31 enero 2006

Tiempo de morir

Cuento

[Ciberayllu]

Harol Gastelú

 

«Es como un fantasma que volviera,
desde el fondo del tiempo,
a mostrarme a los muertos y a cosas olvidadas».
Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta

«No son los asesinos sino los sobrevivientes
los que vuelven al lugar del crimen».
Pablo de Santis, Filosofía y Letras

El 18 de julio de 1992, el Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por los aparatos represivos del Estado Peruano, secuestró y asesinó a nueve estudiantes de La Cantuta, leyó una y otra vez Agustín. ¿Habían sido nueve u ocho los alumnos secuestrados y ejecutados por el entonces clandestino brazo armado de la dictadura fujimontesinista? El temible Grupo Colina.  Temible Grupo Colina. Sonaba bien eso de temible Grupo Colina. Habría que añadirlo al texto. La historia oficial decía que habían sido nueve los estudiantes, pero él, Agustín, al amparo de la oscuridad y los matorrales, había contado ocho alumnos. ¿Por qué entonces siempre se hablaba de nueve estudiantes? Hizo una bola de papel y la arrojó al tacho.

Reelaboró el texto: El 18 de julio de 1992, el Grupo Colina... Se acordó que tenía que poner temible Grupo Colina. Hizo otra bola de papel y la arrojó al tacho. Al menos estaba mejorando su puntería.

¿Qué día cayó ese 18 de julio de 1992? ¿Sábado o domingo? No lo recordaba. ¿Ya le estaría fallando la memoria? ¿Dónde había puesto el viejo calendario de 1992? Buscó inútilmente entre la pila de papeles, recortes periodísticos y apuntes que de vez en cuando Ximenita trataba de ordenar. ¿Su nieta lo habría botado a la basura al ver a la rubia desnuda que adornaba aquel ajado calendario?

   El 18 de julio de 1992, el temible Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por los aparatos represivos del Estado, al amparo de la oscuridad, secuestró y ejecutó a ocho alumnos... ¿Fueron ocho, o nueve, los alumnos secuestrados y ejecutados por el Grupo Colina? Él había visto que se llevaron a ocho alumnos. Pero la historia oficial decía que fueron nueve alumnos. Nueve alumnos. Oficialmente.

Sentía una opresión en las sienes. Se puso en pie y dio vueltas por su flamante estudio cuyas paredes estaban atestadas de libros que había ido acumulando a lo largo de toda su vida. Cuántos años de lectura estaban allí sobre los anaqueles. Había adquirido libros en la desaparecida Feria del Libro de la avenida Grau, cuando ésta todavía no era una vía expresa ni estaba invadida por las putas y los ladrones. También los había comprado en Quilca, en Amazonas, en la Feria del Libro de la avenida La Marina. Hasta en El Virrey: a veces se había dado ese lujo. No era fácil conservar tantos libros: la fina capa de polvo que los cubría, que un día limpiaba y al siguiente reaparecía, parecía formar parte de ellos. A Mily no le gustaba leer. Siempre se molestaba cuando llegaba con su paquete de libros: hoy tragarás papel con tinta, le espetaba. Rossana tampoco leía, había salido a su madre. La que parecía haber heredado sus gustos era Ximenita. La niña siempre se llevaba varios libros a la vez que luego devolvía a los mismos lugares de donde los había sacado. Ximenita solía bombardearlo con preguntas sobre libros que él había leído hace más de medio siglo atrás. ¡El tiempo no le alcanzaría para releer todos sus libros!

Se concentró otra vez en su labor: El 18 de julio de 1992, el temible Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por los aparatos represivos del Estado para combatir a la subversión... Percibió que la puerta se abría despacito, que unos pasitos se acercaban de puntillas.

Unas manitas le cubrieron los ojos.

—¿Adivina, abue?

—¿Carmencita?

—¡No!

—¿Luisita?

—¡Tampoco!

—¡Entonces es Ximenita! —hizo girar la silla, levantó a la niña, y con ella sobre los hombros, bajó al comedor.

—¿Qué haces metido todo el día allá arriba, papá? —le preguntó Rossana.

—Durmiendo, hija, ¿por qué?

Rossana no le dijo nada, sólo lo miró, ¿con lástima, con ironía? ¿Pensaría que jubilarse lo había trastornado?

—El abue está escribiendo una novela sobre La Cantuta —intervino Ximenita.

—¿Sigues escarbando en el pasado, papá?

Agustín no dijo nada.

—¿Por qué no dejas en paz a los muertos, papá? Podrías escribir cuentos infantiles, fábulas, como antes.

—¿Me dejas comer tranquilo, hija?

Rossana hizo una mueca de disgusto.

—¿Mañana vamos a ir a Huachipa, abue?

Rossana volvió a torcer la boca.

—Por si acaso, vamos a ir al zoológico. Si quieres, vienes con nosotros.

Rossana no dijo nada.

Terminaron de cenar en silencio.

Agustín volvió a su estudio.

