31 enero 2005

The wall

Cuento

[Ciberayllu]

Giovanna Rivero Santa Cruz

 

A Ahmed le gustaba saberse pensando que no es posible vivir sin esas cosas diferentes. Una doble soberbia. Mas una soberbia sin dobleces, limpia. Descubrir el propio pensamiento rompe los círculos y los gatos dejan de morderse la cola, y cuando los gatos dejan de morderse la cola hay menos pelos en el ambiente, menos asma, menos traqueotomías.  ¿El infinito? Quizás, quizás. Un callejón sin salida, con un muro alto donde, sin embargo, hay una escalera. Ahmed sube, escalón por escalón, llega al último, encarama una pierna en la barda, cabalga sobre el abismo, al otro lado no hay nada.

No hay nada es un decir. Dos perros ladran eufóricos en un terreno baldío. ¿A quién cuidan? Los perros cuidan fronteras, levantan la pata, ya no para cruzar altos muros, sólo quieren  mearse en  territorios ajenos. Ahmed se pregunta si aquellos perros estarán vacunados, Ahmed se toca un glúteo, pobres perros, piensa. El mundo es así, nada para morder, nada para cuidar. Y todo hiede, y Ahmed podría sentirse pobre, pero recuerda que de la urea se fabrican perfumes franceses. Narices chauvinistas. Y hiede el terreno baldío, y los perros cuidan y ladran.

Ahmed cruza la otra pierna. Está aquí, allí sobre la barda, meciéndose en el ridículo, piernas largas retornadas abruptamente a una infancia, hamaquitas, está aquí por esos pensamientos. Era fácil: un soplo de mayonesa, ¿ketchup?, laven las lechugas con detergente, cocínense las tripas señores, claro que era fácil. Se puede vivir comiendo hamburguesas, y vendiéndolas, y hacerse rico y tener novias y diarrea, claro. Pero uno piensa diferente, ¿verdad, Ahmed? Ahmed se lanza al otro lado de la barda, los perros ladran, los perros sonríen, ¿sonríen? Colmillos peróxido de benzoil, oh sí, cómo sonríen. El terreno baldío no está tan solo: asoman huesos aquí y allá, rótulas, cráneos, también falanges huérfanas, como mondadientes. Ahmed imagina que los perros se escarban los colmillos con esos huesitos de anónimos meñiques.

—Sí, son palitos chinos, ¿podrías quedarte quieto? —Por mi parte, no puedo mirar objetos puntiagudos, me dan pánico. Primero fue laberintitis y ahora culpan a mis ondas cerebrales. Les he cortado todas las esquinas a las páginas de mis libros, por lo tanto no sé dónde terminan los cuentos. Sin embargo, amo a Ahmed y soporto la visión agudísima de la aguja. Un trabalenguas.

—Soy alérgico —protesta Ahmed.

—Nadie es alérgico a las vacunas—. (Yo no sé de dónde me saqué esta teoría).

Pero no a los antídotos. Y el mejor antídoto suele ser la muerte. ¿La prueba? La cabeza del perro nos mira con los ojos bien abiertos, las fauces babeantes, eternas. Nadie más pateará a ese perro. Ahmed dice que prefiere morir con rabia canina, total, muerte digna. Yo me quedo mirando la aguja de la inyección con tanta fijeza que lagrimeo. Ahmed empieza a ladrar. Yo sé que a estas alturas él ya ha cruzado el muro.

* * *


© 2005, Giovanna Rivero Santa Cruz
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Para citar este documento:
Rivero Santa Cruz, Giovanna: «The wall. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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