Cifra
lega siempre el instante de apartarnos
de amigos y enemigos,
no de partir, sino salir al paso
a una presencia muda, casi amable,
menospreciable a veces por modesta
a no ser esa gélida sonrisa
que despierta
un horror ancestral en nuestra sangre.
Hay que afrontarla solo: su mirada
no permite terceros. Nos recuerda
muchas veces los actos
de nacer y morir, los más culpables
que nunca disponemos (¿o el olvido
intenta redimirnos de certezas
imposibles de asir, o de un peligro
apenas concebible?). Estamos solos,
siempre lo hemos estado aunque intentemos
protegernos con música y rituales
ligados a la especie
como las estaciones y sus danzas,
como las ceremonias en los ríos y bosques,
que incansables repiten
hasta sugestionarnos
que el universo alcanza con nosotros
su mayor plenitud, que somos parte
de un sistema infinito, que el hechizo
mortal o fecundante, brota de nuestros labios.
Son piadosas
mentiras de la especie, cuyos miembros resaltan
al recorrer temblando esas moradas
de inaccesible origen. Pero algo
queda sin explicar, en un alerta
que nos conecta al pulso de un pasado
presente en cada intento
de apresar un enigma y convertirlo
en fin, en esperanza,
algo que nos carcome los sentidos
al volverse pregunta:
¿Quién nos aguarda entonces a la vuelta
de cada amanecer, de cada espina?
¿quién nos aguarda entonces a la vuelta
de todos los silencios?
y por último,
¿quién nos acompañaba hasta hace apenas
un instante?
¿por qué no recordamos ya su nombre,
ni siquiera su rostro?
Identidad y límites
A mi bisabuelo, el desconocido
¿Quién soy? ¿qué lengua hablo? ¿a dónde marchan
mis pasos extraviados? Mil espejos
han devuelto mi rostro.
Durante largos siglos invisibles
reuní en mis pupilas el misterio del mundo,
esa oculta emoción que me guiaba.
Hoy temo
encontrar demasiadas evidencias
de un pasado que rompa mi ser en incontables
fragmentos casi vivos, como gritos
de perdidas gargantas, con memoria
y plenitud petrificada y pálida.
¿Algún día estos nuevos, acechantes retoños
del corazón dormido
encontrarán su tierra fértil
y tras reconocerla, continuarán su viaje
hacia el nunca-jamás?
(No, no lo esperes,
no podrás alcanzarlos,
no lograrás siquiera estar presente, en la quimera).
Noche, bendita noche,
protégeme del torvo
designio de los tiempos, sé mi enigma
y ayúdame a vivir
sin descifrar tus signos ni desafiar
el anhelante cerco de esta niebla
que transforma mis rasgos con cada campanada
del carrillón eterno.
Hildegard von Bingen
Las luces del crepúsculo bañan el monasterio,
sus tintes apagados envían un aviso
a la dama, mecida por el orbe interior,
acariciada por rabeles, tímpanos,
zampoñas jubilosas.
Traza su mano bellos caracteres
que fijan para siempre sus visiones:
la perenne contienda de vicios y virtudes,
las dos naturalezas, el Maligno.
Doncellas de vestidos impolutos, blanquísimos,
recuerdan lo fugaz de la existencia,
los caminos cerrados en sí mismos, burlones,
la verdad revelada laberíntica
suma de incertidumbres.
La dama no dormita,
la alegría del ensueño dirige
sus manos afanosas. A lo lejos,
siluetas de labriegos y burgueses
huyen de las tinieblas provenientes del bosque.
A la luz de una antorcha ora la dama:
le pertenece todo, todo el tiempo.
La noche es ilusoria, no le teme,
no hay que tentar al Falso con miedos y desmayos.
El beso de la noche en sus pupilas
se transmite a las manos diligentes:
consejos y leyendas
para cuantos jamás comprenderían
a la dama, flotante en la capilla
entre brumas de incienso
(sin vislumbrar que nacerán, los ama,
sin planos temporales les dedica sus páginas).
Ella vuela hacia el páramo desierto,
su toca se distingue en la negrura.
Las chozas apartadas han cerrado sus puertas
por temor a la imagen vagabunda
y a cualquier otra ánima.
Ella danza sin que sus pies se apoyen
en las rocas desnudas,
fuegos fatuos la cercan,
suplican sus plegarias. Ella traza
la cruz sobre la tierra poblada de espejismos.
Irreales criaturas la escoltan
en un rayo de luna hasta su celda.
La dama, de rodillas, sonríe mientras fuera
continúa la danza.