21 abril 2005

Tres prosas breves*

[Ciberayllu]

José Donayre

 

Prosopon

Las iniquidades de la historia oficial no son pocas ni recientes, al igual que la verdad administrada por el Estado hegemónico de turno o el conocimiento divulgado masivamente por los textos de autoayuda. La exactitud de los hechos, la revelación prístina y el saber impoluto pueden hallarse en los lugares más inesperados y, por tanto, pasar imperdonablemente inadvertidos. Si no fuese por ciertos párrafos del opúsculo de factura anónima Flatus vocis (Roma, 1466), Jerónimo de Cumas sería otro fantasma sin nombre, un cadáver más sin lápida, no obstante la importancia que tuvo en su tiempo como individuo entregado a develar los grandes misterios de la fe cristiana. La santa empresa de Jerónimo nació, en sentido literal y figurado, con la marca de Caín (como conclusión de un ciclo que empieza con la tentación de Eva). En ésta encuentra la ruta de un pensamiento sustancial a los esfuerzos de mantener el invento del Ser Uno y Trino. Ante la creciente amenaza del error modalista de considerar que el Verbo no tiene existencia propia, Jerónimo enfatiza el ejercicio de renombrar al tercer prosopon en el género gramatical empleado por los evangelistas gnósticos del norte de África, es decir, afirmar el carácter femenino de la esencia divina. Así, la Espíritu Santa devendría no en fruto, sino en fruta, tanto en su estatus como en su grado, forma y especie: Ésta procede del Padre (la raíz) por el Hijo (la rama). Al enterarse el papa Anterus, a poco de asumir el pontificado, a finales del año 235, de las nobles reflexiones de Jerónimo, lo llama ante él y le invita a formar parte de su entorno como consejero en asuntos fundamentales —¿no es acaso clara su impronta en la prescripción de que las reliquias de los mártires fuesen recogidas y conservadas en un lugar llamado scrinium?—. Y para calmar las ansias teológicas del sabio de Cumas, Anterus le promete atender su argumento en un concilio que jamás se realiza, pues un martirio ordenado por un emperador bárbaro de la Tracia acabó con los innovadores planes papales. Meses después, un milagro (¿o una torcida intervención de Satán?) dio fin a las inspiradas pretensiones de Jerónimo. Caer en desgracia no es una figura honesta con lo que sucedió. Sólo cayó. Pero tras esto, fue devorado por el olvido de la historia, la tradición y el canon que dictan quienes triunfan. Mientras Fabián era elegido nuevo papa, una paloma, símbolo indudable del tercer prosopon del Ser Uno y Trino, se posó sobre su cabeza. Jerónimo —soberbio, vanidoso, vehemente, pero jamás insidioso— se abrió desesperadamente paso entre los asistentes para lanzarse sobre el ave que coronaba al flamante Papa y hurgar en su plumaje, a fin de determinar el minúsculo sexo. Nadie escuchó su descubrimiento ni su sacro argumento ni, mucho menos, los alcances de un dogma que hubiese evitado un sinnúmero de guerras santas, cismas dolorosos y la postergación del eterno femenino.

 

Estilita

En la edad del equilibrio, El que Obedece, ya sin el recuerdo de la distancia-altura-trascendencia que había ido erigiendo para abrazar plenamente la soledad, sucumbió mientras se enredaba en la recitación de la octava bienaventuranza. La visión beatífica que se imprimiera en su rostro, en el último instante de conciencia, la fue devorando una bandada invisible de aves de rapiña. Cuando sus admiradores consiguieron subir para rescatar los restos, sólo hallaron la sombra de lo que esperaban: un burro muerto con un habano en el hocico. Mientras tanto, abajo creció una turba alrededor de un piano —sólo sonaban las teclas negras, de izquierda a derecha: una melodía trunca, nada celestial—. La multitud reclamaba el cuerpo. Cada uno pretendió hacerse de un souvenir por pequeño o repugnante que fuera: despojos de despojos. Todo estuvo a punto de reducirse a nada, a periódico nihilista; de perderse en una gaseosa vida ejemplar. De pronto, llegó un Morris Léon Bollée negro, bajó una niña con rostro de nenúfar y se abrió paso entre los admiradores que se disponían como cúmulos. Exigió a viva voz la cabeza del afamado anacoreta, pues había que salvarla de la carcoma, de las avispas que siempre van buscando un nuevo hogar, de los fabricantes de amuletos, de los neurocirujanos agnósticos y de los paparazzi. La niña en flor recibió de una mano sin brazo ni antebrazo una bolsa de boutique con la gran cabeza del solípedo. Algunos afirmaron haberla visto desvanecerse; otros, convertirse en zarza; muy pocos, regresar al automóvil y echarse a llorar con la enorme testa sobre su regazo. Como telón de fondo, la columna se desmoronaba.

 

Agnosia

Tras cargar dolorosamente sus huesos hasta el fin, después de rendirse ante la insistente atrofia de no pocos órganos, cayó muerto frente a la gran piedra que señalaba el término oeste de la ciudad. Cientos de transeúntes lo vieron, durante días, descomponerse hasta ser caldo de cultivo para existencias repugnantes. Entre la inmundicia y la fetidez de los restos, empezó a asomar la osamenta y la leyenda acerca de sus bondades para aliviar ciertas penas del alma. Horas después de que se recogiera la última fracción de reliquia, un sismo movió la inmensa mole de granito hacia el lugar en el que se hubo de derrumbar el despreciado errante. Conforme los despojos empezaron a curar insomnios, delirios, epilepsias, tercianas, lepras blancas y posesiones diabólicas, fue creciendo el número de peregrinos que dejaba ofrendas y hacía abluciones, entre sahumerios, ensalmos, rezos y promesas. Un artista, por encargo de un poderoso comerciante, rescató la forma que contenía el gran bloque: un macizo y sereno rostro que parecía nacer de las fuerzas del subsuelo. Los otrora niños que presenciaran el malogramiento del errante, entonces ya viejos carcamales, dieron fe de la semejanza entre el recuerdo que apenas asomaba y la pétrea faz —ante el reclamo de las autoridades, que encontraban un sacrílego parecido con los rasgos del ostentoso mercader—. Tras la muerte del último testigo, un rapsoda y sus epígonos recogieron las enseñanzas del maestro que, de acuerdo con los habitantes del monasterio aledaño, se hallaba bajo el bloque esculpido. Tras las guerras intestinas por el gobierno de esta santísima casa consagrada al legendario profeta, un iconoclasta partió la lápida y corroboró la verdad de la hasta entonces cuestionada Escritura: el cuerpo glorioso no estaba, pues había ascendido para regocijar a los herederos de la indolencia.

* * *

* Del libro Horno de reverbero.


© 2005, José Donayre
Escriba al autor: [email protected]
Comente en la Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Más literatura en Ciberayllu.


Para citar este documento:
Donayre, José: «Tres prosas breves», en Ciberayllu [en línea]


560/050421