Krishnamurti

[Ciberayllu]

Jorge Pereyra

 

Juro por las once mil vírgenes que nunca más voy a perder el control de mí mismo. Especialmente, después de lo que me sucedió hace una semana. Todos dicen que mi carácter tiene un fusible muy delgadito que se derrite rápidamente o que soy como un fosforito que se enciende con la primera fricción.

Desde niño siempre me he agarrado a trompadas con cualquiera ante la más mínima provocación. Y la mayoría de las veces he llevado la peor parte, especialmente al pelear con personas mucho más altas y fornidas que yo.

Quizás este comportamiento de peleador callejero se deba a que soy huérfano y el cariño de una madre me ha faltado durante toda mi vida. Mi mamacita murió durante mi nacimiento y mi viejo se encargó de criarme como a él lo educaron sus padres: es decir, por instinto. Precisamente, de él aprendí que jamás debería dejarme pisotear por nadie. M i viejo endureció mi carácter desde aquel lejano día en que llegué llorando a casa pues un compañero de la escuela me había golpeado. Sin embargo, la paliza que me dio mi padre fue cien veces peor que la golpiza recibida en la escuela.

A Lucy, mi enamorada, no le gusta que pelee. Dice que eso es propio de personas violentas e ignorantes. Ella es muy tierna y yo la quiero mucho. La última vez que peleé, con el gordo Alarcón, Lucy se enojó tanto que me dejó de hablar durante casi todo un mes. Creí que me iba a volver loco. Extrañaba sus besos, su carita, su voz, sus caricias. Por eso, la esperé a la salida de la misa dominical y le prometí que nunca más iba a pelear con nadie. Y se lo prometí sabiendo el lío en que me metía. Mi enamorada me dijo que más me valía que así fuera, pues no me iba a dar otra oportunidad. Nos dimos un beso de película y nos fuimos alegres a comernos un helado en la tienda del chino Castañeda.

Así fue cómo llegué a la conclusión de no responder violentamente a cualquier provocación que se me presentara. También me prometí a mí mismo que adoptaría el método de la resistencia pacífica, como en la película sobre ese señor flaco que parece un fakir de La Parada, Ghandi creo que se llama, o que sólo respondería mentalmente cuando me desafiaran o provocaran.

Mis amigos, en su machismo, no sabían qué diablos pasaba conmigo y estaban fuera de onda. Muchachos ajenos al barrio solían desafiarme a pelear y yo sólo les miraba a los ojos con furia pero sin decir una sola palabra. Ellos temían que a lo mejor había decidido volverme seminarista, que alguien me había hecho morder el polvo de la derrota o que mis días de bravucón y peleador callejero habían terminado. Claro que ganas no me faltaban de darles un revolcón a esos insolentes y de hacerles tragar lo que me decían. Pero, acordándome de mi promesa a Lucy, me aguantaba. El amor había derrotado a la agresividad que me dominaba en el pasado.

Pero todo se desplomó como un castillo de naipes ese domingo de un mediodía de enero. Lucy y yo habíamos quedado en encontrarnos en el centro de la ciudad de Lima, en el paradero final de autobuses de la Plaza San Martín, para luego ir al cine. El verano recién había comenzado. La luz tenía una intensidad y un brillo diferentes. Y la mayoría de la gente, cosa extraña en Lima, sonreía. ¡Qué bonito era estar enamorado a mi edad! Cada vez que pensaba en Lucy, estallaban en mi corazón algo así como fuegos artificiales.

Llegué hasta la cuadra 40 de la avenida Arequipa y abordé un autobús. Venía sobrecargado y no cabía ni un alfiler. Los pasajeros, cansados por el calor y la modorra, tenían una expresión perdida y miraban sin ver a nadie en particular. Sólo querían llegar a su destino lo más antes posible. Yo iba de pie y a mi lado iban una señora muy gorda y un individuo moreno, alto y macetón. La mujer miraba fijamente a un tipo conchudo sentado en la parte media del vehículo que se hacía el disimulado leyendo su periódico para no cederle el asiento.

De pronto, el hombre alto me aplicó un codazo en la cara al tratar de sacar del bolsillo interior de su saco un mapa de la ciudad. Casi me le voy encima, pero me acordé de mi promesa a Lucy. Eso me detuvo, miré con furia al individuo y le solté todos los insultos inimaginables, habidos y por haber, sobre la habilidad sexual de su madre. Todo ello, por supuesto, de manera mental y sin proferir una sola palabra. Y luego sonreí, satisfecho, al haber descargado mi ira de ese modo.

