Noemia

Cuento

[Ciberayllu]

José B. Adolph

 

No sé cuántas veces la vi morir. Y mi primer pensamiento, cada vez, era ¿y ahora qué? Duraba hasta su primera sonrisa, hasta su nuevo despertar.

Misha, la gata negra, solía subirse a su cuerpo. Noemia, condenada definitivamente a la inmovilidad, sonreía en una cama coqueta, llena de adornos, almohadas, peluches. En mi recurrente visión de su muerte, Misha ronroneaba, esperando una caricia que Noemia ya no podía darle. Pero no: los gatos no trepan sobre los muertos.

Casi todas las noches, antes de entrar al dormitorio común, aparecía esa imagen: Noemia en la misma postura, en la misma inmovilidad, pero sin esa extraña chispa llamada vida. Esa chispa que Shakespeare llamó sonido y furia, a la que sin embargo uno se aferra como homo ludicus que en el fondo es. Uno vive porque es jugador y siempre cabe una apuesta más. Hasta que lo arrojan del casino o coge un revólver.

Para entonces, la desesperación imaginada había quedado atrás: se había instalado un horror tranquilo, casi acariciador. Atrás quedaban, con el dolor más agudo, los paseos cerca al mar, las películas a discutir en el café, los libros, la diversión por computadora. Con los proyectos habían muerto las decepciones; el adiós a las risas era también el fin de las lágrimas. La anunciada peste negra de la muerte había barrido también todas las nostalgias, porque en nuestras conversaciones en el tibio dormitorio los recuerdos ya no eran nuestros: pertenecían a la peste que lo inundaba todo.

Conocí a Noemia en un banco: fue motivo para posteriores carcajadas. Hacíamos cola para cobrar sendos cheques. Inicié una conversación poco original sobre la lentitud detrás de las ventanillas, estimulado por el cabello largo y negro y los labios color naranja de Noemia. Ella sonreía y respondía poco, pero me di cuenta de que comprendía hasta ciertas alusiones más bien culteranas a las que, como siempre, me aventuré tras algunos momentos. Tras la bella apariencia había una mente divertida y ágil que captaba alusiones literarias que hacían sospechar una silenciosa Alejandra de Sabato tras esa fachada de hotel cinco estrellas: ¿por qué uno siempre se sorprende de la inteligencia de una mujer hermosa? Es parte del largo catálogo de prejuicios que nos adorna. Esa mente divertida y ágil, sin embargo, ya estaba amenazada por los primeros, sutiles ataques de la enfermedad.

Cuatro años de loca diversión comenzaban. Dejamos a nuestras respectivas parejas, la mía formal, la de ella informal, no sin ciertos sentimientos de culpa ahogados por el irrefrenable egoísmo de lo que las artes y artesanías literarias llaman pasión. Tras quince días de hostales decidimos convivir. Comentario de Noemia: nos ha dado fuerte. Pensamiento mío: ¿cuánto durará? Por algo yo tenía 46 años y ella 22. Afortunadamente pudimos alquilar un minidepartamento con una cocinita en la que ella logró arruinar varias comidas.

Estábamos cerca de la avenida Larco y las noches brillaban para nosotros, con grasientas hamburguesas y galerías de pintura que nos permitían despotricar contra los expositores y contra el público. Comíamos donde Luigi y cafeteábamos en el Haití, juventud dorada a deshoras, inconscientes parásitos de la realidad nacional y de una globalización postergadas en nuestra permanente excitación. Nos deseábamos con sutileza pero también con violencia, armados de una ternura obscena.

La pareja de ella, un muchacho sano y simpático, tuvo el buen gusto de desaparecer sin crear mayores problemas, aunque exhalando algunas frases de comprensible despecho. Si habló de «ese viejo», como sospecho, Noemia no me lo dijo. En cuanto a mi esposa, cierto triste pudor me impide mencionar la batalla que aún continúa y, me imagino, no terminará tan pronto. Por suerte, estoy en condiciones de comprar su relativo silencio. Silencio que también desaparecerá, con todos los demás privilegios, cuando se asiente la bruma final.

Si hasta ahora he dejado la impresión de una relación plena de solemnidad erótica, de apasionamiento pornorrosa, debo corregirla por fidelidad a ambos, a nuestra verdad sin futuro, como todas. Reíamos, como cuando Noemia citaba hallazgos de Kundera: más que los hombres guapos, a las mujeres les fascinan los hombres amados por mujeres guapas; o como esa escena protoorgiástica en la que una mujer acepta (¡acepta!) hacer el amor con dos hombres y, para comenzar, los tres se contemplan desnudos en un gran espejo: ambos hombres miran el cuerpo de la mujer, pero la mujer se mira a sí misma. Aprendí mucho de psicología femenina con Noemia, y sobre esa perpetua, sorda competencia entre las mujeres que desespera a las feministas.

