Los iniciosMaruja Martínez |
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Capítulo del libro Entre el amor y la furia. Crónicas y testimonio, Sur, Lima, junio 1997. |
1969. Casi
no puedo respirar de la emoción. Ni siquiera llegaré
a la hora. Me dijeron que tenía que ponerme un seudónimo.
Isabel, contesté con el primer nombre que me vino a la cabeza.
No quiero hacer trabajo estudiantil, quiero ir a una célula obrera.
¿Célula? Pasará todavía un tiempo para eso.
Entrarás a un círculo de simpatizantes. La militancia es
un camino largo..., fue la parca respuesta.
En una esquina espera impaciente una persona a quien no conozco pero que me identifica. «Apúrate, Isabel. Has llegado tarde.», me reprocha. Mientras caminamos en silencio, voy sintiendo algo raro al oirme llamada por un nombre que no es el mío. En un momento interrumpe mis divagaciones y parcamente me explica «la coartada». Al parecer la reunión todavía no ha comenzado. Hay unas diez personas sentadas en círculo, en sillas y bancas. Siento que unos ojos verdes me observan divertidos. Es «Ojitos», mi compañera de colegio. Venía pensando que si había alguien conocido sería de la Facultad. Efectivamente, la gorda, de mi salón de Sociales, a quien escucho llamar «María». Pero ni por asomo pensaba encontrarme con Ojitos. No es la primera vez que ella me sorprende: hace unos meses me la encontré en la primera fila del contingente de La Molina, con la banderola de la Federación de Estudiantes de la Agraria entre sus manos, en esa hermosa marcha por rentas que llenó la Plaza San Martín. Éramos varios miles. Aunque siendo de una universidad privada no nos incumbía directamente, cómo íbamos a dejar de estar presentes. Ahí estuvimos: no sólo el FRES sino un buen contingente de la Católica. Yo llegué tarde, y aproveché para mirar cómo centenares de estudiantes y varias decenas de profesores de cada universidad entraban a la plaza. Las banderolas de las respectivas federaciones al frente. Todas son rojas, con letras amarillas o blancas. Con ese rojo encendido, que refleja tan fielmente nuestros sentimientos en momentos como éste. Sentados en la plaza, gritando consignas, invadidos por ese espíritu que combina la lucha, la solidaridad y la alegría de ser muchos, de ser jóvenes, de estar juntos. Más aún si entre ellos puedo reencontrarme con mi pasado, a través de Ojitos. 1964. El colegio llegó a su fin. No iré a la Universidad pues en casa no hay dinero. Luego, aprovecho para estar bien con Dios. Un primer viernes muy temprano, regresaba de misa y me crucé con Ojitos, que también iba a la Iglesia. Me sorprendió, pues creí que ya estaría camino a la Universidad. No por gusto fue el premio de excelencia de nuestra promoción. Y presidenta de las Hijas de María. Me cuenta que le han ofrecido una beca para estudiar educación en una escuela normal que tienen las monjas del colegio, lo que me parece un crimen, dada su habilidad para las matemáticas. Pero no tiene muchas alternativas. ¿Por qué no averiguas en La Molina?, creo que hay internado, le digo, sin saber bien si aparte de agrónomos habrá otras carreras que den a Ojitos la posibilidad de encauzar su extraordinaria capacidad. Algunos de los otros asistentes a la reunión me resultan conocidos, tal vez en alguna marcha o mitin. También hay algunas personas un poco mayores, con el cansancio de la fábrica reflejado en sus rostros. La reunión es dirigida por Modesta, una muchacha de rostro familiar, a quien recuerdo fugazmente en el patio de Letras. El círculo de simpatizantes se ocupa de metalúrgicos, calzado y laboratorios, nos recuerda. No puedo evitar la emoción. Ni olvidar que justamente hoy día se casa Maruja, mi tocaya, compañera de pupitre en el colegio, y una de mis mejores amigas. Pero hubiera tenido que viajar a Jauja. Y cómo hubiera faltado a esta reunión por asistir a un matrimonio. Es como una prueba que logré pasar: no viajé y estoy aquí. Aunque recién son «simpatizante», tengo que irme acostumbrando. «Todo militante está obligado a ser miembro de una célula, a cumplir con las tareas que ésta le asigne y con las disposiciones emanadas de los organismos superiores. No puede, por tanto, disponer inconsultamente de su tiempo y de su economía», dicen los Estatutos del Partido. Pero se trata de mi mejor amiga. No dormí varios días pensando qué hacer. ¿Siempre tendré que luchar contra mis afectos personales? ¿Seré capaz o no seré capaz? El Che dice que para un revolucionario «el marco de los amigos responde estrictamente a la revolución», que «se debe tomar decisiones dolorosas». Cuando escribió esto ¿tendría algún amigo tan amigo como Maruja? ¿Tendré que seguir renunciando a mis amigos? Es una opción, claro, si a esto dedicaré mi vida. Tal vez este sea el inicio de muchas renuncias... Quería esperarte, me dicen. Decía que de todas maneras llegarías, que aunque sea tarde llegarías. Estaba segura de que no podías faltar a su matrimonio. Si tú eras su pata del alma. Sólo puedo