31 octubre 2006 |
Cuestión de aromas*Cuento |
Harry Belevan |
Esa nochebuena que pasaron tan agradablemente juntos a pesar de la tensión, ni los regalos que intercambiaron pudieron aminorar la angustia que sentía Rosario ante la posibilidad de no llegar a tiempo a ver por última vez a su padre quien, según Elena, estaba agonizante. Por eso, temprano al día siguiente y por más que fuese Navidad, emprendió de urgencia el largo viaje de regreso a su ciudad natal.
—Sabes bien que fue siempre una exagerada —trató de reconfortarla Mario, justo antes de que tomara el avión—. Ya verás que las cosas no son como las pinta Elena —siguió criticando sin convicción a la madrastra—, todo saldrá bien. Y cuando regreses, tendrás una chompa de tu tamaño. Dos tallas mayores me dijiste, ¿no? La cambiaré mañana mismo.
Al día siguiente, casi puntualmente a la hora de apertura, Mario llegó a la butic en donde había comprado el suéter amarillo como regalo de Navidad, pero quedó desconcertado con las multitudes que ya atiborraban la tienda aprovechando el primer día de saldos que seguía a las fiestas navideñas. Deambuló un buen rato, intentando en vano acercarse a los escaparates u obtener la atención de una de las vendedoras, hasta que logró abrirse paso entre decenas de mujeres que se arrebataban toda clase de prendas de vestir arrojadas desordenadamente sobre un enorme mostrador. A su lado, una señora procuraba afanosamente un suéter amarillo, pues tomaba uno tras otro del mismo color notando con desánimo las tallas de los que encontraba, que parecían no corresponder con la que buscaba. Lo mismo hizo Mario por un buen rato hasta que la dama, que lo había estado observando en su afán de encontrar un suéter amarillo, se animó a preguntarle, sin mirarlo y mientras proseguía su búsqueda:
—¿Está buscando uno amarillo?
—Sí —respondió Mario mirándola apenas de reojo—, pero no encuentro la talla adecuada.
—Tengo el mismo problema —dijo ella, sonriendo una tenue sonrisa de cortesía.
—En verdad, lo que deseo es cambiar este que tengo por uno del mismo color —le mostró Mario el suyo—, pero dos tallas más grandes, porque mi esposa es más bien… bueno, digamos corpulenta…
—Qué coincidencia —respondió ella, mirándolo por primera vez de frente—. Yo estoy en lo mismo pero, en cambio, busco uno más pequeño del que tengo.
—Ah, caramba —exclamó Mario fijándose por primera vez en ella—. Tal vez yo tenga el que usted necesita, o usted el que yo busco. Pero, ¡por favor!, salgamos de esta loquería, si le parece, para poder mostrarle mi suéter.
Mario observó entonces esa cara hermosa de la mujer que, siendo más delgada y también algo mayor acaso que su esposa le recordó, sin embargo, por unos instantes a Rosario, sus mismos ojos marrones, la tez blanca de ese rostro intemporal, casi transparente, sin maquillaje, el corte de pelo rojizo justo a la altura de los hombros cubriéndole un cuello espigado que, por un instante, él imaginó tibio, liso. Ella asintió y ambos fueron a otro mostrador para, delante de una vendedora, enseñarse mutuamente las prendas que tenían en idénticas bolsas, «no vaya a ser que sospechen que nos estamos llevando cosas sin pagar», como bromeó Mario torpemente.
Ella sacó primero su suéter y se lo mostró a Mario quien, con gran alegría, constató que era exactamente el número que procuraba. Él en cambio no tenía el que ella necesitaba por lo que sintió una incómoda decepción que la mujer, sin embargo, pronto le disipó pues, muy amablemente, le ofreció cambiárselo de todos modos aduciendo que, de cualquier forma, ninguno de los dos le serviría a ella.
—Tiene usted suerte, ¿ya lo ve?, Papá Noel lo protege —añadió con una leve sonrisa.
Intercambiaron bolsas mientras Mario se tropezaba con palabras casi inaudibles, lamentando no haber podido serle de utilidad, «no sé cómo agradecerle», balbuceaba, «muchas gracias, pero quisiera ayudarla a buscar otro», hasta que ella lo interrumpió:
—No diga nada más —lo tranquilizó—. Suerte, ¡y feliz año nuevo!
Se dio media vuelta y salió de la tienda, mientras él la miraba alejarse sin haber atinado siquiera a reiterarle sus agradecimientos.
Mario regresó a su oficina de donde se había escapado por más tiempo del que pensó en un principio que necesitaría para sólo hacer aquel trueque, y permaneció allí todo el día pues no tenía motivo y, menos aún, tiempo para regresar a casa y comer a solas. Intentó hablar con Rosario para averiguar por su suegro y contarle, de paso, lo del suéter para de algún modo alegrarla. Pero nadie respondió y colgó el teléfono antes de dejarle un mensaje. Era ya de noche cuando tomó el auto de regreso a su departamento.
