22 febrero 2006

La agonía y la muerte y otra vez la agonía de un desventurado

Cuento

[Ciberayllu]

Jorge Díaz Herrera

I

Sus ojos, dos espantos al fondo de las ojeras, se desataron en lágrimas y nos rogó quedo, pero como si gritara: Yo no quiero ir al infierno, Tráiganme al cura. Sáquelo de donde esté, díganle que el diablo ya me está jalando. Corrimos a trancazos, galgos, y entramos bruscos a la misma sacristía donde el cura Wenceslao, de puro sorprendido, casi deja caer el crucifijo que estaba desempolvando. Le rogamos:

—No sea malo, padrecito. No sea malo. Si es pecado hacer lo que tanto le pedimos, hágalo. A usted todavía le queda vida para los arrepentimientos. Pero Aníbal ya casi es difunto, y nada sino su bendición puede darle ese poco de alivio que está suplicando. Hágalo por doña Carmela, las madres no tiene por qué pagar las culpas de los hijos. Si ella no vino con nosotros es porque está renga.

Y el cura Wenceslao:

—De nada valdría. Su alma ya está condenada. Yo no sólo estaría faltándole al Altísimo sino dándole ánimos a tantos mequetrefes para que se enfanguen, confiados que a la hora de las verdades han de tener su cura y santo remedio.

La llovizna de la madrugada nos golpeó como granizada. Regresamos cabeza gacha al llanto de doña Carmela:

—No quiere venir.

Y ella:

—Seguro no le supieron rogar como deberían hacerlo. No lo ablandaron bien. Con buenas razones hasta las piedras se conmueven.

Y nosotros:

—Lo único que nos faltó es besarle las manos, arrodillarnos.

—¿Y qué les costaba hacerlo?

Quisimos decir otras cosas, temimos dejarla con la idea de no haber puesto empeño. Los ojos turbios del agonizante nos hacían oír quién sabe lo que no nos decía, y nos volvimos de regreso a la parroquia. Y el monaguillo: El padre se fue volando a la casa de doña Carmela. Regresamos: el cura Wenceslao con una oreja pegada a los labios del enfermo, oía lo que nadie oía y movía la cabeza de derecha a izquierda entercado en negarse a lo que sin duda le suplicaba el pobre agonizante. Como si lo estuviéramos viendo: el cura empecinado en el no y no, mientras iba pasando entre los dedos largos de sus manos arrugadas las cuentas del rosario de nácar.  

II

El pueblo era la gracia de levantarse por la mañanita, oír cantar los pájaros entre sorbos del desayuno caliente y marcharnos a las plantaciones de arroz, que era donde crecían nuestras ilusiones. A veces el cielo se enojaba y, ¡agua quién te viera! La desgracia no sólo nos llenaba de remiendos sino, lo peor, nos quitaba la alegría. Las buenas costumbres se desmoronaban y nos convertíamos en ladrones de nosotros mismos: noches enteras de orejas atentas a los corrales, al tanto de nuestros animales. Pero en los últimos tiempos, Dios andaba de buenas con nosotros. Quizá por eso a Aníbal se le anchó el corazón y entraron en él no sólo los ojos bonitos de Emilia Paredes sino también los de Judith, la evangelista, que no se enojaba cuando le decían mujer de otro. Y Judith, vestida de seda blanca, recibió junto al bueno de Aníbal  el sacramento del matrimonio, en otro pueblo cercano, tan igual a como antes lo recibió la Emilia junto al mismo Aníbal en nuestra parroquia de la Santísima Virgen de la Macarena, de manos del cura Wenceslao. Hubo hijos en uno y otro lado, criaturas que llamaban mamá a las dos mujeres y dormían y comían donde los agarraba la hora, bien en casa de Emilia, bien en la de Judith que, valgan verdades, no se tenían el menor rencor. Y caminó tanto el tiempo que ya nadie supo decir quién fue la primera mujer y quién fue la segunda. Hasta don Damián, el peluquero, para quien no había olvidos ni secretos, y que se abrió paso solo en la vida, llegando a ser maestro de escuela, y tenía el don de hacernos ver  cuáles eran las veredas del bien y cuáles las del mal, llegó a decir: Da gusto ver cómo el amigo Aníbal ha logrado hacer del meado de gato un buen perfume, al no abandonar su alma en la bragueta sino, como buen cristiano, hacer del pecado una cosa honrada. Qué caray. Trabajar como él trabaja es como para quitarse el sombrero.

En cambio en el cura Wenceslao no corrían las aguas, y tienen razón quienes dicen que si algo hubo en su pecho fue un pozo donde se encharcaban nuestras culpas. 

III

—Ayer lo vieron calle arriba, cruzando el puente.

—Dios nos libre, Abelina. Pobre Aníbal. Muerto fresco y ya penando.

IV

El cura nuevo sí tenía traza de perdonar: no puso mala cara cuando le hablamos de la muerte de Aníbal: ojos abiertos, ojos de ahogado, y el cura Wenceslao a quien enterramos hasta con banda de músicos, se negó a darle la absolución y lo único que exclamó, voz de toro, después de soltar el rosario sorprendido por el dolor del mordisco que el moribundo le dio en la oreja, fue un viento de maldiciones:

—Ya empiezas a convertirte en perro, maldito perro.

Y ahí nomás el moribundo se quedó agarrotado con el hielo de las eternidades. Entonces doña Carmela agarró una raja de leña y, dejando a un lado su renguera, gritó: Cura maldecido. Boletero del Diablo. Y lo echó de su casa dándole como a mula. Por eso el entierro de Aníbal fue sin Dios ni responsos de cura. Y ahora este recuerdo, el recuerdo que estamos recordando, tierra removida que ha enturbiado las aguas. Porque no sólo es el ánima de Aníbal sino también de doña Carmela y, usted perdone si parezco exagerado, pero le juro que casi todos hemos visto que en la procesión de penas también va el cura Wenceslao con su rosario como soga de horca. 

* * *


© 2006, Jorge Díaz Herrera
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Para citar este documento:
Díaz Herrera, Jorge: «La agonía y la muerte y otra vez la agonía de un desventurado. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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