La cotidianidad, la privacidad, el mundo de la política y el no menos salvaje de la llamada cultura, eran objeto de un escepticismo compartido que a menudo derivaba en el tan calumniado cinismo, último y clandestino refugio de los románticos cuando finalmente se resignan a ver el mundo tal cual es. En algún momento llegamos a proyectar el Movimiento Cínico Internacional (la quinta o sexta Internacional), con claras raíces existencialistas aunque también con múltiples aportes griegos, franceses y alemanes. Sólo nos reíamos cuando nos dolía. «Esto», decía Noemia, «no lo entenderán las gentes serias, de izquierda o de derecha. Sólo los extremistas de centro como nosotros.»

En verdad, fue un amor divertido durante esos cuatro años: no sé qué puedan decir los sexólogos acerca del humor y la sexualidad. Con nosotros funcionó: ninguna tristeza postcoitum, doctor, ningún arrobamiento, ninguna mirada a la mirada, ningún delirante orgasmo que no pudiera resolverse finalmente en una gran carcajada de mutuo reconocimiento, de pacífica aceptación, de sublevación contra el consabido absurdo. Esa era su perfección, y no una ausencia de peleas (que las tuvimos, y fuertes) ni una especie de solemne metafísica de los cuerpos. La trascendencia la llevábamos dentro. El más allá, la inmortalidad, estaban incorporadas, en el auténtico sentido de esta palabra: el espíritu era absorbido por la materia; teníamos chispas de pura energía deambulando de neurona en neurona.

Pero había otras fuerzas haciendo el mismo recorrido, fuerzas a las que no voy a honrar detallándolas como si tuvieran la misma categoría moral. El mal existe, vaya si lo descubrí entonces y ratifiqué más tarde: no, no es solamente una ausencia de bien. El mal existe, tiene un cuerpo y tiene un alma, y además controla buena parte del universo. Nos deja apenas un resquicio, una mínima brecha que al fin de cuentas siempre será cerrada, pero que tenemos que intentar franquear aunque sólo sea para decirle al todopoderoso mal: aquí estamos, somos posibles, no eres único en ese mundo del que una y otra vez te apropias. Y: cuando quede un solo hombre vivo, una sola flor imponiendo colores a la oscuridad, un solo bicho arrastrando su inutilidad bajo las galaxias, mi memoria vivirá en la tuya, mal, jodiendo tu triunfo, amargando tu victoria.

Dije que esto duró cuatro años: el tiempo que falta, que no he reseñado todavía, no es solamente el de la enfermedad. Víctima de una niñez y de una adolescencia retraídas y autoagresivas, Noemia desarrolló, dentro de la relativa calma de nuestra relación y —quién sabe— dentro de los parámetros de su enfermedad o de la terapia que ésta requería, una nueva adolescencia, un ansia de vivir en rebeldía, de agredir al mundo, de descubrir la nada y el absurdo en todo, salvo en su extrañamente abierta sexualidad. Digo «extrañamente» porque una fuerte tendencia a negar su belleza (que, como fui descubriendo luego de mis dudas iniciales, no era coquetería), su inteligencia, su bondad increíblemente ingenua, su visión de un mundo maravilloso en el que sólo ella desentonaba, contrastaban violentamente con una sexualidad sana, sincera, franca, en la que se refugiaba como único medio de expresión total. Comprender esa personalidad que sorprendía a los psicólogos no fue ni fácil ni rápido. Autoagresiva, silenciosa, enmascarada tras su aspecto de belleza pituca de poco cerebro, escondía una mente torturada que sabía reír de las bromas ajenas más audaces pero a las que, paralizada por el terror a demostrar su supuesta estupidez, o de hacer notar su no menos supuesta fealdad, se sentía incapaz de responder.

Una serie de aventuras inconsecuentes tras una decepción romántica a los 17 años la habían convencido, allá en las misteriosas profundidades de ese cerebro material y metafísicamente atormentado, de que sólo debía relacionarse con hombres cuyo abandono, contrariamente a lo ocurrido y sentido en ese gran romance de su adolescencia tardía, no le importaría: nunca se había atrevido a coquetear, y cuando se le insinuaba un hombre que le gustaba, le ponía lo que ella misma me definía como «cara de palo». Ahuyentaba a aquellos de los que se podría enamorar. Yo, por edad y por otras consideraciones, no era candidato: «Me agarraste por sorpresa», me dijo una vez. «Me fregué» añadió, y simultáneamente yo dije: «Te fregaste», con nuestra fresca telepatía.