Al comienzo no lo notó, absorto como estaba en un grave problema financiero en el trabajo que debía solucionar antes de fin de año. Pero luego, poco a poco, comenzó a sentirlo: su coche estaba impregnado de un fuerte perfume o, más bien, de un olor agridulce que, no siendo del todo desagradable al olfato lo llevó sin embargo, inconscientemente, a abrir la ventana a pesar del intenso frío. Descubrió entonces que aquel aroma venía de la bolsa que había hasta olvidado en el asiento trasero. Detuvo el coche, tomó la bolsa, la abrió, sacó el suéter, lo observó fijamente y, sin proponérselo, impulsado por una extraña necesidad, lo olió aspirando profundamente. Cerró la ventana y se quedó mirando aquella prenda, acariciándola.
Sorprendido, desconcertado con lo que hacía, aún así al cabo de unos instantes volvió a olfatear el suéter, inhalando varias veces el tejido amarillo como tratando tontamente de adivinar el origen o marca del perfume. Luego lo volteó al revés y volvió a olerlo y, casi con temor o como avergonzado con lo que estaba haciendo, se encontró olfateando y hasta lamiendo las costuras de las mangas que habrían frotado las axilas de aquella mujer. Sintió una deliciosa excitación que lo hizo sonreír nerviosamente al aspirar aquellos repliegues que tenían no sólo un olor sino hasta un sabor afrodisíacos, que le causaron una atracción exquisita e inesperada hacia esa hermosa mujer con la que se había topado tan fugazmente en la tienda pero que, ahora, regresaba con toda nitidez a su memoria: esa piel trasluciente, casi exangüe, sus cabellos lisos, cortos, los ojos marrones, brillantes, aquellos labios encarnados, diminutos, las palabras que ambos habían apenas intercambiado. La imagen de toda ella le volvió a la mente como si la hubiera conocido por más tiempo o la hubiera observado, esa mañana, con mayor detenimiento con el que, en verdad, se había fijado en ella. Guardó finalmente el suéter en la bolsa, arrancó el auto y regresó a casa.
Allí, como era su costumbre y mientras cumplía también con el diario ritual de ir sacándose la corbata, desabotonándose la camisa y remangándola mientras caminaba, hizo el recorrido habitual por los salones y la cocina verificando que las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas. Corrió las cortinas del salón y subió a su escritorio adyacente al dormitorio, llevando consigo una enorme taza de café pues no tenía ganas de nada más. Prendió la calefacción y lo mismo hizo en su habitación. Se sentó frente a su computadora, sorbió un trago de café y se dio cuenta que no lo había endulzado con las gotas de miel que siempre le ponía. Bajó por ello a la cocina y, ya a mitad de la escalera, volvió a sentir aquel aroma que ahora embebía todos los bajos. Dejó la taza, buscó la bolsa con el suéter que había quedado en la sala, lo sacó de nuevo y de nuevo lo aspiró profundamente. Entonces decidió ponerlo en la lavadora pues sentía que ese olor tan persistente, aunque mucho le agradaba también lo perturbaba. Encendió la lavadora y subió resueltamente al escritorio removiendo con el índice la miel en la taza.
Trabajó hasta muy tarde, acosado por aquellos asuntos de la oficina que tanto le angustiaban. Se fue a dormir de madrugada, abatido por el cansancio. Pero se despertó sobresaltado luego de sólo una hora de sueño, transpirando copiosamente. Apenas pudo levantarse, somnoliento, a apagar la calefacción. Volvió a quedarse dormido pero esa segunda vez se despertó con una terrible pesadilla, sintiendo que se ahogaba mientras trataba desesperadamente de arrancarse del cuello unas manos imaginarias que lo estrangulaban. Encendió la luz del velador y se sentó al canto de la cama, aturdido. Observó, fastidiado, que seguía sudando pero, aún con mayor desagrado, sintió que el pantalón de su pijama estaba humedecido con una viscosidad que de inmediato reconoció con desconcierto y hasta con repulsión.