venir a Jauja en las vacaciones de la universidad como ahora, no en cualquier momento, miento. Sintiendo una mezcla de valentía y pesadumbre, debo disimular. Que piensen que las cosas siguen igual. Aunque todo en Jauja me parece diferente. Tal vez porque son mis ojos los que han cambiado. Pero nadie debe darse cuenta de que ahora soy otra persona. De paso aprovecharé para descansar. Parte del relajo es ir al cine, así que hacia allá me dirijo con uno de mis primos menores. Antes de la función, comienzan a sonar las notas del Himno Nacional. Los espectadores se ponen de pie. Por qué me voy a parar, pienso. Si yo creo que el proletariado no tiene patria. Eso de la patria es un invento de las clases dominantes para mantener su poder. Vienen a mi mente los versos de esa canción que me gusta tanto: «Dicen que mi patria es/ un himno y una bandera/ la patria son mis hermanos/ que están labrando la tierra...» Mi pequeño primo me mira asombrado. Y su expresión de perplejidad se transforma en susto cuando ve acercarse a un policía. Señorita, la falta de respeto a los símbolos de la patria es un delito. Póngase de pie, por favor, o la llevaré detenida. Me paro de mala gana. Después de todo, ¿en la Comisaría entenderían lo que es el internacionalismo proletario? «¿De dónde vienen las ideas correctas? ¿Vienen acaso del cielo? No...» La voz de Modesta suena clara al leer un pequeño libro de tapa amarilla, cuyo título Cuatro tesis filosóficas se me figura demasiado ampuloso. Es claro que todas las explicaciones van dirigidas a los cuatro trabajadores presentes en la reunión. Supongo que saben que la mayor parte de nosotros hemos leído a Martha Harnecker y creen que no requerimos mayor explicación. Al final de la reunión nos reparten las tareas. Iré a volantear a una fábrica metalúrgica. Está relativamente cerca al cementerio, en plena zona urbana, aunque hay que caminar un buen trecho entre chacras y, de hecho, al frente hay un maizal. Iré con el c. Luis, obrero de ensambladoras, quien me iniciará en la práctica del volanteo. Hemos llegado demasiado temprano; además, los trabajadores salen en ómnibus. Hay una caseta en la puerta, y el empleado nos mira con furia. Estábamos parados discutiendo sobre cómo haríamos para subir a los carros cuando vemos un patrullero asomar a unas tres cuadras. ¡Al frente!, me grita Luis. Cruzo la pista y corro hacia el maizal. Estas plantas de maíz son altísimas, mucho más altas que las que he conocido; entre ellas busco un claro para detenerme y escuchar, sentada en cuclillas. Pero sólo hay silencio. Parece que Luis también hizo lo mismo. De pronto siento un ruido fuerte, muy fuerte y muy cerca. Y luego otro, y otro más. Ya no sé si es mi miedo, o si realmente están disparando hacia el maizal donde yo estoy. Escucho voces por uno y otro lado, pero la espesura del maizal no me permite ubicar su origen. Trato de no moverme. Pero comienzo a sentir picazones en las piernas. Las medias sólo me llegan debajo de las rodillas y mis piernas están siendo manjar de una gran cantidad de bichos. No sé por qué me andan acusando de usar minifaldas demasiado largas: ni siquiera he podido proteger mis piernas... No debo moverme, no debo moverme... Luego de una hora y media las voces ya han desaparecido. Pero no me animo a salir, aunque los bichos me empujan hacia afuera. Me entretengo mirándolos. Nunca creí que pudiera haber animales tan numerosos y enormes en una chacra: todo tipo de arañas, gusanos, cucarachas, moscas de colores. Como aquí no llueve, son sucios. Alimañas, me digo. Ya es casi mediodía. Comienzo a moverme, aunque tengo que hacerlo lentamente pues mis piernas están adormecidas e hinchadas por las picaduras. Por fin llego al borde del maizal, en el lado opuesto al de la fábrica. Ante mi pregunta, un campesino que pasa con una carretilla al parecer de regreso de su faena me informa que vinieron dos patrulleros más y que efectivamente estuvieron disparando hacia el maizal. Se ha detenido simulando arreglar su carga y me habla sin mirarme, entendiendo el peligro. Pero ya se fueron me tranquiliza y sólo se ha quedado un policía en la puerta de la fábrica. No ha visto a Luis. Me aconseja bordear el río hacia el lado opuesto a la pista. Así que comienzo a caminar al borde del río. Ya no recordaba el río Rímac: su suciedad me impresiona como la primera vez que lo vi. La caminata me hace pasar el susto. Siguiendo el curso del río llego a la avenida Abancay. Sentada, por fin, en el ómnibus observo que mis piernas están enrojecidas por las picaduras y cubiertas de barro. Pero ni siquiera siento frío y la sensación de la brisa golpeando mi cara me da cierta euforia. Extraña combinación de miedo y satisfacción. Tuve suerte y salí bien de ésta. Me imagino cómo será mi vida en adelante y si podré dominar miedos mayores. Y me pregunto si los riesgos seguirán, como ahora, alimentando mi espíritu. |
© Maruja Martínez, 1997
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