Korn fleics

Cuento

[Ciberayllu]

J. M. Servín

 

De la ventana rota por un balón se asomó el inquilino poco antes de salir a cobrarse el daño. Le bastó gritar el nombre del culpable para que todos en la calle se quedaran mirando al niño y al energúmeno. El castigo fue un puñetazo en la boca y órdenes amenazadoras para regresar a casa.

No lo pensó mucho para tomar un trozo de vidrio grande y filoso. Su viaje fugaz, letal, terminó justo en la garganta de su padre. El niño no sintió ganas de correr ni de justificar lo que hizo con nadie. Limpió la sangre en su playera y esperó. Todo fue más fácil desde ahí. Todos decidieron por él y no hubo perdón ni de su madre, ni del juez que lo envió con la aprobación de ésta, al encierro. En adelante su madre se convertiría en un ave silenciosa que lo miraba crecer en el patio de una correccional.

Ahí se hizo de algunos compañeros ocasionales. Con ellos intercambiaba su almuerzo por fotos de mujeres desnudas que recortaba para hacer rompecabezas. Aun sus decisiones más elementales eran supervisadas por puños más eficaces que cualquier evangelio. No lloraba como el resto, ni siquiera a solas, y aceptó su lugar en las distracciones de los demás como un trozo de maldad latente. Nada que hacer donde las reglas ya están puestas y no hay modo de cambiarlas. La vida era un correctivo.

Pasaba tardes completas mirando a escondidas por la ventana del dormitorio común, en espera de presenciar desde el comienzo lo que sus ojos siempre le presentaban como desenlace: perros y roedores despanzurrados que parecían señalar el paso veloz de automóviles, camiones de carga y paisanos cruzando aprisa la carretera para perderse en el llano invadido por casuchas. Otra opción era esperar paciente desde su cama el momento en que las lámparas de dormitorios y corredores se apagaran gradualmente hasta dejar el pabellón a oscuras. Era un momento de alivio que duraba horas pese a algunos gemidos distantes y ansiosos que noche tras noche lo arrullaban hasta el momento de ver la primera imagen de un sueño que se repetía. Metí (¿tercera persona?) mis manos entre las piernas y extraje mi cerebro. Era una pulpa rosada con plumas viscosas que luego comí de una sola mordida, repetía tranquilo a los siquiatras. Más de una vez los hizo preguntarse el por qué de gente como él.

De adulto sus cortejos fallidos fueron vigilados por su madre, a la distancia como quien se interesa por un animal no domesticado. Se emborrachaba hablando a susurros aun entre amigos escandalosos y confiados en los alcances de sus mañas. De su madre aprendió mucho, mirándola desde su cuarto acabar cajetillas de cigarro mientras se maquillaba para un visitante que nunca llegaba. El resto consistía en seguir una voz de su interior. Iba al estadio de futbol y no le molestaba enterarse de lo ocurrido ahí en el periódico del día siguiente. El era un fan de su propio silencio aun en el estadio lleno.

Un día se juntó con otra mujer. Su madre le dijo que había que hacerlo y cuidó bien de elegirle pareja. Se lo dijo uno de tantos domingos desde su cama de enferma mientras él limpiaba y cortaba el pollo que comerían en la cena. Siempre guisado igual. En caldo. Su madre convenció a la que sería su mujer haciendo de la fealdad de ésta un motivo para necesitar alguien que la mantuviera. Todos lo hacen, se dijo él para explicarse aquel acuerdo y entender su propia presencia en la misma casa donde poco después murió su madre. Le fue suficiente ver a los camilleros del servicio de salud pública llevarse al incinerador el bulto hediondo a vejez y alcohol de caña.

Todas las mujeres tienen hijos algún día, por eso no le sorprendió saber que su mujer estaba embarazada. No había más que decir. El resto era traer dinero a casa y aceptar que ahora había dos seres más en su vida a quienes entender para qué estaban ahí.

