el indeleble

Cuento

[Ciberayllu]

Francisco Olaso

 

Mientras el coche avanzaba sin misericordia hacia a la estación Ostbahnhof, el Indeleble intercaló alguna frase de las suyas. Palabras como luciérnagas. Burbujas del más valioso oro falso. El Presidente le retrucó con malicia. Yo espolvoreé sin razón a la charla. Entonces el clima pareció por un instante convertirse en el de siempre. Pareció, digo, porque esta vez al Indeleble le temblaban los lentes. Berreaba risitas. Tenía que hacer esfuerzos para estar dentro de sus actos. El Presidente, mientras por fuera sonreía, lagrimeaba, para que nadie lo notara, hacia adentro. Y yo hubiera preferido no extrañar al Indeleble de antemano. Ignorar que ese día se sumaba otro paisaje a mi memoria. Por suerte le tocaba a Fritschi abrirnos paso por el asfalto socialista de Mitte. Por suerte, digo, porque su risa era esta vez la única que no hacía sombras. Aparte eran ya las siete y cuarto. El Indeleble no tenía ni pasaje ni reserva. Y el marsupial salía a las siete y veinticinco.

 

El bar de los punkies está por cerrar. Hace rato ya que se fue el indio, con su mirada envuelta en rímel y su pipa solidaria. Quedan tres desechos escorados en las mesas y la barra. El de la lamparita encendida sobre la cabeza, dos clones que juegan al metegol, un perro que chupetea cerveza y de a ratos habla. Al sol de una luna tibia, sentados sobre la vereda, el Indeleble y yo tomamos vino del pico. Nos divertimos a la ligera con lo que pasa, lo que nos pasa, aunque nos pasa de todo, y pasan además noctámbulos que nos saludan y hasta se acercan a compartir nuestra intemperie.

Esta noche el Indeleble está contento. El reflejo en el vidrio de sus lentes es azul. Cómo estirar decentemente la sobrevida es, entre nosotros, un tema que nunca pierde salud. Emerge de las entrañas, o como un eco de charlas anteriores. A trasluz de esta necesidad, el Indeleble chilla al cielo la palabra mágica: «¡Benigni, Benigni!». Invoca así la providencial aparición de un espíritu nuboso, estupefaciente, que trastabilla sin descanso por las noches de Berlín. Hasta el momento, Benigni no ha dado señales de vida. Al menos todavía nos queda media botella de vino.

Después de comentar los últimos partes de la guerra de los sexos, de la que interviene en la penumbra, como doble agente, el Indeleble vuelve a participarme de algo que viene rumiando desde hace tiempo. Está cansado de suspender su existencia en la falta de domicilio legal, de trabajo cierto. Cansado de sacar libros o arreglarse muelas o almorzar universitariamente con carnets de otros. Ya no es el miedo a la expulsión. Es no poder firmar con su nombre, por ejemplo, una simple entrega del correo. En concreto, tiene ganas de volverse a las colonias. Pero quiere irse, no que lo echen. Yo sospecho que también está cansado, como algunos de nosotros, de sufrir la culpa que aquí da la inmunidad. Y le digo que el alto precio que pagamos es todavía bajo, comparado con la diaria humillación del ser allá. Que volver, en este momento, no tiene sentido. Que cómo puedo decir algo así, me dice. Que cualquier lugar es bueno, digo, si es que realmente está buscando encontrarse con él mismo. Que él se desencuentra en todas partes, dice. Que al llegar la oscuridad del orden va a prenderlo, insisto, y en algún sótano atemporal, sin domicilio, le hará vomitar bilis salvaje e inventar verdades que después de entonces no van a servirle. «Yo no voy a vivir mucho, tío», taja el aire el Indeleble. Y lamenta que yo piense igual que el Presidente. Que a mí me dispensa, dice, pero al Presidente no.

