DesequilibriosCuento |
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Margarita SaonaIlustraciones: Roni Heredia y Pilar Saona |
Estamos al borde de la cornisa
casi a punto de caer
Gustavo Cerati
Para qué sino para que me veas bailando desprendido
Mirko Lauer
ace cientos de años que habitamos rascacielos. Somos tantos y estamos tan ocupados tanto tiempo, que sería un peligro andar desperdigados por la ciudad. Eso lo entiendo. Pero cuando llega la primavera muchos nos sublevamos un poquito, agarramos las bicicletas, y nos vamos en busca de las pocas mariposas que quedan. En eso andaba yo, a la busca de mariposas, cuando lo vi por primera vez. Levanté la mirada siguiendo el vuelo de una mariposa azul particularmente linda y lo vi. Miraba hacia abajo, serenamente, los pies uno delante del otro, los brazos relajados al lado del cuerpo y no extendidos en la típica posición de los equilibristas. El sol del atardecer agrandado por el reflejo de los rascacielos iluminaba su pelo dándole un brillo anaranjado que me deslumbró. Perdí de vista a la mariposa azul.
¿Qué haces? le grité intrigada.
¿Qué haces tú? me contestó. A mí me pareció que era él quien tenía que dar explicaciones, allí, suspendido entre dos rascacielos, sobre una cuerda floja que desde abajo parecía un piolín. Pero mis reacciones son muy lentas y siempre pierdo las discusiones, así que le respondí:
Estaba persiguiendo una mariposa azul cuando te vi. ¿Qué estás haciendo allá arriba?
¿Para qué estabas persiguiendo a la mariposa? preguntó él.
No sé... Pero yo te pregunté primero. ¿Qué estás haciendo allá arriba?
¿Por qué lo preguntas? dijo por toda respuesta.
Me empezaba a irritar ese juego:
¿Nunca contestas las preguntas?
Entonces él sonrió y dijo «A veces» y sin ningún aviso dio una voltereta en el aire para caer otra vez sobre la cuerda que oscilaba peligrosamente. Y mi corazón, qué tal imbécil mi corazón, dio la misma voltereta dejándome sin aliento. Me miró seriamente. A esa distancia era difícil asegurarlo, pero también él parecía haber perdido el aliento y estar, sin embargo, complacido. Me quedé sin saber qué hacer, sosteniendo su mirada. Tenía un millón de preguntas para hacerle, pero presentía que no me iba a contestar ninguna, así que me las metí al bolsillo, y me incorporé en la bicicleta dispuesta a partir.
Nos vemos mañana me dijo, y yo me alejé pedaleando con el vértigo del atardecer, con los ojos deslumbrados por reflejos naranjas y azules que me confundían.
Cuando me acosté esa noche, en mi habitación del piso dieciséis no añoraba playas ni jardines. Sentía tan sólo que mi cama se arrullaba en el vaivén de la cuerda floja.
Al día siguiente, en la oficina, me encontraba cada cinco minutos mirando por la ventana, imaginando cuerdas tendidas de rascacielos en rascacielos, preguntándome si él seguiría allí, suspendido en sus piruetas. Dieron las cinco, pero una estúpida reunión me retuvo un rato más, y cuando por fin pude salir a dar vueltas en mi bicicleta agradecí los largos días de la estación que empezaba. Todavía quedaban varias horas de sol y, sin embargo, me di cuenta de que ni siquiera estaba fijándome en las mariposas. Me detuve cuando llegué a su calle. Miré hacia arriba y lo vi. Estaba sentado, con una computadora portátil en las rodillas, muy concentrado. Me quedé mirándolo. Por un momento tuve miedo de congregar a una multitud con mi mirada, por esa costumbre urbana de quedarse mirando lo que miran los demás. En efecto, los transeúntes se extrañaban de verme con la bicicleta, junto al cordón de la vereda, mirando hacia el cielo, y seguían la dirección de mi mirada, pero inmediatamente se encogían de hombros y seguían su camino, como si no hubiera nada de extraordinario en ver a un sujeto sentado en una cuerda entre dos edificios. Por fin me animé a hablarle:
Oye, ¿cómo te llamas?
