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Dos poemas de Juan Gonzalo Rose

A manera de recuerdo y homenaje

 
 

Juan Gonzalo Rose (Tacna, 1928-Lima, 1983) fue un poeta peruano que se lanzó a los vientos de la poesía social, pero también a aquella íntima, lírica poesía, que ha trascendido su propia muerte. Los dos poemas que incluimos aquí fueron escritos en México, adonde Juan Gonzalo fue desterrado en 1951 por su militancia en la Juventud Comunista.

El 10 de enero de este año, Juan Gonzalo hubiese cumplido 70 años. Para él, para todos, va este, su propio recuerdo. (VHO)

 

Las cartas secuestradas

Tengo en el alma una baranda en sombras.
A ella diariamente me asomo, matutino,
a preguntar si no ha llegado carta;
y cuántas veces
la tristeza celebra con mi rostro
sus óperas de nada.

Una carta.

Que me escriba una carta quien me hizo
los ojos negros y la letra gótica,
que me escriba una carta aquella amiga
analfabeta de pasión cristiana;
duraznos de mi tierra: que me escriban,
vientos los de mi rambla: que me escriban,
y redacte una carta pequeñita
mi hermana abecedaria y pensativa.

Muertos los de mi infancia
que se fueron
dormidos entre el humo de las flores,
novias que se marcharon
bajo un farol diciendo eternidades,
amigos hasta el vino torturado:
¿no hay una carta para Juan Gonzalo?

Si no fuera poeta, expresidiario,
extranjero hasta el colmo de la gracia,
descubridor de calles en la noche,
coleccionista de apellidos pálidos,
quisiera ser cartero de los tristes
para que ellos bendigan mis zapatos.

El día que me muera —¿en una piedra?—,
el día que navegue —¿en una cama?—,
desgarren mi camisa y en el pecho,
¡manos sobrevivientes que me amaron!,
entierren una carta.


El vaso

Roto ha de estar, supongo,
el vaso cojo de mi antigua casa.
¡Cómo ha podido contener, él solo,
el agua toda que bebí en mi infancia!

Alguna mano familiar y amiga
debió romperlo —una tarde, acaso—,
y toda el agua de mi infancia rota
cayó en mi alma, viuda de ese vaso.

No lo neguéis (mamá, no ha sido adrede):
desde aquí estoy viendo,
parado y solo en terraplén extraño,
el agua de mi infancia derramada.

Así como yo cuido mi corazón, cuidadme
los amados objetos de ese reino
que edifiqué con risa ya llorada.

Ayer —no me lo dijo nadie: lo he sabido
como se advierte el olor del llanto
en la cama de hotel que nos cobija—,
alguien ha roto el vaso donde un niño
supo peinar la sed de lo jugado.

Por eso insisto:
guardad las cosas del que está lejano,
defendedlas de los vuelos terribles de la mano.

Estar ausente tantos años hace
sentirse un muerto al vivo más presente,
y por eso perdono (yo, el culpable)
tanto naufragio,
tanta rotura de alma impunemente.

Pero el vaso, no; el vaso, nunca:
otros vasos habrá, pero ninguno
que conserve los versos de la fuente.

© Juan Gonzalo Rose
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