El autobús siguió su recorrido y cruzó la avenida España. Ya faltaba poco para llegar y reunirme con la única persona en el mundo capaz de aplacarme. A Lucy la había conocido hace dos años en una fiesta en el Rímac. Un amigo me llevó a la fiesta de cumpleaños de Omar, su hermano mayor a quien yo no conocía. Para ambos fue un amor a primera vista, desde el momento en que nuestras miradas se encontraron. Tenía los ojos más bellos que he visto en una mujer y caminaba con la sensualidad de una odalisca en un palacio árabe. Luego mis visitas a su casa, en la Alameda de los Descalzos, se sucedieron cada dos días, aprovechando siempre las ausencias de su padre que era un señor extranjero muy estricto, con aspecto de gitano o hindú. Y al cabo de un mes nos dimos nuestro primer beso en una esquina mal alumbrada de la Alameda. De allí en adelante todo fue un carnaval de amor y felicidad.

Un agudo dolor en mi pie derecho hizo que la imagen de Lucy se quebrara en mil pedazos como un cristal. Era otra vez el sujeto grandulón. Ahora, en un alarde de torpeza, me había pisado sin misericordia una callosidad que tenía desde la época en que jugaba al fútbol. En el colmo de su audacia, y sin inmutarse, había depositado su descomunal zapatón en la parte más vulnerable de mi humanidad. Lancé un grito y retiré como pude mi pie que parecía que latía debido al intenso dolor. En esta oportunidad, tampoco dije una sola palabra. Me limité nuevamente a insultarlo mentalmente y a mojarlo con una lluvia de sapos y culebras.

Felizmente ya faltaba poco para llegar a mi destino y me felicité de no haber sucumbido a las agresiones y a la alevosa provocación de que era objeto por parte de ese sujeto alto, flaco, moreno y con un cierto aire exótico. Lo único que ocupaba mis pensamientos, en ese momento, era la cada vez más cercana presencia de Lucy. Me moría por llegar, ver su dulce carita y luego tomar su mano entre las mías. Estaba seguro de que, una vez que le contara todo lo que había aguantado para no darle su merecido a este grandulón, ella iba a sonreír y a darme un beso por haber cumplido mi promesa de controlar mi terrible carácter.

El conductor anunció la Plaza San Martín como paradero final del autobús y empecé a moverme rápidamente hacia la salida del vehículo ganándoles a los demás pasajeros. Bajé saltando y casi corriendo del autobús y miré afanosamente hacia la derecha. Y allí estaba ella. Lucy me esperaba, muy ansiosa, en la puerta del Club Nacional a unos cincuenta metros de donde yo estaba y agitó su mano al verme. Corrí hacia ella con el ímpetu y la alegría que corresponde a la juventud. Estaba hermosísima y traía una minifalda que hacía destacar aún más las piernas más hermosas que he visto en toda mi existencia. La vida era bella y buena conmigo y, por un momento, percibí el rostro de la verdadera felicidad.

De pronto, algo me detuvo en seco. Sentí que una tremenda fuerza me tomaba por la parte posterior del cuello. Me di la vuelta y abrí los ojos con sorpresa pues no creía lo que estaba viendo. Era otra vez el grandulón, el individuo de las agresiones en el autobús. Sus manazas atenazaban las solapas de mi camisa, me levantó del suelo con una facilidad asombrosa y puso mi espalda contra la pared.

—¡Repita lo que me dijo en el autobús, desgraciado! —bramó con rabia y arrojando chispas por los ojos.

Por un momento pensé que el sujeto había perdido la razón. Y sólo atiné a responder:

—Pero si yo no le dije nada. Primero, usted me aplicó un codazo sin que yo le hiciera nada; y luego, me dio un pisotón en un callo. En ambos casos, permanecí callado y no le dije nada. De manera que no sé de que me está hablando.

—¡Cínico, mentiroso y sinvergüenza! —volvió a bramar el gigantón. Luego me puso en el suelo, me soltó, sacó una tarjeta y me exigió que la leyera.

Hice lo que me pedía y leí en voz baja:

—«J. Krishnamurti. Adivinador  del pensamiento. Atiende sólo por citas.»

El pitoniso se sacudió las manos y se marchó no sin antes dirigirme otra furibunda mirada. Esto era el colmo. ¿Por qué me pasaban estas cosas tan sólo a mí?. ¿Cómo era posible que mi método de resistencia pasiva hubiera fallado precisamente con la variable menos imaginada?

Volteé a ver a Lucy y vi que besaba en la mejilla al individuo que me había levantado en vilo al tiempo que le decía: «Hola, papá». Luego ambos abordaron un taxi y se alejaron como un rayo hasta perderse totalmente de mi vista en el horizonte de ese ingrato verano limeño.


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