22 setiembre 2004 |
Olor a nuevoCuento |
Giovanna Rivero Santa Cruz |
A veces, cuando estoy triste, se me da por comprar cosas. Por supuesto que he investigado en Internet: puse en el buscador «compradores compulsivos», y miles de artículos vinieron a mi encuentro para entenderme, para asegurarme que no estoy loca, que sólo me sumo tímidamente, detrás de un punto, a las infinitas estadísticas de los que compran, compran y compran. Cada reseña, cada ensayo, pulcro, exacto, vino hacia mí para abrazar mi manía y perdonarme. Un perdón académico, la explicación de un concepto, «la compra compulsiva es un desplazamiento de la insatisfacción». En mi vida, sin embargo todo está bien. Tengo dos hijos, ¿sabían? Mariana y Carlitos. A Mariana, por ejemplo, le compro Barbies, rubias, morenas, deportivas, pelirrojas; quiero que Mariana sea una chica multicultural, mejor si pronto la inscribo a francés. Una mujer que habla francés es irresistible. ¿Y a Carlitos? Oh, con Carlitos es más difícil, se me da por las rebajas. Siento un placer eufórico en encontrar rebajas, yo sé que me mienten, no soy estúpida. Todos los precios dicen «ocho punto noventa y nueve», «dieciséis punto noventa y nueve», mi mente no quiere redondear las cifras, prefiere adherirse al club de los buscadores de gangas con la misma pasión con que los biólogos describen las acacias.
Llego a casa con mis bolsas, todo huele a nuevo. ¿Cómo es el olor a nuevo, mamá? El olor a nuevo es como una promesa, es como el olor de un cuaderno sin letras, de los borradores y lapiceros. Toma, Mariana, esto es para vos, y esto también. Carlitos, probate el jeans, es de marca y en otra tienda costaría una fortuna. ¿No te gusta? ¿Preferías un robot, decís? La próxima vez. La próxima vez.
Mariana y Carlitos llevan sus cosas nuevas a su habitación, entonces me quedo con las bolsas vacías, vacías, flatulentas, vacías, quizás una factura olvidada, como la vida suele olvidar sus facturas. Quizás un lápiz labial cuyo color ahora no termina de convencerme porque detrás de la vidriera lucía mejor, inalcanzable, erguido, no con esta apatía que amenaza cubrirlo todo, no con el ordinario velo de mi vida privada. Abro la gaveta del velador (también cuando entro a las farmacias se me da por comprar antiácidos, aspirinas, curitas, vitaminas, esas cápsulas inocuas para que la vida deje de doler), ahí está, intacta, mi cajita de traviatas.
Sí, como a todo, como las cifras con el accesorio punto noventa y nueve cual cuarentona citadina que jamás podría salir a la calle sin perfume, a los antidepresivos también los han bautizado con nombres glamorosos. ¿En que parte de mi alma se extravió el litio? La bula, ese papelito infaltable como un tissue en el fondo de la cartera, dice que puedo sufrir una reacción adversa, pero que la composición de paroxetina es ideal para los trastornos obsesivos compulsivos, para las fobias. Juro que no siento fobias, nada me da miedo, es decir, nada que no sea natural. De niña soñaba con zombis que estiraban los brazos buscando mi cuello, por eso corro al mínimo ruido que hace Mariana mientras duerme. Pero la adultez llegó y los zombis me abandonaron. Todo lo demás está bien. Mi cajita de traviata esta intacta, decía, hace una semana que no tomo las píldoras, no quiero depender más de esas píldoras que atomizan mi felicidad en su interior. Por eso soy digna de disculpas, la vendedora del supermercado me perdona, mi tarjeta de crédito me disculpa, las bolsas vacías me disculpan. Mariana y Carlitos me disculpan, porque, debo admitirlo, a veces creo que ya no desean más, no quieren tener que sorprenderse ante el olor a nuevo, están exhaustos. Yo también estoy exhausta, yo también quiero dormir sin la caricia lánguida de la traviata, sin químicos que adoptan románticos nombres.
Por eso, esta mañana, cuando entré a la tienda de antigüedades y la vi, brillante, silenciosa, soberbia, supe que no podría evitar comprarla. Prometí que sería mi última compra, me lo prometí en voz baja.
—¿Cómo dijo? —preguntó el dependiente.
—Me preguntaba cuál será su historia, quién habrá sido su dueño —contesté.
El dependiente inhaló profundamente. Por fin alguien le había hecho la pregunta que tanto ansiaba, aquella que le abría las compuertas de un relato que quizás era suyo, quizás era ajeno, quizás era una mentira, una bagatela.
—Fue usada por el ultimo de los nobles de Sucre, cuando las campanas de la torre golpearon tan fuerte que dejaron sordos a los más ancianos. Argandoña decidió usarla por única y última vez —dijo el dependiente suspirando. ¿Acaso en sus venas corrían tímidos riachuelos de la sangre azul de los nobles de Charcas? Luego añadió:
—Doscientos dólares. —Y no me importó. Me lo merecía. Alguien que ya no depende de la paroxetina, merece un premio, ¿no es así?
Ahora traigo el paquete como si su interior contuviese una versión elegante de Barbie, una Barbie de porcelana, con vestido de gasa diseñado por Donna Karan y cabello real donado por Farrah Fawcett. Deposito el paquete, mi paquete, sobre la cama. Lo abro. Nada huele a nuevo, sería una contradicción barata, una falsedad que se desmoronaría apenas tocara su superficie lisa, su metal incontaminado por el tiempo y sin embargo perfecto y oscuro hasta el llanto. La tomo, no me creo la historia del Duque de Argandoña, eso ya no importa. El dependiente dijo que la palanquita de seguridad no funcionaba, que tuviera cuidado.
Espío por su único ojo y veo la bala de plata en el vientre de esta antigua pistola. Yo jamás me pondría un revólver en la sien, la palabra revólver me asquea, se siente como un eructo de cowboy. Yo quiero saborear mi nueva adquisición, meter mi lengua y sentir el túnel frío de su boca, como un beso. Entonces digo, en un susurro, «me he comprado una pistola» y pienso que uno de estos días, pronto, nada más importará, como si de verdad la vida fuera La Traviata y yo una bailarina pronta, de puntillas, lista para bailar hasta la eternidad.
© 2004, Giovanna Rivero Santa Cruz
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Para citar este documento:
Rivero Santa Cruz, Giovanna: «Olor a nuevo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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