30 agosto 2006 |
Ellos |
Marķa Celeste Vargas |
No me gusta esta casa. Desde niña me daba miedo, a pesar de que papá decía: «No temas, no hay nada raro adentro». Siempre pensé que eso era mentira. Aquí hay gente. No los conozco, pero se parecen a las pinturas que el abuelo tiene en la sala. En una ocasión me pareció ver a la abuela caminado en el jardín y el abuelo dijo: «Estás mintiendo». Pero yo la vi. Estoy segura que la vi, aunque ella hace muchos años murió. Desde entonces me obligaron a encerrarme por la noche en mi habitación. No puedo salir. Nunca lo he hecho. Debo estar aquí aunque escuche sus pasos del otro lado del muro. Tengo miedo.
Ahora, después de muchos años, hemos regresado. Yo no quería venir. El abuelo quiere verme, por eso hemos venido. Me sorprendió verlo. Su rostro no ha envejecido, tal parece que los años no pasan por este viejo castillo. Papá dice que es por sus cuidados excesivos. No le creo. Y él tampoco lo cree, pero algo hay que decir. El abuelo tiene un brillo extraño en los ojos. Me da miedo. Siempre he sido muy temerosa. Tengo miedo a todo. No quiero que él se me acerque. Que no me bese. Por favor, que no me bese.
Ayer cuando llegamos era medio día y el abuelo aún dormía. Antes nunca se levantaba tarde. Los dolores de sus piernas lo despertaban siempre desde la madrugada y ya no podía dormir. Así era antes, cuando pasé las vacaciones, por última vez, aquí. Pero ahora sus costumbres han cambiado. Todo ha cambiado. Por la tarde nos recibió. Su rostro estaba pálido y ya no temblaban sus manos. Me vio a los ojos. No me gusta ver los ojos de las personas, son tan sinceros. Los de él reflejan maldad. Por la noche cenamos juntos. Él habló de mil cosas. Vi el rostro de mi padre. Estaba sorprendido. Tampoco él sabía qué había pasado con el abuelo. Nunca lo habíamos visto tan coherente. Nunca después de la muerte de mi madre. Él la quería. Aquel verano vino sola de vacaciones, no quiso traernos a papá y a mí. Dijo que necesitaba tiempo para ella. Siempre necesitaba tiempo para ella. Papá lloró esa vez. No le gustaba estar sin ella. Se sentía solo, vacío. Lloró. Lloró cada noche que no sintió su cuerpo. Aunque en realidad rara vez la tenía cerca, porque ella casi nunca estaba con nosotros.
Un mes después llegó un telegrama a casa. Papá lo abrió. Me hizo arreglar una maleta. Ocho días más tarde ya estábamos en la casa del abuelo. El viaje fue largo y papá me habló del cielo y la muerte. Mamá había muerto. Nunca vimos el cuerpo. El abuelo dijo que no pudo esperarnos. La enterró en el viejo cementerio. Yo llevé flores y papá se encargó de todo el llanto. No lloré. No me dolió su muerte porque nunca estuvo cerca. Por las noches, cuando tenía miedo, era papá quien estaba conmigo. A ella rara vez la veía. A veces dormía de día y, cuando no era así, se encerraba en su cuarto. Por la noche se iba con sus amigos. Nunca me quiso. Aunque fingía muy bien. Yo la odié. Después de su muerte el abuelo se deprimió mucho, pero ahora. Ahora.
Al concluir la cena él y mi padre charlaron largo rato. Yo me fui a la cama. En la madrugada escuché ruidos tras la puerta. Pensé abrirla. Recordé las palabras de mi madre: «Mantente siempre bajo llave». No me importaron. Ella estaba muerta. Abrí la puerta. Alguien hablaba en la sala. Bajé las escaleras. Un niño chocó conmigo. Estaba asustado. Sus ojos eran enormes y llenos de espanto. Desapareció entre las cortinas. Atravesé la sala. La chimenea estaba encendida y rodeada por varias personas. No las conocía. El abuelo se puso de pie. Me invitó a acompañarlos. Se escuchó la música. Algunos sonrieron y comenzaron a bailar. Creo que festejaban algo. Había una mujer cerca del fuego. Su rostro me pareció conocido. Sonrió. Varios niños, desnudos, entraron y se recostaron sobre los sillones. Estaban alegres, sonrientes. Ella se puso de pie y me tendió la mano. Vi a papá recostado sobre uno de los sillones. No respiraba. Tenía los ojos abiertos, llenos de asombro. Ella me tomó de la mano. Estaba segura de conocerla. Era como si su rostro hubiera aparecido varias noches frente a mis ojos, como un sueño. Pero hacía tantos años de eso. Todos formaron un círculo. Ella y yo estabamos en el centro, frente a los cuerpos de esos niños. Dormían. Ella se inclinó sobre uno de ellos. Sus labios lo tocaron y una delgada línea roja comenzó a escurrir de su boca. Ellos sonrieron. Veloces imágenes llegaron a mi mente: los amigos de mi madre, el abuelo sin dolores ni vejez, los niños desnudos y ella, mi madre, arrodillada ahí alimentándose.
Estoy segura que no soy como ellos. No quiero ser como ellos. No quiero serlo, pero a partir de ese día no he salido del castillo de mi abuelo. Ya no he visto a mi padre y mi madre me besa y acaricia mi cabello. Y mis labios cada noche tienen sed. No sé cómo apagarla. Pido a gritos algo para saciar mi sed. Sed que me hace sentir fría y vacía cuando no tengo un cuerpo entre mis labios.
© 2006, Marķa Celeste Vargas
Escriba a la autora: [email protected]
Comente en la Plaza
de Ciberayllu.
Escriba a la redacción
de Ciberayllu
Más literatura en Ciberayllu.
Para citar este documento:
Vargas, Maria Celeste: «Ellos. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
681/060830