Esto último me huele mal. Le pido que me lo aclare. Justo entonces, llegado del fin de la noche, se detiene enfrente nuestro un tipo que va en bicicleta. Nos observa desde arriba. Nos pregunta, para nuestro asombro, si tenemos hambre. A esa hora de la madrugada, en la que uno se empieza a volver perro, comería cualquier cosa que le den. Mucho más mientras apaga en seco un vino tinto. El Indeleble se hace el que no entiende alemán. Delega en mí la responsabilidad del diálogo. El tipo mete la mano en un portafolios marrón de cuero, que me recuerda los de mi escuela primaria. Saca dos sánguches hechos en pan turco, envueltos en nylon, y nos los ofrece. El Indeleble me mira. Cruzamos un par de comentarios en castellano. El tipo dice que es un regalo. Insiste en que los tomemos. Cierra el portafolios. Finalmente dice si podemos darle a cambio tres marcos. Es una suma irrisoria. Pero el horno no está para bollos. Y además su estética de ventas merece un escarmiento. Riéndonos sin pestañear, le devolvemos los sánguches. «¡Así no! ¡Así no!», aspa el aire el tipo con las manos. Se niega a aceptar los sánguches. Masculla algo y se va.

«¿Qué querés decir con eso que recién dijiste?», retomo yo el asunto que hasta esta irrupción nos ocupaba. El Indeleble me dice que —justamente por la maltrechez en que se encuentra el terruño— no puede concebir que el Presidente no albergue esperanzas. Pero que como lo mío es la escritura, no la política, agrega, para dejar caer luego unos puntitos suspensivos. Eso es todavía más de lo que yo esperaba. Minutos después voy a insultarlo, discutiremos. Pero ahora lo veo enfrascado en la tarea de hacerse uno con el sánguche. Abre en la penumbra el envoltorio. Tiende el nylon de mantel sobre las piernas. El pan turco está deforme, hecho un bollo. «¡Hostia!», exclama, después de abrirlo al medio. Su descubrimiento lo ha maravillado. Los ojos ríen antes que la boca. Me muestra el sánguche. Adentro hay sólo una hoja de lechuga.

 

Bajamos los trastos en la entrada principal. Fritschi se fue sonriendo a estacionar el auto. Nuestra heterodoxia le despertaba simpatía. El Indeleble me pidió que lo ayudara con la mochila. La tomamos con esfuerzo, cada cual de una correa. Le pregunté si acarreaba allí la triste historia de su patria o se llevaba algún cadáver de recuerdo. El Presidente -a nuestra izquierda desde donde se lo mirara- tampoco la tenía fácil. Aparte de su responsabilidad social, y de su obsesión por todo lo atinente al sexo, cargaba con un bolso lleno de verrugas. Las manos libres de cada quien empuñaban las cuatro o cinco bolsas de nylon, abarrotadas de ropa vieja, souvenirs de plástico, una plancha despanzurrada, una impresora sin cable, retratos de gente extraña, dos plantitas, frascos de conservas.

En el moderno hall de la estación divisamos a Monsieur Antoine, quien al revés del Indeleble, que se iba, acababa de llegar a la ciudad días atrás. Yo sospechaba que el movimiento divergente entre estas almas tenía una vinculación. Cosa que empezó a confirmarse por el modo en el que entonces se miraron. Monsieur Antoine hizo una seña, que cualquiera hubiera interpretado como un saludo, cualquiera menos el Indeleble, quien leyó en esa mano en alto un desafío. Los acontecimientos posteriores habrían de darle la razón.

Picado como un fuego por la inquina, soltó la correa de la mochila. Los trastos fueron a dar al suelo. Segundos después estaban uno y otro frente a frente, midiéndose como adversarios. Sin quitarse la vista de encima, comenzaron a girar en círculo, justo enfrente de la oficina de informes, y de una cabina con trencitos eléctricos que los chicos hacían corretear por cincuenta pfennigs. Cada cual intentaba, con mayor o menor grado de descaro, ocupar el centro de la escena. Hilachas de protagonismo volaban alternadamente de uno a otro, tironeadas con aspereza, arrancadas luego de haberse disputado hasta la sangre. Las luces del hall de la estación se pusieron a tono con el evento. Del techo empezó a caer una llovizna de papel picado y oro en polvo. La gente se juntó alrededor. Semejante lucha sin misericordia ni cuartel por un colgajo de reconocimiento, una simple chispa de atención, despertaba entre los naturales una extrañeza indecible, atrayéndolos con la fuerza de un embrujo. El clímax no tardó en hacer eclosión. Un desenlace que a la postre, el Presidente y yo, tras largos cabildeos, convinimos en fallar empate. El Indeleble aprovechó la súbita presencia de público para arrojarse al suelo como un corcho y montar su acostumbrado show de baile. Monsieur Antoine repasó mentalmente sus necesidades inmediatas, garabateó una lista larga aunque incompleta, y apeló sin más, gorro en mano, a la buena voluntad de los presentes.

