9 febrero 2003 |
La bestiaCuento |
José B. Adolph |
La habían definido, en la prensa sensacionalista, como «la bestia». La policía, acosada por lo que llaman la opinión pública, había desplegado algunas fuerzas («efectivos») y una buena dosis de relaciones públicas. Pero no confiábamos en la policía.
Estábamos hartos. Y si sólo fuimos unos tres mil, en realidad representábamos lo más sano de la sociedad. Ya se sabe que son muchos los que se indignan pero pocos los valientes que actúan. Una vieja historia.
Sí, una vieja historia, aunque los actos fueran técnicamente modernos. Esta persona, esta mujer inmerecidamente considerada humana, había traspasado todos los límites, como sus antecesoras.
No pensábamos en darle una lección. No le permitiríamos sobrevivir porque no la aprovecharía: esas bestias nunca cambian. Tampoco se trataba de un ejemplo o de una advertencia a otras como ella. Ni siquiera ejerceríamos lo más elemental, la venganza. ¿Por qué buscar una justificación para la eliminación de la basura?
Recorrimos la ciudad sin encontrarla, a veces casa por casa. Cuando extendimos la búsqueda a los suburbios, a los huertos y jardines de extramuros, algunos comenzaron a desertar. «No está más en el país», decían unos. «Hay quienes le ayudan y la esconden», era otra excusa. «Está muerta», afirmaban otros con una mirada huidiza que lo decía todo. ¡La cobardía y la pereza son tan banales!
Unos cuantos, sin embargo, persistimos: los que no soportamos el hedor, los que vivimos acordes con nuestros principios, los que rechazamos la frivolidad del perdón.
La bestia nos había ofendido a todos, inclusive a aquellos que no lo percibieron claramente. Personas así han de desaparecer y cuanto más rápida y dolorosamente lo hagan, mejor. En el fondo, pienso, estamos hablando de un ritual, de una ceremonia religiosa. Un exorcismo civil. Somos las víctimas las que merecemos compasión y solidaridad.
Al final, quedamos tres y fuimos los tres —dos hombres y una mujer— quienes la encontramos, al fondo de un taller mecánico, acurrucada tras unos barriles de aceite o petróleo, ya ni me acuerdo porque en la profunda emoción que sentimos al hallarla se me pierden los detalles.
Recuerdo, eso sí, que gemía y farfullaba algo acerca de perdonar y comprender. Estaba sucia y desgreñada y en su rostro destacaban unas profundas ojeras y algo de sangre en la comisura de los labios. Era tan repugnante como sus crímenes.
Disponer de esa basura afortunadamente no demoró más que unos minutos, aunque no puedo asegurarlo porque, como ya dije, en circunstancias tan emotivas como esa, el tiempo y los detalles se convierten en una especie de gelatina que tiembla, chorrea y se difumina.
Golpeamos y golpeamos con los palos que llevábamos. Recuerdo crujidos y gritos, de ella y nuestros. Esa parte de la operación de limpieza siempre es desagradable, como lo es el noble trabajo de quienes, en las ciudades, están encargados de desaparecer los desperdicios.
Pero después descendió sobre los tres una enorme sensación de paz y de satisfacción, como sucede cuando se ha cumplido con un deber que es también una misión moral.
Borramos cuidadosamente nuestras huellas, a pesar de que sabíamos que, aunque la supieran, todos aprobarían la verdad. Hay una tradición universal de complicidad silenciosa ante el heroísmo anónimo. No necesitamos leyes que nos digan qué es justo.
Si bien en primera instancia habíamos meditado sobre la posibilidad de dejar expuesto el cadáver como educación social, finalmente arrojamos los restos de la bestia a una montaña de basura en el apartado barranco conocido como Guehenna.
En la fonda en la que nos congratulamos ante nuestras jarras de cerveza, tras lavarnos exhaustivamente las manos y los antebrazos, reinaban la música y el jolgorio, como si el universo entero celebrara con nosotros la desaparición de otra bestia.
© 2003, José B. Adolph
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