24 noviembre 2005

¡Hora de bailar!*

Cuento

[Ciberayllu]

Giovanna Rivero Santa Cruz

I

Las mariposas pestañean y ahuyentan con sus falsos ojos a los enemigos. Chabela sabe hacer lo mismo, pestañea, y los argumentos en las conversaciones de cócteles se derrumban, suavemente, sin estridencia, con la elegancia de un castillo de naipes. Alguien está hablando de Simón Bolívar, el zambo que fundó una república artificial. Chabela les muestra su sonrisa de hiena.

—Nos ha tocado refundar el país —dice ese alguien. Chabela podría sugerirle que levante un poco el mentón para que las lámparas de la sala no se derramen en sombras bajo los ojos, en las comisuras de la boca. ¿Está usted haciendo un casting? Chabela cree que los mejores actores no miran a la cámara, como este tipo que quiere refundar el país. En los autorretratos no queda otra que mirar con descaro al espejo.

—¿Usted que piensa? —pregunta el actor, enloquecido por atravesar sobre su pecho una bandera, escudos de lata, con cóndores de cuello nevado, bajo un sol flotante. Quiere ser diputado.

¿Qué puede pensar Chabela? Un aletazo, escupir la baba de las crisálidas. Cerca de ella, orbitando, está la estupidez del amante. Los amantes de las artistas son siempre estúpidos, y arrastran en esa imbecilidad el prestigio de su amada. Para disimular, Chabela debe asistir a los cócteles, allí el amante se distrae y deja de husmear entre sus piernas. Claro que el amante tiene tantas, tantas distracciones que no nos conviene conocer. Menos, mucho menos le conviene al actor, que continúa con las cejas en arcos exagerados, importándose de la opinión ajena.

Chabela está a punto de responder, no sabemos qué, quizás dirá que el rojo de la tricolor simboliza la menstruación de las amazonas, aquellas que se cortaron los senos para ir a batallar en las estepas. ¿De qué se alimentaban sus cachorros?,  podría preguntar el tipo que quiere refundar el país, en un arranque de romanticismo. Y Chabela podría contestar: «por eso, de sangre». Pero, afortunadamente para todos, un mozo trae la bandeja con copas. Chabela toma dos, una para ella, otra para el amante. La estupidez es más llevadera si todos estamos borrachos.

—Nos haría falta una guerra, o una epidemia, algo que arrase —dice el patriota. Chabela puede ver una nubecita inflada, como en las historietas, que se desprende con tres globitos del cerebro del actor. En la nubecita otras palabras se encaraman y no significan nada. Batalla, mear, museo. Chabela siente náuseas. Este hombre que quiere refundar el país podría decir en cualquier momento que Sartre escribió «El vómito» y ella no tendría otra opción que volcar sus intestinos sobre su corbata. En el mejor de los casos, Chabela puede estornudar, esparciendo invisibles gotas de flema sobre los demás. Muecas, muecas.

De pronto, aparece el amante, echando la pelvis hacia delante, en una oferta impúdica del paquete, único motivo por el que Chabela continúa con este hombre.

—¡Hora de bailar! ¡Hora de bailar, negrita!

En un libro de  registro civil que se ha extinguido junto con el incendio de la Corte, Chabela tenía un nombre propio: Martha Isabel de la Vega. Pero el fuego engulló, primero saboreando con su enorme lengua anaranjada, y luego de un bocado, la grandilocuencia de su nombre. Y ahora el amante que la llama con descaro «negrita», bebe de un solo sorbo el contenido de la copa.

La música distiende los rostros. Algunas risas se desgranan. Ríe también el patriota. Chabela es jalada del brazo izquierdo, en la derecha se balancea la copa. El amante se convulsiona, los brazos se mueven enérgicos, acentuando el impudor de las caderas angostas, del bulto de macho. Chabela no puede seguir el ritmo del amante, ella está hecha para dar pincelazos furiosos sobre los blancos escupitajos, allí, en la tiranía del violeta, ella da pasitos de trapecista. Pero el amante es un simple bailarín. Lo ha conocido en otra fiesta, en la despedida de soltera de su hermana, donde las demás ya ni siquiera intentaban preguntarle «¿y cuándo es tu turno?», cubrían con la mortaja de su indiferencia las posibilidades de Chabela. Pero he ahí que el bailarín contratado para levantar las risas, las faldas, de las mujeres, se ha quedado con ella. Y Chabela se resigna a la ordinaria existencia del amante,  y lo lleva a las fiestas de los artistas, donde algunos comensales quieren refundar el país.