Desvelado por completo se dirigió al baño, cuando sintió una vez más aquella ahora inconfundible fragancia, pero no le prestó mayor atención porque lo que más deseaba era lavarse. Se desnudó, abrió la ducha y se puso bajo un chorro intenso de agua caliente, y allí permaneció por largos minutos. Al secarse se dio cuenta de que hacía frío, lo mismo que en el dormitorio, pero igual salió con tan sólo la toalla puesta sobre los hombros para buscar un pijama limpio en la cómoda. Y mientras se lo ponía trató de recordar lo que había comido en la oficina, «ese bocadillo bañado en mayonesa, seguramente», se dijo, «sabe Dios hecho con qué otras porquerías», se dijo, atribuyéndole así al frugal almuerzo el motivo de su malestar y de aquella pesadilla. Recogió el pijama sucio que había arrojado sobre las baldosas del baño, se puso una bata, bajó al cuarto de la lavandería, abrió la cubierta de la lavadora, sacó el suéter amarillo y metió el pijama sucio. Notó entonces que ni la lavada había podido eliminar ese perfume penetrante del suéter, por lo que decidió ponerlo a secar a la intemperie sobre una silla de la terraza y sin importarle el frío ardiente que lo hincó cuando deslizó la puerta del balcón, con tal de desprenderse de ese olor tan agudo.
Se despertó tarde, de un brinco saltó de la cama y corrió al baño a ducharse y afeitarse. Luego de vestirse bajó a la cocina a prepararse el mismo desayuno de todos los días y, cavilando en las preocupaciones de su oficina, ni notó que aquel aroma se había evaporado por completo ni tampoco se acordó del suéter que había dejado afuera en la terraza ni la mala noche que había pasado. Trabajó todo el día, intensamente pero con gran desgano, sin poder en verdad concentrarse en los serios problemas que lo asediaban lo que, al final de la jornada, atribuyó justamente a la tensión que éstos le causaban y, naturalmente, a la ausencia de Rosario a quien no había podido ni por un instante volver a llamar. Regresó a su departamento y, apenas abrió la puerta, lo remeció nuevamente el perfume aquél que ya había olvidado. Encendió las luces de la sala, recordó que había dejado el suéter amarillo afuera en el balcón, salió a recogerlo pero no lo encontró.
En un primer momento se estremeció, desconcertado, pues no podía explicarse el motivo del fuerte olor que de nuevo impregnaba todo el dúplex, a pesar de que no estaba el suéter. Y si bien sabía perfectamente que, la noche anterior, lo había puesto afuera en la terraza, aún así lo buscó por otras partes dentro del departamento, en la lavandería o tendido sobre algún mueble. Hasta que se le ocurrió bajar a preguntarle al portero del edificio si alguien había reportado el hallazgo de un suéter amarillo, explicándole en detalle que él lo había puesto a secar en su balcón y que bien podría haber volado con una de esas ráfagas de viento tan frecuentes en esta época de invierno. Pero ni escuchó la negativa del portero, pues en ese momento se le ocurrió que la criada lo habría seguramente recogido y guardado antes de irse.
Volvió al departamento y se dirigió de frente al clóset de su esposa y allí vio, entre la ropa ordenadamente apilada, el suéter amarillo, planchado y doblado encima de otras prendas de Rosario. Se sintió aliviado aunque, al instante, se angustió al percatarse que ni la lavada ni tampoco el intento de airearlo toda la noche, habían logrado quitarle ese intenso perfume que ahora le penetraba, sensual, agresivo, por las narices y que lo invitaba de nuevo a aspirarlo. Tomó delicadamente el suéter en sus manos, lo desdobló y se encontró con que, muy a su pesar, sentía un irresistible, casi morboso deseo de volver a olfatearlo, lo que hizo por largo rato, gozando secretamente de esa vehemente fragancia que ahora lo enloquecía. Y entonces le volvió el recuerdo de aquella mujer en la butic y se puso a pensar en ella, no pudo hacer otra cosa que recordarla a la vez con ternura y con codicia, aún cuando le resultaba una actitud incomprensible.
Tenía que trabajar pues debía encontrar muy pronto una solución a sus problemas de la oficina, y sólo por eso pudo doblegar, aunque con enorme esfuerzo, la tentación de seguir disfrutando del aroma de aquella mujer. Pero se sintió completamente trastornado toda la noche por lo que decidió, entonces, que al día siguiente volvería a la tienda para intentar averiguar las señas de la misteriosa dama. Y así lo hizo aunque en la butic, y luego de interrogar en vano a todas las vendedoras, la dueña le dijo con cierta irritación que identificar a una clienta resultaba casi imposible, pues el día siguiente a Navidad habían tenido a centenares de señoras aprovechando los saldos y también cambiando todo tipo de prendas, por lo que nadie podía siquiera pretender recordar sus caras.
Ese día fue de aún mayor tensión para Mario en su oficina, el supervisor repitiéndole a cada rato que debía encontrar las respuestas al grave problema financiero que tenía entre manos antes del feriado por año nuevo, y él sintiendo una inconmensurable apatía y dejadez que, no obstante habérselo propuesto a lo largo del día, le impidieron inclusive hacer una llamada a su esposa con quien no había hablado desde su partida. Y antes del término de la jornada regresó a su departamento, completamente abatido. Sin embargo, al entrar y sentir de nuevo el aroma del suéter, tuvo la grata sensación de que revivía por completo. Se dirigió rápidamente al armario del dormitorio, tomó el suéter en sus manos, lo volvió a aspirar profundamente y se recostó en su cama, entregándose por completo al indescriptible placer que le causaba esa prenda, que acarició hasta quedarse dormido.