 

¡Noche de salsa en el Roter Salon! Y nosotros, apenas, nómades recolectores. «¿Somos nómades recolectores?», me interpela amenazante el Indeleble. «Y ninguna otra cosa», le contesto a cara de perro. «¿Somos nómades recolectores?», le grito yo a los ojos. «Eso y nada más», gruñe él. «¿Qué somos?», me apura él, cantando como un instructor de West Point. «¿Qué somos?», le contesto yo en el mismo tono. Y en el atavismo del coro nos hacemos uno, arengándonos como lo hacen los esforzados marines, a fin de esponjarse el cerebro, antes de salir hacia los más recónditos agujeros del planeta, para eliminar a los enemigos de la democracia.

El nuestro es por cierto un rol modesto. Un lujito inofensivo. Perla que sólo ven los ahogados. Un papel mucho menos dudoso, sin embargo, que otros que uno juega en esta vida. Porque ser escritor es de por sí una actividad precaria. Casi tanto como ser marido. Eso por no hablar de comercializar algún producto o contagiar algún conocimiento. «Te toca a ti», me dice ahora el Indeleble, recordándome mi obligación concreta. Hace minutos fue su turno de cambiar una partida. «Dámelos», le digo. Me alcanza los cuatro que acabamos de recolectar en las mesas vecinas. Mientras me aproximo hacia la barra, un estribillo pegadizo hace explotar el contoneo en la pista. «Yo soy la muerte, la muerte soy, yo soy la muerte», entona Rubén Blades. Vadeo el huracán salsero y me abro paso entre el gentío. Le estiro lo recolectado a la chica del mostrador. Ella me pregunta si quiero el dinero. Le digo que no. Le alcanzo dos marcos más y pido dos rones del año '78. Con el elixir cubano en cada mano vuelvo hacia los sillones. «Pedí del '78», le digo a mi amigo. El alza en alto su ron. «¡La muerte nos sorprenderá contentos!», dice, poniéndose a tono con la música, y con la urgencia que mejor tiene asumida. «No pensarás darme la sorpresa de inmolarte ahora», le digo. «Yo me voy a morir antes que el mundo, tío», agrava él sin pena la voz. Sus lentes destellan una clarividencia opalina. Flor perfecta por la que viene haciendo méritos , la muerte, de lo poco verdadero que todavía queda.

Mi amigo gira de pronto y le dice algo a la princesa que está a su lado. La limitación del idioma, que a mí suele dificultarme entrar en charla, a él se lo facilita. Sabe como nadie sacarle el jugo a lo poco repetido. Doy fe de haberlo visto, envinchado con pantuflas, haciendo picar una imaginaria pelotita de tenis frente a un grupo antifascista, para inculcarles la marchita gloria de un tal «¡Vilas!». O abalanzarse entre la niebla sobre el puente de Oberbaum, al grito de «¡Milenium! ¡Milenium!», para besuquear a los desprevenidos paseantes, la noche que empezó este siglo. Enciendo un cigarrillo. El humo atrapa la música y difumina a los salseros. El Indeleble me dice que la princesa a su lado es de Polonia. Estallan entre nosotros cristales de viejas charlas. Las sanguinaria polémica entre Monsieur Antoine y el gato de su flamante novia. El último entuerto de nuestro amigo el Presidente, en el que una vez más se han confundido sin vergüenza la intriga conspirativa y los vellos púbicos. Hasta que se nos acaba el ron y el Indeleble asume que es su turno de recolectar. «Ay, qué rico», se incorpora al son de la música, con pasos tribilinescos de su propio cuño. En el aire que mi amigo deja vacante aunque turbio, encuentro los ojazos de la princesa de Polonia. Sin rodeos, ella me invita a bailar. Le digo que la salsa no es mi fuerte. El acento trunco nos hace derivar hacia las procedencias. Entonces ella se equivoca una vez más al suponer que bailo tango. «¿Y tu amigo baila?», me pregunta. «Baila, sí, pero a su modo, por así decirlo», cabeceo. Me mira sorprendida. Qué diablos hacemos allí es, en el silencio posterior, la respuesta que yo no sabría dar, la pregunta que ella no me hace. Pragmática, elige pronto a alguien mejor dispuesto y se pierde en la pista.