Ah, hola. ¿Me esperas un segundo? Cerró la computadora y la deslizó por la cuerda. No la vi desaparecer por la ventana. En realidad me resultaba difícil, desde el suelo, ver dónde se iniciaba la cuerda y dónde acababa. Podía ser el piso veinte, el doce, el quince, el seis. No se perdía en la estratosfera, pero estaba a considerable distancia del suelo y de mí. Se acomodó sobre la cuerda y volvió a mirarme, sentado, meciéndose, impulsándose ligeramente con las piernas. Ya.
¿Cómo te llamas?
¿Cómo quieres que me llame?
No quiero que te llames de ninguna manera en particular. Quiero saber tu nombre.
Basta con que me digas equilibrista un rápido giro, salto mortal, mortal salto de mi corazón, y otra vez frente a mí, allá arriba.
¿Por qué haces eso? le pregunté.
¿Por qué has venido? me respondió.
No lo sé. Otra vez me sentía compelida a contestar sus preguntas, aunque él no hubiera contestado las mías. Para verte, para hablarte. Estuve todo el día pensando en tu imagen allá contra el cielo del atardecer. No podía concentrarme en el trabajo.
¿En qué trabajas?
Le conté que soy diseñadora gráfica en una compañía publicitaria. Le conté que había pensado que si uno tenía que venderse al sistema, por lo menos podía ser haciendo algo que requiriera algo de creatividad, sólo para descubrir en un tiempo bastante corto que la creatividad no sólo no era muy valorada, sino que hasta era considerada subversiva. Bastaban las dos ideas del cliente recicladas en permutaciones infinitas. Le hablé del tedio del trabajo, de mis mudanzas de rascacielos en rascacielos buscando uno que estuviera más cerca al mar, de mis nostalgias, de mis temores, de la vez que me enamoré de un muchachito de cabello largo. Cuando me di cuenta no quedaba ya ni un rastro naranja en el cielo y el perfil del equilibrista se recortaba apenas contra un fondo añil.
Tenemos que irnos me dijo.
¿Para dónde vas? le pregunté.Puedo llevarte en mi bicicleta.
No me dijo. Hay que preservar los parámetros.
No sabía bien de qué me estaba hablando, y me entró una tristeza inexplicable, pero eso de los parámetros me parecía algo de vida o muerte, sobre todo dicho así, a tantos metros sobre el piso, así que agarré mi bicicleta y me fui pedaleando al ritmo de mi corazón.
Empecé a ir todas las tardes. Esperaba ansiosamente salir del trabajo para agarrar mi bicicleta y llegar a su calle y sentarme allí en la vereda a charlar y a verlo desplazarse contra el cielo del atardecer. Le contaba historias banales, a veces lo hacía sonreír. A veces él se inclinaba demasiado, como atraído por mí o por el abismo, y un escalofrío me recorría entera. Le hablaba de mis amigos y de sus historias. En cambio a mis amigos no les hablaba de mi equilibrista. Hubieran creído que estaba loca si les decía que era allí adonde iba todas las tardes. Sólo lo mencionaba cuando era inevitable: «No, no puedo ir al cine a esa hora. Tengo una cita con mi equilibrista». Entonces mis amigos sonreían condescendientes. Una más de mis manías.
Un día le llevé un regalo. Tenía un globo de gas lindo, de un rojo brillante. Saqué un plumón negro y escribí una frase. Lo solté justo debajo de él, de modo que lo pudiera agarrar al vuelo, pero casi pierde el equilibrio al hacerlo. Yo estaba temblando y él también, aunque sus pies estuvieran firmes sobre la cuerda y sus manos tuvieran al globo ya quieto frente a sí. «Sobre el oscuro abismo en que te meces» leyó.
Es una canción le dije.
Es lindo dijo él conmovido.
