AcuarioMargarita SaonaCuento |
A Ricardo Hornos
Tenía que haber una pecera justo ahí, en esa sala de espera inmaculada que visitaría dos veces cada semana durante los minutos previos a la sesión. La afición de su padre por los peces, la fascinación que le provocaban los movimientos aéreos de esas criaturas de colores, esa historia leída tiempo atrás de que los peces nunca tocan el vidrio, acostumbrados a ese espacio circunscrito. Y aunque este acuario fuera bastante lindo, ella sabía que en el fondo eran lugares abominables, que el agua quieta se iba poniendo turbia, que si uno se descuidaba el oxígeno se iba haciendo escaso o la ración de comida excedía lo que los animalitos podían consumir, sabía que introducir un ejemplar de la especie equivocada podía ser fatal, y que los peces... Y había tantas cosas de las que quería hablar, la adaptación al nuevo trabajo, la ciudad, la familia... ¿A quién se le habría ocurrido poner a esos peces justo ahí?
Sabía que pasaría interminables minutos en esa sala. Siempre llegaba temprano a todas partes debido a ese temor de llegar demasiado tarde, aunque no, ni siquiera podía calificarse de temor, era más bien como una ligera aprehensión, como si en un lugar de su cuerpo una pequeña fibra, sólo una, se tensara de pronto. Cinco, dos, siete minutos, siempre ligeramente temprano, y durante cinco, dos, siete minutos, dos veces por semana su mirada quedaría prendida del acuario, de su forma peculiar de reflejar la luz, de las lentas figuras que los peces formaban en su movimiento, toda su concentración cautivada por ese sonido burbujeante. Sabía que a pesar de la enorme ventana que se abría a los rascacielos, a la vida agitada del centro de la ciudad, sus ojos se quedarían ahí, cautivados por la danza silenciosa de los peces de colores. La puerta del consultorio se abrió. La psicoanalista la invitaba a pasar con su sonrisa en el punto exacto de la amabilidad, con un suave acento doblemente extranjero.
Una pezzz...por primera vez reparaba en esa deficiencia del lenguaje, la falta de una marca de género femenino para la palabra pez: ese artículo quedaba raro, ajeno, hubiera tenido que recurrir a esa otra expresión, pez hembra, un pez hembra, sin siquiera el femenino en el artículo...una pez, insistió, empujaba el vidrio con la boca... Alguna vez había sabido sus nombres, había aprendido a distinguir sus especies, se había familiarizado con sus rituales. Tendría once, doce, trece años cuando su padre llenó la casa de peceras. Su madre decía que los peces traían mala suerte. Pero ella los miraba fascinada y luego los buscaba por los libros, las enciclopedias, los documentales. Así supo que en tal especie eran los machos quienes construían el nido haciendo burbujas gelatinosas para albergar a sus crías, y un día ante una pecera redonda junto al espejo del baño vio a una pez era ahora, veinte años más tarde, que usaba la expresión vio a una pez parir pececitos vivos, diminutos, desmintiendo esas verdades aprendidas en el colegio, mamiferos vivíparos/peces ovíparos. La maravilla se torno en horror cuando vio que al nadar en círculos la pez devoraba a esas criaturitas minúsculas que acababan de salir de su cuerpo. Hoy no recordaba los nombres. Eran sólo peces, peces rayados, peces moteados, peces azules, rojos, negros o amarillos, peces con cola de velo de novia, peces con ojos estereoscópicos, peces de colores, peces, y una pez se acercaba al vidrio con insistencia. Tal vez era nueva allí, tal vez todavía no conocía los límites, por eso volvía, se acercaba, se cercioraba de que no se podía ir más allá. O no, no era nueva ni nada, simplemente no se resignaba a quedarse allí, nadando una vez más las mismas aguas. La puerta del consultorio se abrió: desde donde estaba podía verse el diván, aguardando. Miró una última vez la pecera antes de entrar.
Quisiera ser un pez decía la canción que alguna vez había bailado con su marido. Acababan de casarse. Preferían bailar sueltos: él decía que ella no se dejaba llevar, ella sonreía y contestaba que era él quien no sabía llevarla. La verdad era que a él se le daba más el underground y ella en cambio prefería bailar salsa, ritmos tropicales con cadencias oceánicas. Y, sin embargo, brevemente, conseguían un ritmo común, cierta armonía, como la armonía de los peces que ahora bailaban su danza silenciosa ante ella. Y ese pececito dorado, redondito, abriendo y cerrando la boca rítmicamente, le trajo la imagen de la pequeña Luna, quisiera ser un pez, no, la pequeña Luna nunca había escuchado esa canción, la brevedad de sus días no le había dado tiempo aún, hay muchas cosas por ahí para escucharlas todas cuando se tiene apenas siete meses en el mundo, pero ese pececito, tan redondo, le hacía pensar en la pequeña Luna, con los cachetes inflados y los ojitos entreabiertos, moviendo la boca en trompita rítmicamente sobre su pecho, la pequeña Luna que había dejado de ser un pececito nadando silenciosamente en su vientre y ahora experimentaba con nuevos sonidos y nuevos ritmos, la pequeña Luna ahora para siempre otra. Quisiera ser un pez para mojar mi nariz en tu pecera...¿qué pecera? ¿Quién quería vivir en una pecera, fuera de quien fuera? Allí estaba otra vez ella, esa pez color naranja, tocando el vidrio. Un cardumen en miniatura de peces de neón la distrajo con sus luces. Los seguía con la mirada cuando la puerta del consultorio se abrió.