¿Su  hija  prefería  que pasase las horas vegetando? ¿Algo le decía él cuando se pasaba horas y horas viendo  televisión?  No estaba, tampoco, todo  el día metido en su estudio. Esta semana había pintado la fachada y las rejas de la casa para dejarla presentable para las Fiestas Patrias. ¿Rossana también quería que cocine, que planche, que le lave los calzones sucios? ¿No hacía la limpieza acaso? ¿Acaso no llevaba y traía del colegio a Ximenita? ¿No ayudaba a la niña a hacer sus tareas?

Puso Las cuatro estaciones. La música empezó a brotar casi como un susurro por los parlantes empotrados en las esquinas de su estudio.

Retomó su trabajo: El 18 de julio de 1992, el sanguinario Grupo Colina, al mando del Mayor del Ejército Peruano Santiago Martin Rivas, secuestró y ejecutó a nueve estudiantes de La Cantuta... ¿La ejecución fue en Huachipa o en Cieneguilla? ¿O fueron llevados primero a las instalaciones del Servicio de Inteligencia para ser interrogados? ¿Por qué decidieron ejecutarlos? ¿Sería cierto que fue una réplica al atentado a la calle Tarata? El Estado había decidido darle a los senderistas de su propia medicina: combatir al terror con el terror.

Tantas conjeturas, hipótesis y suposiciones dando vueltas en su cabeza. Si al menos pudiera entrevistar a Martin Rivas o a Pichilingüe, los otrora jefes del grupo paramilitar, pero ambos ya estaban muertos, y los otros integrantes, también.

Hizo la enésima bola de papel y la arrojó al tacho ya repleto.

Ximenita entró a darle el beso de las buenas noches y a recordarle que mañana tenían que ir a Huachipa.

—No te vayas a ir sin mí, abue.

—Claro que no, hijita, cómo crees.

—Me despiertas temprano, abue.

—Ya, chiquita —dijo, besando las rosados y angelicales mejillas de su nieta.

Él  también tenía  que irse a dormir. Guardó  el CD en su lugar, apagó las luces y salió de su estudio.

Una garúa intermitente caía sobre La Realidad. Nada como Chosica y su eterno sol, pensó, ya en su lecho, recordando su paso por La Cantuta.

Por lo visto, no iba a ser tan sencillo escribir su Trilogía guerrillera. Había pensado iniciar su Ciclo cantuteño con La universidad de los desaparecidos para luego seguir con Agustín el guerrillero y culminar con Cuadernos de Yanamayo, pero hoy se había trabado en las primeras líneas del primer capítulo de La Universidad... ¿Dónde estaría el problema? ¿No estaría complicándose la vida tratando de contar la historia desde el punto de vista de los desaparecidos? ¿Sería creíble una historia contada por los muertos?

¿Y si Rossana tenía razón? Podría escribir Ximeneadas con las aventuras imaginarias protagonizadas por su nieta. O sus aventuras con Karem Geraldine en Piel de ángel. O La hija del sastre sobre su paso por Vallecito.

Escribir sobre La Cantuta se le estaba complicando.

La Cantuta. Recordó ese lejano 18 de julio de 1992: despertó en la madrugada con un fuerte dolor de estómago y fue a hacer sus necesidades al descampado frente a los dormitorios.

Estaba cagando, cuando distinguió siluetas moviéndose en la oscuridad como fantasmas. Los cachacos, pensó, escondiéndose detrás de unos matorrales. Se arrepintió de no haber trancado la puerta. Venían a hacer una requisa, seguramente, a buscar material subversivo. Se dispuso esperar a que los cachacos terminaran su labor y regresaran con el rabo entre las piernas a su base.

Escuchó voces, gritos de protesta, lisuras. Después los soldados sacaron a los alumnos y los hicieron tenderse boca abajo en el patio.

Siempre  oculto  detrás  de  los  matorrales, escuchó y vio que pasaban lista. Uno, dos, tres... Escuchó su nombre al final de la lista y su corazón le empezó a latir con temor. Contuvo la respiración. Presentía que para nada bueno habían venido esa noche los soldados.

Otra vez lo llamaron.

Nadie respondió.

¿Por qué lo estarían buscando? ¿Por haber escrito Haciendo cola para el almuerzo? ¿Los cachacos creerían que ese poema era propaganda subversiva?

Los soldados volvieron a iluminar los rostros de los alumnos,  regresaron al dormitorio, salieron con las manos vacías.

—¿Dónde mierda está Agustín? —preguntaron.

Temió que alguno de sus compañeros lo delatara, dijera de repente ha salido a cagar. Se pegó al suelo, tratando de fundirse con la tierra.

Nadie dijo nada.

Escuchó pasos acercándose. Las linternas iluminaron el descampado, revolotearon sobre su cabeza como luciérnagas. Sintió que el corazón le iba a estallar.

Las botas se alejaron.

Respiró con alivio.

Los soldados se llevaron a ocho alumnos.