Le hablé de mis canciones favoritas y él me habló de las suyas. Discutimos acuerdos y discrepancias. Nos reímos un poco. Me sentía contenta y era uno de esos días largos de verano.
Equilibrista...
¿Qué?
¿Nunca bajas de allí?
Tengo mucho trabajo. Cuarenta piruetas distintas a mi cargo.
Pero supongo que bajarás a veces, ¿no?
Nunca me dijo terminante, pero después dudó excepto...
¿Excepto qué? le pregunté ansiosa.
Hubo un día muy lindo el año pasado. Era casi invierno, pero el día era hermoso. Y de pronto dio uno de esos saltos que me hacían estremecer y luego corrió sobre la cuerda, una finta, un pase, yo casi podía ver la pelota impulsada por sus pies. Hacía tanto calor que estuve jugando fútbol sin remera.
Sonreí:
Me gustaría jugar al fútbol contigo.
Es tarde me dijo, otra vez firme sobre sus pies. Me sentí absurdamente dolida y después de hacerle un vago gesto de despedida me fui en mi bicicleta.
Al día siguiente le conté de mis sueños. Le conté que había soñado muchas veces con él y que en mis sueños aparecía siempre de perfil, pero que la noche anterior su rostro estaba frente al mío y yo había deslizado mis dedos por su pelo, por sus labios. Le conté que todavía sentía el calor del contacto en mi piel. El se quedó quietísimo allá arriba. Pasó apenas una fracción de segundo antes de que reaccionara, con una voz como de quien está con los pies bien puestos en el suelo:
¿Y tú qué piensas de ese sueño?
Yo me molesté:
¿Qué quieres que piense? Quiero tocarte. ¿Por qué no bajas un rato?
No puedo. Éste es mi trabajo.
Nos quedamos en silencio hasta que oscureció. Después me alejé sin despedirme.
Cuando volví la tarde siguiente el cielo estaba hermoso, azul, con unas nubes gordas, blancas, perfectamente recortadas. Corría una brisa que me despeinaba en la bicicleta y me sentía bien. El viento hacía oscilar a mi equilibrista arriba en su cuerda.
¿Has visto esa nube? le pregunté. Parece un elefante.
Él miró hacia el cielo y asintió:
Tienes razón, parece un elefante. ¿Te gustan los elefantes?
Me encantan contesté.
Él se dio un par de volteretas y con un gesto de la mano me dijo «Toma». A mis pies aterrizó un elefantito de papel con un paracaídas minúsculo. Una ola de felicidad, de calor, me llenó toda.
Así que además de equilibrista eres mago le dije y él soltó una carcajada.
Casi nunca hablaba de sí mismo, pero de vez en cuando me recomendaba una película o algún grupo de rock. Una vez me dijo que vivía en mi barrio. Eso bastó para terminar de encender mi fantasía. Yo me preguntaba constantemente si me lo encontraría al doblar una esquina, si me tropezaría con él en el supermercado, si habría pasado a mi lado alguna vez sin que yo me percatara de ello. Me preguntaba si reconocería a mi equilibrista si lo viera al ras del suelo. Me lo imaginaba saltando ventana adentro, recogiendo su cuerda, enrollándola como una manguera, metiéndola en su mochila junto con la computadora, poniéndose una casaca, tomando el ascensor. Allí se detenía la fantasía, porque no podía imaginarlo sin toda esa distancia de por medio. En el trabajo andaba distraída. Durante las reuniones con los creativos me ponía a dibujar mil acrobacias para mi equilibrista: equilibristas en cielos despejados y con nubes, equilibristas en días de verano, equilibristas en medio de tormentas, equilibristas de pie, de cabeza o en medio de un triple salto mortal.
