El cumpleañosCuentoJorge Frisancho |
arisa sostiene su copa en la mano por unos segundos, contemplándola con una cierta avidez, con una cierta ansiedad, pero no dice nada. La miro desde el otro extremo de la habitación, sentado sobre la poltrona que en otros tiempos fue mía, mi propia copa descansando sobre la mesita de centro. Pienso que me observa a través del vino, mi rostro deformado por las refracciones y los brillos del líquido y el cristal, y que me estudia de esa manera más cercana, quizás, a lo que sabe de mí, a lo que siente por mí, a lo que soy o he sido para ella. Pero quizás no sea cierto. Los segundos pasan en silencio, heridos y vacíos. Luego, dándome la espalda, sale hacia el balcón.
La primera casa en que vivimos juntos era antigua y olorosa, húmeda, triste. La quisimos enormemente. Nos la alquilaba un conocido por un precio casi nominal. Aquella casa tenía sus idiosincrasias, sus curiosidades. Cuando algunas noches hacíamos funcionar el horno de microondas (regalo de sus padres en ocasión de la boda) por más de quince minutos, se iba la luz. Nunca averiguamos por qué. Nos daba risa. Teníamos que salir al patio en medio de la oscuridad a cambiar los fusibles, linterna en mano, y hacerlo nos hacía sentir juntos, unidos, solidarios ante las pequeñas inconveniencias a que nos enfrentaba la realidad. Quizás, he pensado a veces, jamás debimos salir de ese lugar. En ese tiempo Marisa trabajaba en la agencia de diseño, lo dejó después para establecerse como freelance. Yo ya estaba haciendo carrera en el estudio, aunque era aún muy joven y no había presentado mi tesis en la facultad de derecho. No sé por qué recuerdo ahora estas cosas. Quizá porque estamos ya tan lejos, tan ausentes el uno del otro. Quizás porque apenas puedo distinguir su figura a través de la mampara opaca, los codos apoyados sobre la baranda del balcón, el cuerpo inclinado hacia la inmensa noche. A este departamento nos mudamos después del nacimiento de Patricio, nuestro hijo. Era apenas un bultito lleno de olores y sonidos vagos, tendría dos o tres meses, cuando lo trajimos aquí. Es uno de esos edificios nuevos, modernos, funcionales, diseñado para alojar familias jóvenes y adineradas, parejas profesionales en carrera ascendente. El departamento es grande, tres dormitorios, baño y medio, una bella vista sobre el litoral. Marisa ha rehecho la decoración, y ahora en el interior dominan los contrastes de color (borravino y amarillo, blanco contra violeta). Yo nunca estuve muy de acuerdo con esta mudanza, pero Marisa insistió y acabé cediendo. No es que quiera culparla de nada, no ella no podía, nadie hubiera podido prever lo que sucedió después. Pero esos son los hechos. Marisa buscó y escogió el lugar, ella lo llenó de objetos y de aparatos, ella hizo de él un sitio a su medida, habitable; yo me limité a seguirle la corriente, y a organizar el traslado cuando llegó el momento. De mutuo acuerdo ella se quedó viviendo aquí luego de nuestra separación. A pesar del tiempo transcurrido (nos separamos hace más de cinco años, y el divorcio se hizo final hace seis meses), la poltrona que ocupo parece haber conservado una vaga memoria de mi forma, de mi peso y mis dimensiones. Solía sentarme aquí las mañanas de domingo, temprano, mientras Patricio y Marisa dormían en los cuartos del otro lado del corredor. Me sentaba a leer los periódicos del día con una taza de café al alcance de la mano, los pies en alto, en bata, y estaba en paz. Siempre fui, esta es la verdad, del tipo doméstico, dado a los más pequeños placeres de la vida matrimonial. Leía el periódico aquí, tomaba mi café, y esperaba con anticipación y gozo que Patricio y Marisa se acabaran de despertar. A ella le gustaba dormir hasta tarde los domingos y lo hacía con fruición, con deleite. Podía dormir diez horas y levantarse de perfecto humor. Ahora, me lo ha dicho, duerme siempre