25 setiembre 2005

Dos cuentos

Del libro Por partida doble, de próxima aparición, ganador del Concurso de Narrativa de la Asociación Peruano-Japonesa, 2005

[Ciberayllu]

Miguel Ildefonso

 

La ventana del Greyhound

Desde niño me gustaron las canciones folk norteamericanas: el country. No sé a qué se debe ese raro gusto para alguien que es del sur de América; de hecho algunas cosas aparecen de la nada, sin que intervenga la herencia genética o la influencia familiar. Sospecho que ha de haber sido por algunas películas que veía en la tele. Y eso que yo no veía mucha televisión. Los pocos momentos que me permitían hacerlo eran para ver el western de John Wayne o de la serie de El Gran Chaparral. Me gustaba ser Manolito cuando jugaba a los vaqueros con mis amigos del barrio. Pero estoy seguro que no a todo el mundo le gusta aquel tipo de música, aun cuando, a diferencia de mí, son fanáticos de estas películas. Yo no soy fanático de nada, sólo digo que me gusta el country porque viene al caso, así como, por otra parte, me gusta Beethoven o Pink Floyd o Chacalón.

Bien, hago este preámbulo porque, muchos años después de estas películas de mi infancia, me encontraba en Texas, viajando por la carretera, en un bus del Greyhound. El desierto calcinante se extendía alrededor del bus-color-plateado-con-líneas-azules: un poco de montañas rojas al oeste, y el resto un plano horizonte que me hacía preguntar, aparte de «¿a qué hora aparecen los apaches?», cómo diablos fue que vine a parar en esta terrae incognitae. No sólo creo que se deba a las viejas películas de mi infancia, o a la beca de estudio de post grado en una universidad de Texas. Debe haber algo verdaderamente jodido en mí que siempre me hace caer en los desiertos.

Sin embargo, mientras más avanzaba el bus, mientras más me alejaba para siempre de El Paso, y el sol caía rojísimo en el horizonte, en vez de hundirme más en mis tristes pensamientos, me sentía más leve, casi como si flotara: de este modo el peso de las ideas se difuminaba. Y lo mismo veía que sucedía con el resto de pasajeros, sus tribulaciones iban perdiendo gravedad, hasta que el bus parecía no tocar el suelo. Un sereno ángel se formaba con el último brillo del sol en el filo de la ventana, con el viento que entraba junto al brillo, con la tranquila sombra fría que avanzaba desde las montañas. Fue ángel que duró unos minutos —un ave de rapiña que pasó a través de mí, pero que al desaparecer dejó su transparente sosiego, un vacío purificado en el lugar del corazón—. Entonces, como si me hubiese quitado un cuchillo de la espalda, saqué de mi casaca una botellita de whisky y me eché un trago.

Si esa hubiera sido mi intención estoy seguro que no habría sucedido. Es mejor no esperar nada. Esta fue una de las cosas que acababa de aprender. A mi lado, pegada a la ventana, había una mujer que se encontraba durmiendo desde que subí al bus, una rubia de unos treinta y tantos años. Ella, al ver mi botellita con el rabillo del ojo, me saludó con un «Hi» y me preguntó si le podía invitar un trago. Desenrosqué otra vez la tapa y le di la botellita. Yo no bebí más, ni ella me pidió otro sorbo. Abrir la botellita fue como haber frotado la lámpara de Aladino. Estaba buena la mujer, unos ojitos verdes, cabello rubio encendido y rizado, algo subida de peso, pero se adivinaba con buenas formas, se le adivinaba también un buen culo. Nos pusimos a conversar muchos kilómetros hasta que se hizo totalmente de noche.

Se llamaba Janeth. Descendiente de rusos. Hablaba varios idiomas. Nuestra plática era en inglés y en español acerca de un libro de Faulkner. Todo lo que hablamos de Mientras agonizo se lo llevó el viento, así como tiempo después se llevó mi nostalgia de la ciudad que dejaba. Ahora sólo recuerdo que nos pegábamos cada vez más y más. Mis dedos rozaban sus dedos al tocar las líneas de su libro de Faulkner. Y en un momento en que le cogí una pierna recordé que hacía años en un viaje en bus, regresando de Cusco a Lima, conocí a una chica, nos gustamos y, bueno, a pesar que no compartíamos el mismo asiento, cada vez que el bus hacía su parada, nos escondíamos por algún rincón y hacíamos lo que se podía hacer en esos minutos que duraba la parada. Pero esta vez, el bus no iba a parar hasta quién sabe a qué hora de la madrugada, o quizás hasta el amanecer. Y Janeth lo sabía también, lo elucubraba en su idioma.