Paso mañanas completas ensamblando lámparas caseras que salgo a entregar por la tarde. Luego vagabundeo hasta la madrugada mientras observo aparadores y edificios viejos. Todo son luces, piedras que resisten al tiempo, olor de pollos congelados y sonidos a la distancia de autos y camiones de bacheo. Hay también algunos desconsolados que a esas mismas horas vagan en silencio por culpa de una pesadilla de cruda o de droga, o por tener que regresar a dormir junto a alguien que no quieren; otros más, buscaban una razón para no odiar el día completo. En algún momento, reflejados en los aparadores, veo unos ojos vigilantes que me recuerdan aquellas tardes dominicales cuando cortaba pollo con enormes tijeras de sastre antes de echarlo a la olla hirviente. De regreso a casa, en el paréntesis abierto entre la noche y el día, encuentro a mi mujer dormida en el sofá abrazada de nuestro hijo y sus recuerdos cubiertos con un edredón de lana; penumbras excepto en la cocina y el televisor sin sonido y colores chillantes. Así lo dispuse y nadie lo objetará jamás. La recámara es solo para mí, la convertí en un taller donde armo explicaciones sobre un mundo que conozco a través de recortes de revistas, periódicos viejos, expendios de pollo, gente muerta o que agoniza en bancas de parques abandonados, y por una voz que nunca termino de entender qué me susurra.

Una noche abrió la puerta de la habitación y miró a su mujer y al niño. Los destapó jalando de un tirón la cobija. El niño sostenía una taza de peltre con muñecos que aquél puso entre sus manos la mañana del día anterior. El culo flácido de la madre lucía igual. La cicatriz en el vientre de ella lucía igual. De hecho todo lucía igual si se detenía a pensarlo un poco. Reacomodó la cabeza de la mujer en el descanso y la mano de ésta sobre la sien del niño cubierta con un gorro de estambre. Tomó su abrigo del gancho fijado en la puerta de su recámara y mientras se lo ponía escuchó ruidos de la ventana siempre abierta y sin cortinas. Dio un paso atrás y cerró la puerta. Inmóvil puso atención a los sonidos que venían de fuera.

—¡Apúrate, nos van a ver!

Risillas, pujidos y algo que se restregaba en el muro seguidos de mas risillas y murmullos.

Se sentó al pie de la cama y esperó. Unas piernas Desnudas y Torneadas se esforzaban por encontrar algo firme en qué apoyarse. Los zapatos negros con hebilla lucían raspados de las puntas. Las bragas descubiertas por la falda tableada no estaban sucias. Los brazos protegidos con un suéter ralo no significaban nada. El pelo caía libre por la nuca. Decidió permanecer a oscuras mirando a las ventanas del edificio vecino. Hasta entonces puso atención en los focos que colgaban de los techos y en las cortinas palidecidas por éstos.

Brincó hacia la habitación una chica que a sus ojos no tendría mas de quince años. Al verlo emitió un grito sordo, de asombro cuyo eco fue absorbido por una voz pausada y grave.

—Tranquila, no te va a pasar nada.

La chica se quedó inmóvil tratando de reconocer en la penumbra cobriza la silueta que hablaba.

—Dile a quien te espera en la calle que entre, nada les va a ocurrir.

—Discúlpeme por favor, solo iba...

—Dile que venga, quiero saber quiénes son ustedes—, exigió sin mover una sola parte de su cuerpo, sentado al pie de la cama bien tendida.

La muchacha fue a la ventana y se inclinó hacia fuera. Sus piernas aun no eran amenazadas por la celulitis. Era un cuerpo que retaba cualquier programa de dieta.

—Me han sorprendido. Quiere que vengas tu también.

Una voz ininteligible respondió de la calle.

—Dice que no nos va a pasar nada —insistió ella, suplicante. Luego enfrentó al hombre.

—Necesito abrirle.

—Hazlo, pronto.

La chica se asomó de nuevo, hizo una seña y se dirigió recelosa a la puerta de la habitación.

—Anda, ábrele —la apuró el hombre.

La chica salió de la habitación y aprisa llegó a la puerta de entrada. Miró a la mujer y al niño recostados frente al televisor y luego al hombre que la seguía con la vista mientras fumaba de pie atrás del umbral.

Lo primero que encontró el chico al abrirse la puerta fueron ojos sin vida. Era un joven escuálido que vestía vaqueros rotos de las nalgas según apreció el hombre cuando aquél se dio la vuelta para cerrar cuidadosamente. Arrastraba discreto la pierna derecha al andar. En algo recordaba a Elvis. Los muchachos se dirigieron a la habitación sin despegar sus miradas de la mujer y del niño. El hombre retrocedió hasta la ventana y esperó a que entraran.

—Cierren —dijo con voz plana.

Obedecieron y luego el muchacho trató de disculparse.

—No quiero oírte. Que ella me diga a qué vienen y desde cuándo.

