[Ciberayllu]

Mínimo recuento de sucesos privados

Jorge Frisancho

 
 

 

Para que algún día el cuerpo sea un hecho suficiente
Mario Montalbetti

1

Aquella misma dama que me descubría
sus ojuelos dorados, la dama que sinceramente
me mostraba la piel, la lengua, la entrepierna
en silencioso baile desarmado
                        de la sombra en la sombra,

aquella misma dama desconoce
en este instante agudo la vigilia
que me deja habitando al despoblarme
los párpados de sí, las manos suyas
de esta propia mano enfurecida
con la que toco el aire en vano a toda prisa
y me cercioro a tientas, ciego y torpe,
de su ausencia infinita.

(De su ausencia tenaz, de su callada fuga
me hablan ahora mismo las heridas horas
por las que transitamos como paralelas
líneas sin tensión, pero precisas,
hasta llegar al borde de la madrugada
y desollarnos en ella la piel viva
como en abierta hoguera de palabras puras
que inútiles ardieran
la voz que las pronuncia.)

Para ella sea entonces la tonada
que silbo ahora mismo (o que me silba)
—la música menor, azul, de esta cantiga:
porque eso hemos sido, y ahora estamos siendo
intensamente idos en el breve segundo
en que desaparece con fiereza
y, de ella abandonado, no la olvido.

2

(en homenaje a tu pequeña muerte)

Estabas sobre mí —son tus palabras— «como una ranita».

Mudamente en tu interior, haciéndome de viento, supe
de la breve perfección que le reservas
al fiero cuerpo inmóvil de tu cabalgadura; supe
del revés del instante, de ese tiempo sin tránsito
en que sólo se ondulan
los músculos de un cuerpo sin heridas. Hubimos
de llegar, y estábamos atando
el uno al otro a tientas, con gemidos
y voces que sin premeditación se conmovían, en el frágil ascenso
y luego, repletos de silencio, en la caída.

Y luego en la caída, supe
que ese mismo silencio nos nombraba,
que cada órgano tenso, tuyo, finalmente
y mi órgano único, en quietísima danza,
estaban ahí mismo de su comunión,
y que a esa comunión —«una ranita»—
en mínima memoria le pertenecerían. Ciegos
de aquella certidumbre, devolvimos
a las pieles ardidas la distancia. Sin embargo,
esa pequeña muerte es todavía
la música que hicimos, y es ahora
calladamente ella que me habita.

3

Nos hubiera hecho falta, para la breve ansia
de los cuerpos, la esperanza de hallarse
en el segundo siguiente en un lugar distinto, renovados
por la suma de abrazos y de voces que volvían
idénticos a sí tras el volteretazo
pero luego tan limpios. Sin embargo
nos dejamos llevar, quién sabe a dónde, por la turbia deshora
de falsas cercanías y mediocres destinos
y cubrimos de silencio, temerosos, ese frágil instante
de estarnos tan así, perfectamente
tranquilos y desnudos. Al cabo, ya lo sé,
esas mismas palabras mentirían.
Pero hubiera hecho falta, y fuera bello ahora
haberlas dicho.

4

De la ruina del tacto
tomo sólo silencios demorados, ávidos, y sólo
la ausencia sostenida que los alimenta
(como a fantasmas quietos, pero no menos ciertos, y sutiles)
con retazos de la piel de quien recuerda.
                        Qué difícil trabajo, la memoria
de idiomas que nacían para nada, la memoria de cuerpos
de través, de voces y de gestos
que aquí sólo significan su abandono y su pérdida;
qué difícil memoria la de ese trabajo
que hacíamos después, no ahí, tan luego
para apenas negarlo.Y qué hacíamos después sino negarlo
con palabras opacas y vencidas, éstas, que repito
para no haberlas dicho. Inútiles, tenaces,
de la ruina del tacto componían
estas mismas palabras sus silencios ardientes
y en ausencia del fuego, frío y recordando
es en esos silencios que me quemo:
qué difícil trabajo
estar ahora de ti, en lento incendio
y de tus sombras vivo.

5

estoy en el ausente
espejo, en esta hora: estoy
en el silencio
en el sueño cerrado
estoy en el cansancio
como cuál memoria, como cuál fantasma
estoy en la palabra que se traba

en el ojo imposible
en esta misma hora hija de puta
que me crece por dentro como un arañazo —estoy

                        sobre la sorda sombra
                        de la distante mañana

detenido en el tránsito y sin música, ciego
en este pobre día de verano

                        estoy intensamente
                        tendido bocarriba
                        recordando

cada una de las frases que dijimos, la piel
que las decía, ahora ya sin voz, enmudecida
de estarse no de ti sino de sus lamentos
inaudibles; estoy en esa piel
desprendido de tacto y movimiento, quieto
de no hallarte en el aire en el que mal reposan
los órganos heridos, solo
de morderme impropios verbos
que te pertenecían

y que vuelven, uno a uno, inciertos de sentido
a decirme su silencio en esta hora

y en esta misma hora hija de puta
estoy en el vacío

6

«No deseo juegos, ni bailes, ni puentes».
Ella   

Del juego de tocarte, el fuego
de estarse así calladamente en los sonidos
que hacíamos trepándonos los montes
que tercos juntamente palpitaban, ahora
es lo que recuerdo.

El baile de ese pálpito, el silencio
de la danza en que nos encontramos,
y luego la distancia que nos deshacía.

Que fuera el cuerpo el puente
por donde transitáramos con sed, es lo que quise.
Que fuera
la piel el territorio en el que hallaban
las palabras su mejor sentido, el deseo
su consuelo y su calma, las voces malheridas
su música, en breve cercanía. Que desnudos
nos supiéramos plenos, y vastos, y limpísimos.

De esa voluntad imperdonable, el tránsito
apenas permanece. Poseo
de ella las metáforas más tristes, los adverbios
inútiles, los más pobres adjetivos. Puente, baile, juego: solamente
palabras que repito. Ahora —tú me entiendes—
no voy seguir. Aquí termino.

(coda)

«El cuento de nunca empezar» decía la canción que me cantabas
la primera tarde.
Ahora, tanto tiempo después —y fue tan poco— entiendo
que de inicios fallidos
un cuento breve y bello construías. Y he aquí
que el principio del cuento que me hiciste
no concluye, mas sin resolución
de tanto no empezar declina.

 

Comentario privado al autor: ©Jorge Frisancho, 2000, [email protected]
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