a sobresaltos, y se despierta todos los días, gruñendo, alrededor de las seis. Me gusta que Marisa haya decidido conservar mi poltrona. Es como si también ella recordara aún, como si quisiera hacerlo; como si guardara a voluntad los rastros de mi paso por este departamento, por su vida, en vez de borrarlos para siempre de un envión. Cosa que, debo confesar, yo mismo he hecho con los recuerdos acumulados de nuestro matrimonio. Ahora que vivo solo, no demasiado lejos de aquí a decir verdad, no retengo ninguna de las cosas que fueron nuestras, he decidido vaciarme de ellas y borrar los vestigios de lo que fuimos, de lo que quisimos ser, y me he rodeado de objetos nuevos en la absurda, fracasante convicción de que de esa manera me estoy distanciando de lo que pasó. Sentado aquí, en la poltrona que me sabe y que Marisa no ha querido retirar, me doy cuenta de que cometo un error, y descubro también que me faltan fuerzas, que ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. Va siendo la hora. Me pongo de pie, recojo mi copa aún medio llena y salgo también al balcón. Marisa me recibe sin gestos, sin hacer evidente ninguna emoción. Está mirando hacia el mar, la calle catorce pisos abajo, los techos vecinos, la oscuridad. La abrazo por la cintura y se acomoda en mí, apoya la cabeza sobre mi hombro, como hizo tantas veces en este mismo lugar. Ha terminado su vino (he notado que lo hace mucho más pronto de lo que solía; en el tiempo en que antiguamente bebía una copa ahora da cuenta de dos o tres). Contemplamos juntos la noche por unos instantes. Luego Marisa exhala un suspiro que no lo quiere ser, un suspiro reticente, a medio camino entre el cansancio y la melancolía, y se separa de mí. Siempre me gustó esta vista, ¿sabes? me dice. Fue lo que me decidió a comprar el departamento. Este horizonte tan amplio, tan limpio, que te hace sentir como si pudieras volar. No hay quejas ni quiebres en su voz. Habla con una sinceridad mecánica, abatida, atravesada de indiferencia. Esto es algo, lo he aprendido también, que te hace la continuidad del dolor, la herida abierta y ardiente que un buen día, aunque no desaparece, deja de importar. ¿Estás listo? me pregunta después. Vamos le digo asintiendo, aunque no lo estoy (ni lo estaré jamás). La sigo de regreso al interior del departamento. Cuando hemos entrado los dos cierra cuidadosamente la mampara de vidrio, asordinando los ruidos del exterior. Me indica mi puesto en la mesa del comedor, y la obedezco. Hay dos platitos, cubiertos de postre, servilletas en la mesa ya tendida, quizás desde hace horas. Marisa va hacia la cocina y vuelve enseguida con una fuente en la que se balancea un pastel con diez velas. Sé que se ha ocupado el día entero en prepararlo. La imagino haciéndolo, casi puedo verla, y eso me produce una desazón física, hecha de arcadas y contracciones, de pequeños espasmos, de náusea. El pastel es el mismo todos los años, de chocolate y crema y fudge, el favorito de Patricio. Nos sentamos frente a frente y comemos en silencio nuestras porciones. Marisa lo hace emitiendo un gemido suave, dulce casi, apenas audible. No llora dice que ya no lo sabe hacer. Después, cuando hemos terminado, retira las velas una a una y vuelve a la cocina para arrojar el sobrante a la basura. Cuando regresa nos abrazamos, y siento su cuerpo temblar contra el mío, que permanece laxo, impávido, frío, deshecho de toda sensación. Luego, al separarnos, veo que sus ojos están turbios, oscuros, como de cristal. Nos despedimos en la puerta del departamento con un beso en la mejilla, tomándonos de la mano, sin palabras. Pasará un año, lo sabemos ambos, antes de que nos volvamos a ver. Es temprano aún, no llegan a las diez, pero mañana es día de trabajo, pienso mientras ella cierra la puerta a mis espaldas, y a los dos nos hace falta descansar.
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