- . -
A pesar del dolor que la afligía por la muerte de su padre con quien siempre estuvo muy cercana por haber sido hija única, Rosario llegó al día siguiente resentida y amargada debido al nulo interés que Mario le había demostrado al no haberla llamado ni una sola vez, ¡y ni siquiera recogido en el aeropuerto!, lo que no dejaría de increparle con toda firmeza. Y apenas cerró la puerta tras de sí, tuvo que atender el teléfono: era el supervisor de la empresa en la que trabajaba Mario, indagando por él, a lo que Rosario le respondió secamente diciéndole que ella también lo estaba buscando, y colgó.
Mientras se quitaba el abrigo y lo arrojaba junto con su cartera sobre un sofá del salón, se dirigió resueltamente a los altos, entró al dormitorio y vio, espantada, a su esposo tendido sobre la cama revuelta, completamente desnudo, una prenda amarilla cubriéndole el rostro. Se sobresaltó y trató de acallar un suspiro de terror llevándose una mano a la boca. Susurró varias veces su nombre hasta que, poco a poco, de puntillas, se le fue acercando. Con un miedo reverencial, se atrevió a levantar la prenda amarilla que cubría la cara de Mario. Y sólo entonces , aterrada, se dio cuenta que estaba estrangulado con las dos mangas de un suéter amarillo, que se entrelazaban rematadas en un grueso nudo sobre el cuello.
Sintió desvanecerse pero, sobreponiéndose, atinó a levantar el teléfono de la mesa de noche y llamar a la policía. Luego bajó a la cocina, abrió el grifo del lavadero, se echó agua fría en la cara y se sentó a esperar. Y sólo cuando la policía llegó y con gran esfuerzo fue a abrirle la puerta, es que Rosario comenzó a sollozar desconsoladamente mientras señalaba el cuarto arriba de las escaleras.
Algunas semanas después del entierro, el inspector a cargo de la investigación que, en un principio y por elemental recato, había preferido no contarle los detalles de los resultados que arrojó la autopsia, ante la insistencia de Rosario fue cortés pero contundente: su esposo había sido estrangulado con gran fuerza, «de eso no hay la menor duda», y lo había sido de manera repentina «porque, curiosamente, no habría opuesto ninguna resistencia». Pero no se trataba de un suicidio, «hipótesis que barajé en un comienzo porque su marido había sufrido en sus últimos días fuertes tensiones en la oficina», corroborado por sus jefes y su secretaria. Más bien se sospechaba lamentablemente de un crimen pasional, «pues obtuvimos pruebas irrefutables de secreciones femeninas» —no quiso el inspector ser más explícito— en distintas partes del cuerpo de la víctima, así como varias marcas, algunas profundas, de araños en los brazos y la espalda, «lo que demuestra, me apena decirle, que la noche del crimen su esposo mantuvo una fogosa relación con su homicida». Fue por eso que el inspector tuvo que preguntarle a Rosario si tenía indicios de que Mario hubiera mantenido alguna aventura extramarital. No siendo así, y contando además con las deposiciones tajantes de los porteros del edificio en el sentido de que ninguna persona desconocida por ellos había ingresado o salido del lugar el día calculado del crimen, ni en los anteriores o posteriores al mismo, el inspector le informó a Rosario que el caso sería archivado por falta de indicios, salvo que se encontraran nuevas pruebas como, por ejemplo, el origen del suéter o el perfume de éste, «lo que debo descartar como una probabilidad muy remota, a pesar de que esa prenda es indiscutiblemente la clave del crimen» y porque, además, se sabía que Mario había estado indagando acerca de una chompa amarilla con uno de los porteros y con la propietaria de la tienda en donde la había comprado.
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Nunca supo Rosario lo que realmente sucedió, salvo que su esposo le había sido infiel y que alcanzó a cambiar el suéter por uno de su talla, aunque probablemente no habría efectuado la sustitución con la tienda sino con alguna clienta como la que ahora, justamente, allí en la butic, intentaba cambiar uno amarillo comprado, según decía, algunos meses atrás, por otro de menor talla. Por un instante esto le llamó la atención a Rosario, pero no tanto por la coincidencia del color de la prenda como por el aroma tan penetrante de la mujer a su lado, que le pareció familiar pero que no atinó a recordar con certeza dónde anteriormente lo había sentido por primera y única vez.
* Del libro en preparación Muchos cuentos y otros más
© 2006, Harry Belevan
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Para citar este documento:
Belevan, Harry: «Cuestión de aromas. Cuento», en Ciberayllu
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