Ella guardó el libro del que habíamos estado hablando. Apagué la luz que tenía nuestro asiento, arriba de nuestras cabezas. Fue entonces cuando nos dimos cuenta que todas las luces ya estaban apagadas y, es más, ya los pasajeros estaban durmiendo. Puse mi brazo izquierdo sobre sus hombros, y ella se acomodó apoyada de espaldas a mí, recogiendo sus pies sobre el asiento, mirando por la ventana la noche congelada y azul. El bus iba a toda velocidad por esa carretera oscura, y adentro, oscuro también, todos parecían dormir para siempre. Unas ochenta personas o más en el bus lleno, atravesando el desierto, bajo un cielo algo estrellado. Janeth iba hasta Filadelfia, y yo hasta donde me lleven las carreteras.

Un beso. Otro beso. Y después, todo lo que se podía hacer en ese asiento del Greyhound lleno de cuerpos fantasmales. Pasajeros que roncaban o que hablaban consigo mismos,  viviendo con los ojos cerrados una pesadilla que era real, que por el sueño americano que desde chicos les habían sellado en el inconsciente ignoraban que era real. Ochenta o más almas respirando en lo oscuro, dentro de esa máquina que marchaba a toda velocidad por una carretera recta como el camino de la muerte. Las imágenes se rompieron como corresponde a las almas rotas. Por eso le fue fácil al viento llevarse mi nostalgia del desierto. Janeth besándome como yegua en celo (yo revolviéndole los cabellos rizados). Janeth jadeando (yo tapándole la boca). Janeth durmiendo en mis brazos (yo mirando las pocas estrellas visibles). La ventana era lo único que me decía que aún estaba vivo; que, aunque toda mi vida había sido un camino recto tras otro, aunque yo también ahora era un fantasma, lo que estaba pasando allí era real, estaba sucediendo. Ya no estaba en El Paso. Ya no estaba en Lima. Ya no estaba ni aquí ni allá, ni arriba ni abajo: estaba en ninguna parte. Y desde ese mismo lugar es que ahora escribo esto.


 