Me salvé por un pelo, pensaba ahora, echado en su cama, recordando la suerte de sus compañeros, los llamados desaparecidos de La Cantuta.

A nadie, ni siquiera a Mily, que había sido su mujer, le había contado que él también había estado en La Cantuta ese 18 de julio de 1992. Hace tantos años ya. ¡Qué rápido había pasado el tiempo! Ahora era un profesor jubilado.

El sueño, al fin, empezó a vencerlo. Mañana le esperaba una larga jornada..., tenía que organizar mejor sus ideas, ¿no sería mejor preparar fichas? Mañana...

Lo despertaron los violentos golpes en la puerta y los ladridos de los perros en el patio. Pensó que era Ximenita. Estiró la mano para prender la luz, pero no halló el interruptor. Ximenita se estaría mojando bajo la lluvia.

Iba a abrir la puerta cuando ésta estalló en pedazos y vio siluetas de porte militar entrando al dormitorio.

—¡Los soldados! —escuchó que decían alrededor suyo.

¿Los soldados?

—¡Quietos, terrucos de mierda, nadie se mueva o les metemos bala!

¿Qué estaba sucediendo? Le dolía el estómago. ¿Rossana le estaría jugando una mala pasada?

No era ninguna broma, allí estaban los soldados, con los rostros cubiertos por pasamontañas y apuntándoles con sus fusiles.

—¡Todos al patio, carajo! —les ordenaron.

Salieron.

Se sorprendió al reconocer el paisaje cantuteño bajo la luz de la luna llena. Allí estaba el imponente cerro Talcomachay queriendo alcanzar el cielo chosicano poblado por millares de estrellas. Escuchó, después de décadas, el rumor inconfundible del río Rímac.

Y allí estaban sus antiguos compañeros de internado.

Al frente estaba el descampado donde solían hacer sus necesidades.

Un enmascarado empezó a pasar lista. Un alumno, dos alumnos, tres alumnos..., ocho alumnos. Al final escuchó su nombre.

No contestó.

Un haz de luz se concentró en su rostro.

—Tú eres Agustín de Luisa, ¿no?, el autor de Haciendo cola para el almuerzo, ¿no?

Permaneció en silencio.

—¿Por qué chucha no contestas, terruco de mierda? ¿Acaso eres mudo, ah? —lo golpearon en la cabeza con la culata de un fusil.

Mientras lo subían a empellones al portatropas, miró hacia el descampado desde donde, hace muchísimos años atrás, había sido testigo de esta noche que estaba viviendo ahora. Sus ojos se encontraron con unos ojos que él reconoció donde leyó el miedo, el temor. Quiso decir allí está Agustín, detrás de los matorrales, pero no dijo nada.

El vehículo militar partió raudo hacia la Carretera Central. Nos están llevando a Huachipa para matarnos, pensó, tirado boca abajo, sintiendo en sus espaldas el frío cañón de un fusil.

El portatropas se detuvo y los hicieron bajar. Reconoció la entrada al campo de tiro donde fueron ejecutados los cantuteños. Lo había visto en los diarios cuando empezaron las excavaciones para ubicar los restos de los desaparecidos.

—¿Quién puso el coche-bomba en Tarata?

—No sé.

—¡Cómo que no sabes, terruco conchadetumadre!

Lo empezaron a golpear. Preguntaban y lo golpeaban cada vez con mayor ferocidad.

—¿Dónde está Abimael?

¿Abimael Guzmán? ¿El llamado presidente Gonzalo no había muerto hace años en la prisión de la Base Naval?

—Murió hace años en la prisión de la Base Naval.

—¿Murió hace años en la prisión de la Base Naval? ¿Qué estás diciendo, huevón? —lo golpearon sin piedad—. ¿Quieres hacerte el loco con nosotros, ah? ¿Tú crees que nosotros somos cojudos, ah?

El paisaje empezaba a tomar forma.

—¡Habla de una vez, o te mueres, terruco de mierda!

—No sé nada.

—Cómo que no sabes nada, terruco conchadetumadre.

Siguieron ensañándose con él.

Un enmascarado, bajo de estatura pero fornido, lo agarró de los cabellos y a la fuerza le metió en la boca el cañón de su pistola.

—¡Habla o te mueres, terruco de mierda!

El verdugo y su víctima se miraron. Uno tenía los ojos llenos de asombro, de sorpresa, de incredulidad; el otro tenía la mirada fría, inexpresiva, cansada como la de una tortuga.

—¿Dónde chucha está Abimael, ah?

Agustín pensó en Ximenita, en Rossana, en Mily.

—¡Habla de una vez, o te mato, terruco conchadetumadre!

Agustín pensó en su madre muerta cincuenta años atrás. Wañuspallallay sajisayqui, había escrito en su tumba.

El enmascarado jaló el gatillo.

Amanecía en La Realidad. Ximenita saltó alegremente de su cama y fue en busca de su abuelo.

* * *


© 2006, Harol Gastelú Palomino
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Para citar este documento:
Gastelú, Harol: «Tiempo de morir. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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