18 febrero 2002 |
Ventana en cruz |
Giovanna
Rivero Santa Cruz
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uando
llovía, un escozor antiguo asomaba a la superficie rugosa de su
cicatriz, en el costado izquierdo del abdomen. «Es por la humedad»,
solía explicar, pero en el fondo sabía muy bien que era
miedo. En otro tiempo, una adolescencia lánguida, un callejón
estrecho, la música de un piano mezclada con los ritmos salseros
que bajaban desde las ventanas de los edificios, cuyo único paisaje
era la ventana cerrada de otro edificio demasiado cercano como para conocer
el sol, habían ahogado su grito nocturno. Ahora llovía también,
no en hilos delgados como los de aquella noche. Llovía con furia.
El escozor lo obligaba a cambiar de posición con cierta dificultad.
Le rehuía al contacto de su piel alterada por las protuberancias
endurecidas. «Es un milagro, veintitrés puntos; lo cosimos
como a un costal de papas», habían dicho los médicos,
sus sonrisas en lo alto, ignorando, queriendo ignorar que eso no bastaba.
«Desafortunadamente hay heridas de gravedad, irreversibles».
Algunas palabras también son heridas, duele decirlas, palabras
que cicatrizan en el lenguaje cotidiano, que antes de pertenecer al lenguaje
cotidiano no dolían, porque no nos pertenecían. Silla de
ruedas, parálisis: palabras feas. Las sonrisas desconocidas en
lo alto de unas caras extrañas, las sonrisas que se iban difuminando
en la inconsciencia, la lluvia en la cara, la humedad tibia de la sangre.
Ahora llovía también. Claro que era casi placentero mirar
la lluvia desde la propia cueva, mientras otros eran los que iniciaban
travesías peligrosas por los callejones estrechos, mientras eran
otros los que gritaban. La lluvia en forma de río, gracias a la
tangente de la ventana, esas ventanas que se inclinan, caprichosas en
su arquitectura...Quiso acercarse más al rectángulo de vidrio
para observar la calle, iluminada por momentos por la fosforescencia de
los relámpagos. La silla se deslizó, chirrió levemente,
como un graznido, pero pronto el chirrido se hizo suave, y la silla continuó
en pendiente. Los músculos del abdomen se tensaron. Oprimió
el freno automático de la silla. Se detuvo. Fue un instante, una
inercia ajena, un no detenerse en la pendiente, un seguir cayendo, golpear
el cuerpo en el hierro forjado en cruz de la ventana. Caer, abandonar
los músculos, un ruido seco del asfalto mojado, la lluvia en la
cara, la sonrisa en cruz de la ventana, de su propia ventana.
* * *
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