Era hermoso el acuario. El tiempo se disolvía en esos incontables minutos en que dejaba que su mirada vagara entre las rocas y plantas del fondo, del lado de ese pez azul o dándole vueltas a esa otra pececita de color indefinible. La puerta seguía cerrada. Miró al rededor antes de cambiar el cassette en su walkman. Sacó aquella música familiar que le hacía de fondo a sus largos viajes en tren y la sustituyó por esa otra cinta: la risa de Luna, sus carcajadas ronquitas, sus balbuceos y gorgoritos. No, ya no la sentía navegar dentro, pero ahora tenía su voz. Cuando su marido preguntó para qué la grababa mintió, sin saber por qué, que lo hacía para enviárselo a la abuela, allá, al otro lado del mar, para que la oyeran familiares y amigos en otras costas... Ni siquiera estaba segura de que fuera del todo mentira, pero sí, lo que quería era oírla ella, ahora, fuera cuando fuera ese ahora... Si quieres saber de mi vida/ vete a mirar al mar. La vocecita de Luna se impuso sobre las burbujas de la pecera con sus burbujas propias mientras los peces seguían en su danza silenciosa. Y allí estaba otra vez ella, naranja, otra vez contra el vidrio. Qué terca, pensó. Y también pensó que entonces no era verdad, no era verdad eso de que los peces se acostumbran a nadar siempre dentro de los límites prescritos, que van haciendo del acuario su universo entero. La puerta se abrió. La psicoanalista la esperaba. Apagó el walkman sintiéndose ligeramente descubierta.
Hoy el agüita salada/ no es de la mar/ es de tanto querer/ es de tanto llorar/ La melancolía del invierno por fin había dado con ella. De pie junto al acuario se dejaba llevar por el ir y venir de los pececitos iridiscentes. Tal vez después de todo no estuviera tan mal nadar y nadar entre plantas familiares, en aguas siempre temperadas, siempre iguales. Miró su reloj. Se le hacían largos los minutos que faltaban para que la puerta se abriera. Buscó la voz de Luna en el walkman, Luna nueva, Luna creciente, Luna llena, Lunalú, luna llena de risa la hizo sonreir. Me das el mar con tu mirar. Fue entonces cuando la descubrió otra vez, una pececita naranja embistiendo contra la pared de la pecera. Muy despacio acercó el dedo índice al vidrio, sintió la superficie fría mientras una carcajada particularmente entusiasta la llenaba de ternura. Le pareció que el cristal se curvaba levemente hacia afuera. Del otro lado la pez tocaba el vidrio donde su dedo lo tocaba. Sintió la puerta abrirse. Apagó el walkman y desprendió el dedo de la pecera.
Ese día se le hizo tarde. Distraída, había dejado pasar la estación correcta y el tren la dejó en un lugar desconocido. Cuando llegó la puerta estaba abierta, así que no lo notó hasta después, al salir del consultorio, cuando sintió que la alfombra cedía ante el peso de sus pasos y un diminuto charco de agua asomaba con ruido de lluvia bajo sus pies. Miró hacia el lugar de la pecera. Una planta verde y radiante ocupaba su lugar. Desconcertada giró hacia la psicoanalista, de quien ya se había despedido, y se animó a preguntar que había pasado. «Nada, un accidente», respondió ella cortesmente, con su suave acento doblemente extranjero.
Y esa noche, cuando volvió a la cama después de amamantar a la pequeña Luna, en la clara lucidez de la duermevela, lo supo. Supo que no se trataba de un empleado de limpieza descuidado, ni de un paciente más nervioso que el promedio, que hubieran volcado o roto el acuario, que no había habido un patético accidente con miserables pececitos dando coletazos sobre la alfombra. Arrullada por el sueño, pero no del todo dormida, vio los cristales cediendo ante los empujoncitos, el agua surgiendo a borbotones, en cascadas, los peces negros, rojos, azules, navegando en ríos de agua que llenaban las ventanas, que se colaban por los parabrisas de los automóviles, por los escaparates de las tiendas, por los ventanales a prueba de ruido de las oficinas, todos los acuarios de la ciudad desbordándose por las calles, por los parques, pececitos de colores confundiéndose con los pájaros en los árboles, con las imágenes en las pantallas de los cines,con los anuncios publicitarios, con las pinturas en los museos... Un reflejo luminoso en el cristal de la ventana le llamó la atención. Llegó a ver la nubecita iridiscente de los pececitos de neón colándose por la ventana de la habitación justo antes de sumergirse en el sueño como en una ola...
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