Sin pensarlo mucho la chica habló con voz quebrada por un llanto que nunca terminaba de romper.

—Descubrimos su cuarto desde aquella ventana —señaló al edificio vecino—, él vive ahí. Las luces nos llamaron la atención —señaló una de las paredes con su dedo índice, largo y con la uña roída—. Decidimos ver qué había aquí y nos gustó lo que encontramos. Nos dimos cuenta que la señora y el niño dormían en la sala. No se despiertan ni... —El chico la interrumpió con un toque en el brazo.

—Ni...

—Rompimos uno de los frascos que están ahí —la muchacha señaló al mueble de cama—, pero estaba vacío. No pasó nada...

—Prende la luz —ordenó el hombre al chico acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza dirigido al interruptor. El chico obedeció y se frotaba las manos en los muslos. Su cojera se acentúo. Ambos chavales carraspeaban.

En una de las paredes había cuatro repisas de madera que cubrían aquélla de lado a lado, repletas de frascos de vidrio de diferentes tamaños que contenían vísceras, un cerebro pequeño, ojos y orejas que tomaban colores metálicos con la serie de luz intermitente que fue accionada. El muro y la lámpara de techo estaban cubiertos de celofán rojo y amarillo que reflejaba las flamas de algunas veladoras eléctricas e incensarios con copal ardiendo frente a una pequeña urna. Las brasas soltaban hilos de humo que al llegar al techo lo acariciaban en su huida por la ventana. En una esquina del mueble de cama, como un libro que se lee por las noches, estaban las viejas tijeras de sastre. El olor era intenso e indefinible.

—¿Qué más han visto?

—Nada más, solo hemos estado aquí unas cuantas veces—, respondió la chica. Su novio pasó sus manos por los hombros frotándolos como si fuera un entrenador de boxeo.

—¿Hace cuánto que se conocen?

—Desde...

—Deja que conteste ella.

—Desde niños —respondió la muchacha luchando contra la carraspera.

—Demasiado tiempo. Como ven, no tengo cortinas, no hacen falta —señaló al edificio, había una distancia considerable—, pero no tengo intenciones de mostrarlos a nadie—. El hombre miró los frascos como si les hablara a ellos.

—¿Se han preguntado para qué los tengo?

—Sí —respondió el chaval.

—Tú respondes cuando yo te lo pida—. El tono de voz del hombre no varió en el tono una escala. La atmósfera en la habitación moderaba el interrogatorio.

Los chicos se miraron de nuevo, ella arqueó la cejas y respondió.

—Creímos que usted era médico.

—¿Sólo los médicos pueden tener restos humanos en sus casas?

—...

—¡¿Para qué tendría un medico restos humanos en su casa?!

—...

—¿No creen que nadie más pueda hacerlo? ¿Eh? Díganme, ¿qué más han hecho aquí?

—Nada.

—¿Nada?—. El hombre dio unos pasos en dirección a los muchachos y se detuvo con el sonido de la voz.

—No tenemos otro lugar para... estar a solas—. El chaval tenia la boca reseca y se pasaba la lengua por los labios.

—Ya veo—. El hombre dio otro paso hacia el frente y se detuvo cuando la pareja se abrazó mirando hacia las luces. —Abran un frasco... el que quieran. ¡Vamos!

Los muchachos lo veían inmóviles, como a un enorme pájaro que había entrado por la ventana, temerosos de ser atacados.

—Son un par de gallinas. ¡Salgan de aquí, rápido!

Los chicos se dirigieron a la ventana.

—No, por la puerta.

Obedecieron sin darle en ningún momento la espalda. Al llegar a la sala aceleraron el paso sin perder de vista a la mujer y al niño impasibles. Antes de salir se despidieron con una seña de mano. El hombre los seguía con gesto ausente desde la recámara. Prendió un cigarro y observó al televisor, luego a su mujer y al niño. No había para qué moverlos.

En la entrada de su edificio, el chico apretó el trasero de su novia y dijo:

—Nos llamó pollos.

—Gallinas.

—Es igual. ¿Te fijaste en sus hombros?, ¡la caspa, parecía korn fleics!

—¡Ella, qué hinchada estaba de tanto dormir! Pobre niño, estaba azul de frío.

Se miraron por un instante hasta que rompieron en carcajadas histéricas. Antes de despedirse se besaron. Eran felices.

© J. M. Servín, 2000, [email protected]
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