Chabela da un  traspiés, la chacarera tiene esas trampas, te conduce como un borrego hacia el ridículo, deforma las sonrisas, se encabrita en un ritmo de exagerada euforia, y te hace tropezar. Y si levantas la cabeza, puedes ver a tu amante echando la pelvis hacia adelante, levantando las piernas en patadas sin destino, no para golpearte, por supuesto, sino para recordarte, tan sólo, que la vida no es una saya.

II

—La única vez que bailé algo folclórico fue el Tinku —dice el patriota. El alcohol le hace temblar las cuerdas vocales.

—Necesitas mucha rabia para bailar eso —comenta Chabela. Las artistas saben entrar en las conversaciones con sus comentarios-tijera y rasgar, suavemente, como cuando limpias las telarañas de las habitaciones de huéspedes, sus tretas de actores secundarios.

—Necesitas ritmo en la sangre —dice la estupidez del amante. Esta es una treta contra la cual Chabela no podrá nunca. Nadie puede nunca contra la inocencia de la estupidez. Es una niña, una pequeña ramera, mirándote a los ojos con el pelo desgreñado.

De todos modos, entre Chabela y el amante, se ha enroscado de pronto la complicidad, y les dice secretos bífidos, envenenados. Dicho sea de paso, es la única forma en que una pintora y un bailarín de despedidas de soltera pueden amarse.

Patriota, pintora y amante caminan por un callejón de balcones altos, desde donde seguramente espían las esposas-fósiles. El patriota se deja llevar por Chabela y el amante, confía en ellos, balancea su ebriedad entre los cuerpos de ambos. Sí, dice el patriota, la única danza que yo bailaba era el Tinku, pero del lado de los conquistadores, no de los cholos. El amante no entiende el chiste. Chabela no tiene ganas de desenmascarar esas frases hechas, de modo que también ríe. Caminan hacia el fondo del callejón donde el útero de la oscuridad los convoca tibiamente.

—Hemos llegado —dice Chabela.

—Llegamos adonde veníamos —acota el bailarín. Y se pone a silbar.

—¿A dónde es que hemos venido? —pregunta el patriota.

Tres hombres se erigen sobre sus siluetas desde la oscuridad. Tienen los ponchos cubiertos de cemento y los cabellos tiesos.

—¿Está bien borracho? —pregunta uno de los hombres.

—No todavía —contesta el bailarín.

—Entonces ¡salud! —dice otro de los hombres.

—Sí, ¡salud! —dice el tercero.

Y le pasan a Chabela una botella de singani, y es ella quien se encarga de hacer beber al patriota que ahora se restriega contra sus senos, y que mama de la botella como un cordero.

—Estarán contentos... —comenta el bailarín. Y vuelve a silbar.

Los hombres no responden. En verdad, esos hombres nunca están contentos, tienen que dar contento a otros, dioses crueles que no se conforman nunca.

—Ya vamos —ordena Chabela.

El amante la toma de la cintura, la hace bailar dos pasos, esta vez sin tropiezos, con una tenue alegría. Se alejan bajo la mirada de los balcones. Chabela se detiene un momento en la esquina y alcanza a ver, en el marco infalible de la oscuridad, en la tintura perfecta de la noche, lienzo donde todo es posible, cómo los tres hombres derraman el singani sobre el patriota antes de empujarlo hacia la hondonada y cubrirlo con tierra y arenilla y cemento para que los Achachilas no viertan su furia sobre sus miserables vidas. Así nomás es. Así nomás había sido. Unos bailan, otros sanan las heridas de la tierra.

* * *

* Avance de Recetas de luna /Lunar Recipes: A Bilingual Anthology, Editorial La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2005. (De próxima aparición.)


© 2005, Giovanna Rivero Santa Cruz
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Para citar este documento:
Rivero Santa Cruz, Giovanna: «¡Hora de bailar!. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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