejillas, unos labios regordetes, unos ojos redondos y oscuros. Mujer y niña con la mirada imantada por la inmensidad del mar. Pensó en Narciso mirándose en el estanque y en ella misma mirándose en dos. La gata se frotó contra las piernas de Adriana rompiendo el hechizo de la foto.

Se levantó a prepararse una manzanilla y con la taza en la mano se asomó al cuarto de Leticia. Recordaba los años en los que le llevaba una taza de manzanilla a la mesa de noche para ahuyentar las pesadillas. A los monstruos no les gusta el olor de la manzanilla, le decía. Se coló por la puerta entreabierta y se sentó en la silla del escritorio, haciendo a un lado la mochila y las botas en el suelo. Veinte años habían pasado desde que posó sus ojos en la foto por primera vez, su mirada imantada por la imagen de dos cuerpos, como las de ellas por el mar, y ahora su mirada estaba colgada de Leticia, su niña de dieciocho años, que dormía. La luz de la calle que se colaba entre las persianas le dejaba ver el contraste entre su piel tan pálida, sus pestañas oscuras, sus labios rojos. Sus dientes mordían su labio inferior en un gesto infantil que persistía en sueños. Adriana no podía evitar pensar que era hermosa.

Cuando confirmó que estaba embarazada, salió a la calle con la sensación de que lo traía escrito en el rostro, en la sonrisa de felicidad, felicidad absurda, felicidad inmoral, pensaba, y le producía casi culpa, mira que traer una niña a este mundo, y, sin embargo, no se le borraba la sonrisa. Soportó las náuseas estoicamente y en pocos meses por primera vez la vio: la ecografía le reveló a ese ser que llevaba dentro. Y sí, era una niña y se llamaría Leticia. Boca arriba en la camilla y un instrumento recorría su vientre cubierto de gel para revelarle la más perfecta columna vertebral como un diminuto collar de perlas, los deditos en la boca, el sexo de ese otro ser que también era ella, que vivía en ella y que se alimentaba de ella, que se agitaba dentro de ella cuando se alegraba o se entristecía.

Una noche soñó que su vientre se abría como un bolsillo. Con sus dedos lo podía entreabrir y los diminutos dedos de Leticia se enroscaban  alrededor de su índice, y el mundo estaba en paz. En la vigilia le emocionaba sentir a ese ser moverse como una ola dentro suyo, le gustaba ver la geografía de su cuerpo transformarse en pequeños cataclismos, pero también ansiaba verla, tocarla, abrazarla, ser con ella una mujer y una niña mirando el mar.

Tocarla por primera vez fue una experiencia menos apacible que la del sueño: casi veinticuatro horas de trabajo de parto, dolor, tubos, agujas, finalmente cuando pensaba que no podía más, un empujón, un doble temblor que liberó primero la cabeza y luego el resto del cuerpo y la doctora puso en sus brazos una criatura cubierta de grasa, que lloraba con los ojos muy abiertos y agitaba unas manos de dedos largos y azules. Adriana no podía parar de llorar de la emoción de tenerla, del temor de perderla. Y ahora estaban ahí la mochila y las botas y Leticia durmiendo, mordiéndose los labios, con dieciocho años demasiado largos y demasiado breves...

Adriana recordaba las noches en vela. Y la leche. El olor de leche inundándolo todo, el olor a leche en el cerebro; y la fascinación de ver su cuerpo producir comida, cientos de chorritos de leche disparados en todas direcciones como estrellas en el cielo. Adriana pensaba en su maternidad de vía láctea mientras la imagen del resto de su vida se difuminaba bajo el olor de la leche. Pero mientras amamantaba, Leticia sostenía su mirada con una mirada de metal líquido, y en el puente de esa mirada Adriana se sentía en armonía con el universo.

Había otros días. Había días de llantos y rabias que Adriana era incapaz de calmar. Había mañanas, muchas mañanas en que Adriana se levantaba con el cuerpo adolorido de la falta de sueño y se preguntaba si de la noche a la mañana le había llegado la vejez. Y luego Leticia aprendió a dormir por su cuenta y aprendió las palabras y la risa.

Y hubo instantes mirando el mar, pero fueron los menos. Hubo raspones en la rodilla y clases de flauta y de ballet y horas y horas de tareas, y frustraciones y decepciones y «tú no me comprendes» y «a ti no te importa lo que siento». Y hubo Leticia, Leticia, Leticia, que no era Adriana y no pensaba como Adriana y no se conmovía con esa imagen de dos cuerpos contemplando el mar. Hubo Leticia mordiéndose los labios como una niña pequeña y las botas y la mochila listas para partir a esa guerra infame al otro lado del mundo, Leticia sin miedo, Leticia sin reparos ni pudor, dormida mordiéndose los labios, lista para tomar un arma y obedecer órdenes en nombre de un país que Adriana jamás llegaría a entender, en nombre de principios que a Adriana le parecían finales, Leticia en una cama que de mañana en adelante estaría vacía, Leticia cuyos dedos se podían enroscar en un gatillo y no en su índice, Leticia cuyo cuerpo podía volar en pedazos por unos odios que nada tendrían que ver con sus pestañas ni sus labios, Leticia durmiendo hermosa, como una niña pequeña que regresa del mar. Adriana dejó su taza de manzanilla sobre el velador de Leticia y hubiera querido que de verdad fuera capaz de espantar a los monstruos. Fue a la sala y descolgó la fotografía. Pensó que luego le buscaría otro lugar.

Sin desvestirse, se acostó sobre el cubrecama azul. La gata saltó a la cama y se acurrucó a su lado. Adriana la acarició, sintió la suavidad de su pelaje, el calor de su cuerpo, el ritmo de su respiración. La gata ronroneo ante sus caricias y Adriana se preguntó hasta qué punto ese ronroneo era una respuesta. Se preguntó si en ese instante una cámara sería capaz de inventar una imagen de dos cuerpos. Cerró los ojos. Intentó dormir.

* * *


© 2004, Margarita Saona
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Para citar este documento:
Saona, Margarita: «Una imagen de dos cuerpos. Cuento», en Ciberayllu [en línea]

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