Durante esos cuatro años, mientras iba retrocediendo su autoagresividad, crecía también en ella una nueva hostilidad contra el resto del universo: un odio teórico contra la humanidad que su inocencia frente a los seres humanos concretos contradecía. Fue coincidiendo conmigo en el desprecio contra los grandes ideólogos del amor colectivo; contra aquellos que desde tribunas y púlpitos predican esas abstracciones sentimentales capaces de sacrificar al individuo prometiéndole un futuro inverificable, en los cielos o en un paraíso terrestre. Lo que, sin embargo, y esto nos parecía importante, no nos arrojaba a las hediondas costas del conformismo; lamentábamos la ausencia de Dios: nos privaba de la posibilidad de insultarlo por la porquería que había creado. Eramos revolucionarios sin utopía.

Claro que, con toda coherencia, también los predicadores de la no predicación se iban desinflando: el Camus de la rebeldía y del suicidio, murió como lo haría, 37 años después, Lady Di. Cioran, que lamentaba el inconveniente de haber nacido, murió, anciano e inaccesible al honor, en su cama. Hesse, el eterno adolescente, desvivió en Suiza, el útero neutral al que huyó cuando el fuego amenazaba chamuscar el rabo del lobo estepario. Y así sucesivamente. Lo único sensato lo dijo, pese a todo, el rumanofrancés, Cioran: «Si no me suicido es porque la muerte es tan horrible como la vida». Como si proclamáramos, parodiando viejas consignas: ni capitalismo ni comunismo, sino todo lo contrario.

Dentro de este contexto aparece Sergio: 22 años, atractivo, buenazo a primera vista, entre adolescente tardío (aunque menos tardío que Noemia, claro), serio estudiante de leyes y seductor de esquina de academia. Confluyen ante un kiosco de periódicos y galletitas, sonríe él y pone cara de palo ella pero a la tercera confluencia él le habla y el palo de la cara de Noemia se raja un poco. Desde allí, todo va avanzando hacia la simpatía, el afecto y la cama: el orden habitual de las mujeres buenas.

Ella acaba de salir de una primera crisis de su enfermedad. Luego de una atroz semana de postración en una clínica, casi perdida para el mundo, y un par de meses aprendiendo nuevamente a caminar, recordar, ver, hablar, ha salido, por primera vez sola, a ver galerías de arte. Ya no necesita compañía; yo estoy trabajando cuando ella encuentra a Sergio.

Y entonces comienza una extraña historia, tan extraña que dudo poderla transmitir sin ser acusado de falsario, de mentiroso, de inventor de sombras. Noemia y yo intentamos explicárnosla una y otra vez. Sin dejar de amarme (éste es uno de los pocos aspectos de los que estamos seguros ambos), Noemia se enamora de Sergio. ¿Revivió con este muchacho el trauma de los 17 años? La crisis que le hizo enfrentar la invalidez, la demencia y quizás la muerte ¿provocó en ella una incontrolable sed de pluralidad erótica, de vivir concentradamente pasiones hasta entonces reprimidas? Lo conversamos muchas veces, cuando salía a encontrarse en un hostal con Sergio y cuando volvía, y durante los días y hasta semanas en que, sin sufrir demasiado, dejaba de verlo. ¿Esclavitud sexual, masoquismo? Porque ella sabía muy bien lo que era Sergio: una mente simple, incapaz de satisfacer la mente compleja, hasta retorcida, de Noemia; el clásico estudiante pobre que aprovechaba muy bien la situación: chica con pareja y algo de dinero, capaz de pagar el hostal. ¿Era, entonces, un suplemento o complemento sexual y nada más? Mi primera idea, naturalmente, fue: no la satisfago físicamente. Noemia no sólo lo negaba con palabras sino también con orgasmos muy reales. Aquí quien lee esto sonríe: a éste no le han llegado noticias de los orgasmos fingidos. El lector no está obligado a conocernos a Noemia y a mí. Sólo puedo invocar a la fe: ni Noemia lo haría ni yo lo creería.

