27 abril 2003

Medusa

Cuento

[Ciberayllu]

Giovanna Rivero Santa Cruz

 

Desde entonces, cuando me ve, se cruza a la otra vereda. Esto, no lo puedo negar, me causa intensa satisfacción; claro que también debo reconocer que la satisfacción no borra todo el dolor que ella me ha ocasionado. A él no lo culpo. Él cayó como un pajarito desplumado entre sus fauces de zorra hambrienta. Pero de paso le hice saber a él, a mi marido, que la próxima víctima bien podría ser él, que ni todo el amor que le tengo podría detener mi furia, porque si de zorras se trata yo sé ser de las mejores.

Al principio no me di cuenta, hay tantos tipos en el taller, tanta testosterona junta, que el ingreso de cualquier mujercita causa revuelo. Y esta mujercita en particular no significaba ningún peligro: las caderas tan angostas como las de un muchachito, los pechos, ¡ja!, los pechos: dos vértices diminutos como picadas de abejas, lo único que avisaba su feminidad era ese pelo negro, negrísimo, esa cascada de tiniebla enmarcándole su cara de mosquita muerta. Ella conocía su arma porque se pintaba el pico de rojo púrpura para que contrastara con su cabellera nocturna. Y la muy perra se iba de moño, fingiendo una discreción que jamás tuvo;  recién cuando veía a mi marido se soltaba la hebilla como quien no quiere la cosa y el pelo se le alborotaba libre al viento, extendiéndose como una medusa de irresistibles tentáculos. ¡La muy pulpa!

El bruto de mi marido, siempre debajo de los camiones, con las manos engrasadas y el sudor cubriéndole el pecho, apenas la veía se escurría para salir de debajo del vehículo y ella le alcanzaba el refresco de miel con tanta cortesía  que ahí sí empecé a sospechar. A los demás, por ejemplo, al tuerto y a Mendoza, les asentaba el vaso cerca de las herramientas y ni se acercaba a ellos dizque para no ensuciar su delantal. Otro día, cuando la medusa azabache pensó que yo no estaba, seguro porque vio al tuerto en la caja haciendo los cobros, se paró delante del Volvo que mi marido estaba arreglando y se puso de cuclillas para mostrarle lo que ya sabemos, casi puedo jurar que no llevaba ropa interior. Me quedé congelada dentro del baño y desde una rendija vi cómo mi marido se acercaba despacito y se metía entre las piernas flacas de la medusa, y ella ¡la hayan visto! inclinó la cabeza para cubrirle los hombros engrasados al estúpido de mi marido con su pelo negro negrísimo. Fue por eso que no pude ver más, pero me lo supongo, me lo supongo…

Así decidí urdir mi plan. Me puse de acuerdo con el tuerto que es nomás un perro fiel, y le ordené que la siguiera. Me enteré que la medusa cuida su pelo con compotas de palta, y se lo cepilla cien veces por la mañana y cien veces por la noche. Supe que va a la peluquería una vez a la semana para que le saquen los picados y le den masajes y luego se lo arrolla en un moño porque ese encanto sólo se lo regala al baboso de mi marido. Ése y otros de sus flacos encantos, seguro.

¿Qué podía hacer yo? Imaginarán que mi plan fue drástico. Saqué todos mis ahorros del banco y yo también me fui a la peluquería. Le dije a la peluquera que quería el pelo brillante y vaporoso, dulce como la miel de los refrescos que la muy puta lleva al taller, intenso como el deseo que los camioneros le tienen a la medusita de pacotilla.

Como todas las peluqueras del mundo, me dio charla y yo acepté encantada. Ésa era la idea.

—Los hombres son infieles por naturaleza —me dijo.

—Y las mujeres putas por naturaleza —repuse yo. Admito que sangraba por la herida.

—No diga eso señora, que nos incluye.

—Tiene razón,  pero... ¿sabe qué? A ésas hay que darles una lección.

—Pero si los hombres son los culpables, señora.

—¡Ah! Pero como ahora escasean, hay que espantar a la moscas.

—¿Y cómo podríamos espantar a las moscas?

—¡Matándolas!

—¡Ay Jesús María! Ni diga eso, que el otro día vino una señora, así rabiosa como está usted ahora, con las disculpas de usted, y me contó que le desfiguró la cara a la amante de su marido con un cuchillo de deshuesar pollos.

—¡Bien hecho...! Claro que yo no me atrevería a tanto, sobre todo si la amante ya está desfigurada.

—¿Cómo es eso?

—Si es fea. Si no tiene buena figura, si es una flacucha sin carnes donde cabalgar.

La peluquera se ruborizó y supe que ahí debía proponerle mi plan. Saqué todos mis ahorros de mi cartera y cuando ella vio la cantidad aceptó. La modestia, lamentablemente, no es incorruptible.

Fue así como la siguiente semana, y esto me lo contó el tuerto con lujo de detalles, la medusa negra fue a la peluquería fingiendo su cotidiana discreción y se sentó muy dueña de sí en el sillón giratorio. Dijo que lo de siempre, “quíteme los picaditos, que luzca como seda”.

La peluquera cepilló la larga cabellera de la flacucha y sin darle tiempo a que el estupor de la medusa reaccionara, tomó las tijeras y le cortó el cabello de raíz, dejándola como un espantapájaros. No, como un espantapájaros no... como una tuna florecida, como un cactus huérfano, solititito en el desierto, una tuna horrible, deforme y flaca.

Desde entonces, cuando me ve, se cruza a la otra vereda. Y mi marido sabe bien que las tijeras funcionan. Mientras tanto, yo llevó un atadijo de su pelo ónix en mi cartera, como un amuleto contra las lobas en celo.

* * *


© 2003, Giovanna Rivero Santa Cruz
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Para citar este documento:
Rivero Santa Cruz, Giovanna: «Medusa. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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