El príncipe

Habían pasado tres meses desde aquella mañana en que me fui de guardafrenos del tren de la Southern Pacific, rumbo a California. Allí, luego de que me despidieron de los trenes,  me dediqué a recoger algodón. Durante todo ese tiempo no había bebido casi nada. El trabajo era duro y la comida mala. Y cuando las cosas son así, no tengo acción para emborracharme. Por eso es que volví a El Paso, porque sabía que en El Paso ya no iba a encontrar a Claudia, porque lo que quería era por lo menos volver a estar en los lugares donde alguna vez había caminado con ella, lugares que habíamos inventado juntos. Sí, fue muy triste decirnos adiós, Claudia. Por eso me quería dedicar a emborracharme con todo el dinero juntado. Y por eso al otro día de mi llegada a El Paso ya me encontraba en Juárez, caminando por el mercado, con mi jean ancho y sucio, mis zapatos gruesos, mi camisa de franela y el sombrero de vaquero que me acababa de comprar. Me abastecí allí de grifa (mota, marihuana), suficiente para el resto de la tarde y la noche. Caminaba entre prostitutas, entrando y saliendo de «La Flor del Valle», «El Gallito», «El Vaquero», el «Club Pedregal», «Las Piscas», «La Capital», «El Puerto»; bailando con María Félix una de Los Tigres del Norte, con Silvia Pinal otra de la Banda El Recodo, con Angélica María la de  Los Tucanes de Tijuana, y al final con Lucía Méndez aquella de Los Rieleros del Norte («Te quiero mucho/ te traigo en mi pensamiento/ mira soy hombre/ yo no pago con traiciones/ Adónde se hallan los juramentos de amores/ que tú me hacías...», le cantaba al oído). Octavio Paz decía que «viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad.» Estaba en una cantina en el mismo mercado del Centro de Juárez, bebiendo vaso tras vaso de tequila, entre aquellos norteños. Afuera, la tarde no tenía ganas de irse, ese sol buscaba la manera de seguir iluminándonos con todas sus variantes y tonos de colores, ayudado por el viento fresco de las seis. Hacia el otro extremo de la barra había un tipo de unos cincuenta años, con barba de unos días, y el cabello crespo, largo y mal peinado con gel. Se parecía a José José. ¿Y si de verdad es José José?, me dije. Era idéntico, a pesar de esa barba y la cabeza gacha, bebiendo triste en ese rincón. De rato en rato levantaba la mirada a cualquier punto donde no había nada, farfullaba algo y volvía a agachar la cabeza. Carajo, es José José, dije. Entonces se me ocurrió ir a la rockola, echar una moneda de diez pesos y poner tres canciones: «Gavilán y Paloma», «Buenos días Amor » (canción que lo puse más que todo por estar pensando en Claudia) y «Amor Amor». Me senté cómodamente esperando ver algún gesto o actitud que lo delatara. Acabó la primera canción y nada. La segunda, levantó la cabeza, pidió otro tequila y siguió ensimismado. Yo ya me estaba haciendo la idea de que todo había sido una equivocación. Pero vino la tercera y, pobre, supo que lo había descubierto, allí, en aquel antro miserable de la frontera. Me miró desde su rincón y me hizo una señal para que lo acompañe. Con esa voz nasalizada y ronca  por el alcohol, me dijo. «Amigo, no sé quién seas tú, pero tú ya sabes quién soy, así que mejor siéntate aquí antes de que alguien más se entere.» Nos acabamos todo el tequila que había, arrasamos con el mezcal, vaciamos el whisky, mandamos a pedir que traigan más tequila. El me decía que venía de un centro de rehabilitación de Los Ángeles, que una mujer que era un ángel lo había ayudado a costear el gasto de aquel centro, pero tal como apareció de la nada se había ido. Yo le contaba de mi Claudita («¿será por eso, por lo que ahora estoy triste?»). Desde chico siempre había soñado emborracharme y cantar junto al Príncipe. Al comienzo no me atrevía a pedirle que cante conmigo, pero luego no fue necesario ni pedírselo. Pepe se puso tan pedo (huasca, borracho) como yo, que ya éramos patas (cuates, amigos). Y, es más, luego de haberle hecho su imitación de aquella escena de su película con Christian Bach (cuando sale al escenario tan borracho que interrumpe la primera canción y dice: «dispénsenme, pero ustedes me merecen muchísimo respeto, no puedo seguir cantando, adiós»; sale del escenario y se cae), hasta me dijo que era su carnal (su pataza, su chocheraza, su brother). «Tengo ganas de cantar, Camilo», me dijo luego de un breve silencio. Yo me eché un seco y volteado, golpeé el vaso en la mesa, lo miré a los ojos, le puse una mano en el hombro y le dije: «Está bien, sólo porque me has caído bien dejaré que cantes conmigo»; él se cagó de la risa. Pero mira, Pepe, le dije, si empiezas a cantar todo el mundo aquí va a saber quién eres. («Tienes razón, Camilo», me dijo). Mejor voy a poner en la rockola unas canciones tuyas, así con tu voz allí y el volumen nadie se va a dar cuenta. («Ok»). ¿Ah, me dejas escoger las canciones? («Órale, güey»). Empezamos con «Lo pasado pasado», luego con «Lo que un día fue no será», y después con «Si me dejas ahora...» Tenía dinero para cantar mil canciones más, tenía ganas de seguir cantando toda la vida, sentado allí, junto a la rockola; aún cuando el Príncipe se había ido, yo tenía ganas de cantar y cantar aún cuando sabía que definitivamente Claudia se había ido.

* * *


© 2005, Miguel Ildefonso
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Para citar este documento:
Ildefonso, Miguel: «Dos cuentos», en Ciberayllu [en línea]


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