Empecé a llevarle regalitos, algún disco, algún poema, chocolates en forma de globos aerostáticos. Para hacérselos llegar inventé sistemas de poleas, de palomas mensajeras, usé cometas y también globos de gas. Le lanzaba piolines que cambiaban de color con la luz del sol. A veces él los ataba a su cuerda y jugaba a deslizarse por ellos hacia abajo, pero cuando estaba a mitad de camino entre el cielo y el suelo recurría a alguno de sus volantines y en una fracción de segundo ya estaba otra vez arriba, meciéndose sobre el abismo, pero firmemente parado sobre su cuerda. Un día no pude más y se lo dije:
Quiero que bajes.
Sabes que no puedo me respondió casi con dureza.
¿Por qué? No entiendo por qué. Baja, aunque sea un ratito.
Dejaría de ser equilibrista.
No tiene que ser mucho rato, quiero mirarte a los ojos.
Ya te dije. Yo soy equilibrista.
¿Y? ¿Acaso sería tan grave dejar de serlo por un rato? Hay más cosas que hacer en el mundo que andar columpiándose entre dos edificios. A mí, por lo pronto, se me ocurren varias.
Otra vez la distancia me hacía dudar de mis sentidos, pero hubiera jurado que estaba conmovido.
No voy a bajar me dijo, soy equilibrista.
Me invadió la tristeza y la frustración y la rabia. Estuve un rato sentada junto a mi bicicleta, mirándome los pies. A lo lejos oía su voz, mezclada con el ulular del viento:
Sabes que esto no habría pasado si yo no fuera equilibrista. Tú no habrías detenido tu bicicleta si no me hubieras visto así, suspendido en el aire. No me habrías contado las cosas que me contaste, yo no te habría dicho las que te dije. Yo lo sentía casi como si no estuviera hablando para mí. Cuando levanté la mirada lo vi sentado en su cuerda, columpiándose con el viento. De pronto un rayo de sol lo tiñó todo de un naranja hermoso. Sonreí.
¿Hace frío allá arriba? le pregunté.
El sonrió y dijo que no, bajito, negando con la cabeza.
Entonces yo voy a subir anuncié. Sólo déjame prepararme unos días.
Agarré mi bicicleta y me fui pedaleando a toda velocidad.
Soy algo torpe, tengo los pies demasiado grandes y me ando tropezando con todos los muros que se me ponen delante. No nací para equilibrista. Sin embargo, tal vez, con la debida preparación... Me compré unas zapatillas especiales. Planeé con cuidado el atuendo y el peinado: nada que fuera a salir volando, nada que se me enredara entre las piernas, nada que me ocultara la visión. Tres días practiqué en muros y veredas, en cuerdas atadas de la cama al comedor, en el respaldar de mi sofá favorito, en el borde de mi mesa de dibujo. Tres días dejé de ver a mi equilibrista, consumida por el entusiasmo y la ansiedad. Ese día tuve que controlarme para no salir disparada en la bicicleta a una velocidad desmedida. Trataba de no acelerarme demasiado y de atemperar el ritmo de mi propio desbocado corazón. Pero cuando llegué a su calle y miré hacia arriba no había más que cielo y edificios, muchos edificios y poco cielo, y ningún equilibrista, ninguna cuerda, ni siquiera una nube en forma de elefante. Mi corazón estalló con un estruendo insoportable, como el mar entre las rocas, en una danza incomprensible. Traté de tranquilizarme. Les pregunté a los transeúntes, a los porteros de los edificios de los que yo creía que estaba colgada la cuerda, a los de los edificios adyacentes, de adelante, de atrás, de todos los alrededores . Les pregunté hasta a los gatos. Nadie sabía de qué estaba hablando y la mayoría reaccionaba como si yo estuviera completamente loca y esquivaban mi mirada o me hacían un gesto compasivo. El sol de la tarde empezaba a ocultarse. Me dejé caer sentada en la vereda junto a mi bicicleta. Una mariposa azul se me posó en el pecho, seguramente atraída por el blanco de la camisa que había elegido para la ocasión. Hice un gesto leve para espantarla. Dejé mi bicicleta en la vereda y me metí al rascacielos más cercano.
© Texto: Margarita Saona, [email protected]
© Ilustraciones: Roni Heredia y Pilar Saona, [email protected]
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