Eso nos deja con ese misterio del amor doble: nadie que no lo haya vivido en sí mismo o misma lo cree posible. Pero subsisten ciertas prioridades, y Noemia nunca perdió la suya. Estaba «enganchada», decía, mientras comentábamos en la cama su más reciente excursión, llamémosla sentimental, con Sergio. Volvía rejuvenecida, sana, y al mismo tiempo furiosa por alguna nueva estupidez de su otro amante.

«Debería terminar con este asunto», repetía, y en su siguiente conversación con Sergio, cara a cara o por teléfono, le anunciaba el fin de la relación. La conversación siempre terminaba igual: él le rogaba que continuaran, la besaba, y acababan en la cama. Parecía un antiguo sainete francés. Y nuestras risas hubieran sido más francas, menos dolorosas, si a raíz de ciertos síntomas la sombra de esa maldita, incurable enfermedad no volviera a flotar entre nosotros. En mí combatía cada vez más mi alegría y complicidad por ver vivir a Noemia (aún con un tonto-vivo como Sergio) contra mi preocupación por el futuro de mi relación con ella. Pero, ¿cuál futuro? Mejor dicho: ¿cuánto futuro?

Fue ésta última pregunta, y no una generosidad que normalmente no muestro, la que me hizo ¿soportar? ¿tolerar? ¿comprender? ¿co-vivir? una situación que para la mayoría de otros hubiese sido inadmisible, mientras simultáneamente crecía en mí un horror que me cuesta demasiado expresar. Hay derrotas que uno mismo se inflige; son las peores.

La cuestión de por qué la abandoné se convierte entonces en una siniestra adivinanza que hasta hoy no logro solucionar; no lo lograré jamás. ¿La abandoné, cobarde, egoísta, rastrero, para deshacerme de la carga de una enferma sin esperanzas? ¿Por simples celos? ¿Por orgullo herido? ¿Por estúpido e intolerante? Conozco tantos casos de uno y otro tipo que soy incapaz de responder cuál me corresponde. No voy a preguntárselo al psiquiatra. No quiero conocer la respuesta. No soy tan valiente como Noemia.

Pero sí tuve la «valentía» de sugerirle que volviera a casa de sus padres, al aparecer esos síntomas similares a los que precedieron la crisis de pocos meses atrás. «Allí te cuidarán mejor.» Le prometí mantener el contacto, recuperarla para nuestro departamento apenas mejorara, y, por supuesto, amarla para siempre: en esto último no mentía. Descubrí que el amor puede ser ahogado de muchas maneras, por uno u otro de los protagonistas, en un estado que sólo puedo comparar al sonambulismo o a la esquizofrenia.

Simplemente desaparecí, como un ladrón en la noche. No fui a verla, no llamé a la casa de sus padres, no hablé siquiera con esa hermana cómplice que me llamó varias veces, excepto para excusarme mencionando problemas inventados, del trabajo, con mi esposa, con estupidez y media que, me imagino, no habrá creído. Como un ladrón en la noche.

Dicho y explicado todo y nada, sólo queda preguntarle a Misha, la gata negra que jugueteaba con Noemia hasta que el sufrimiento de ésta o su partida a casa de sus padres la acobardó y la obligó a esconderse en el clóset, y al morir Noemia a desaparecer para siempre, de qué se trató. Si pudiera encontrarla y enfrentarla. Dos eventualidades que me aterran. ¿Los primeros síntomas de lo que parecía una nueva crisis fueron una amenaza para Noemia? ¿Hubo un desgarro inaceptable en ella porque al menos su inconsciente no quiso soportar esa duplicidad de afectos o sensualidades? ¿Creyó que ya no la amaba o, quizás peor, que ella había dejado de amarme? ¿Ser virtual esclava de un pobre diablo le confirmó viejas autoagresiones que creíamos superadas? O, más «sencillamente», ¿se hartó de vivir condenada a cosas peores que la muerte? Especulaciones de un cobarde que no posee ni siquiera el coraje de un pensamiento tan simple como yo la maté.

Dejó una nota muy sencilla, junto al frasco de pastillas:

Si no muero, ven a verme. Noemia.

Me la entregó en silencio la hermana, que había recogido secretamente la nota, en un café al que me había citado tras la autopsia y la cremación. No pude mirarla a los ojos mientras le decía «gracias» y la hermana lloraba. Le pedí que recogiera mis cosas y las de Noemia y dispusiera de ellas como le pareciera. Le di un dinero para que pagara lo que hubiera que pagar. Yo nunca volví al departamento.

Nunca sabré, ni quiero saber, si la nota era para Sergio o para mí.

© José B. Adolph, 1999, [email protected]
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