«Alles kaputt, Che», me anuncia el Indeleble, llegado con dos rones en la mano, una bandeja en la otra, ojitos de vidrio tras los lentes. «¿Qué pasó?», pregunto: «La chica de la barra desconfió», me dice «¿Cuántos le diste?» «Doce», se ríe: «Le dije que éramos un grupo grande, pero no me creyó.» Apoya la bandeja a un costado. Estira un ron hacia mí. «Del '73», dice, orgulloso. Y me muestra, antes de guardárselo en el bolsillo, el manojo de monedas de un marco que sobró del vuelto. «Por lo menos tengo para el almuerzo de mañana», dice. Me propone hacer ahora juntos una nueva recorrida. Y que más tarde yo me encargue de la última provista.

El va adelante, rastrillando las mesas. Yo lo escolto, atesorando la recolección en la bandeja. Nos detenemos delante de una mesa cuyo contenido puede traducirse, a vuelo de pájaro, en dos rones del '73. La pista hierve. No hay salseros a la vista. Después de pasarme cuatro, veo al Indeleble levantar el último, al que le queda un sorbo de ron. Lo mira a trasluz, se manda el restito al buche y me lo estira. Es entonces cuando le tocan la espalda.

Yo intuyo el oscurecimiento antes que él. Se trata de un macuco con navajas en los ojos, que parece haber tenido una infancia dura en alguno de nuestros grises andurriales. «Ese es mi vaso», le dice. «Perdón», reacciona el Indeleble, «pensé que estaba vacío». Y en vez de dármelo a mí, se lo devuelve. Pero el macuco no se lo recibe. «Estuvo vacío cuando te lo terminaste, conchetumadre», le dice. «Disculpalo», intervengo, «está pasando un mal momento». «Y lo va a seguir pasando», dice el macuco, dando un paso hacia mi amigo. «¿Qué pasa?», se asoma junto a mi hombro la princesa de Polonia. Y no sé bien si su cara de sorpresa se debe al altercado o al haberme descubierto portando esa bandeja llena de vasos. «Un malentendido», le oigo decir al Indeleble. Una provocación que a mí me crispa y que el macuco acepta sonriente, glacial, punzando dos veces, con el dedo índice, el esternón de mi amigo. «¿Lo va a matar?», me pregunta la princesa de Polonia. «No sé si su generosidad llegará a tanto», digo yo. Le propongo que veamos cómo evoluciona todo. Y todo evoluciona de una manera menos incómoda de narrar que de creer.

Seguido de cerca por el macuco, el Indeleble se escapa hacia la pista. Yo voy detrás de ellos, seguido por la princesa de Polonia. Por un momento sospecho que quizá esta vez mi amigo va a ir hasta el fondo. Que lo que está buscando no es apenas que lo devuelvan al mundo con un par de cachetazos. Pronto me doy cuenta de la desmesura en mi optimismo. Porque el Indeleble, después de intentar en vano mimetizarse con los salseros, apela a su viejo método, que no por remanido ha dejado alguna vez de darle resultado. En el centro exacto de la pista, se zambulle como un corcho al suelo. El macuco le hace señas. Que sea hombre, que se levante. La salsa vira en ese momento a wawancó, asumiendo las congas todo el peso de la música. El Indeleble empieza a mover sus brazos hacia arriba, a contrapelo del ritmo azucarado. Su primer paso ya es un éxito. Ha concitado la atención de quienes están cerca. Todo lo que hasta entonces era allí realidad ordinaria, devenir cualunque, ha pasado desde ahora a formar parte de su show. Incluyendo sin su previo acuerdo a la gente que lo observa, al macuco que lo insulta, a la princesa de Polonia que me toma de la mano, y a mí mismo, que temo por su seguridad y lamento su exhibicionismo enfermo.

Demasiado tarde para quejas, tachaduras, correcciones. La avidez de fama es tan gorda como la de idolatría. Un reflector ha comenzado a seguirlo. Las parejas han detenido sus caderas y conforman una admirativa ronda. Al macuco con navajas en los ojos se le nota el desconcierto. Sus insultos son tapados por la música, y por los primeros aplausos. El Indeleble se agita en el suelo, en un movimiento ansioso, que de caribeño tiene poco y nada, mientras una tras otra, las monedas de un marco, que caen de su bolsillo, ruedan a su alrededor sin detenerse, como satélites de plata.

 

El altavoz dio el alerta y en la plataforma apareció como un  suspiro la trompa de avión del Inter City Express. El andén estaba abarrotado de viajeros. El marsupial pasaba primero por Frankfurt, después por Lyon, y al parecer, antes de seguir camino hacia el poniente, hacía escala en Barcelona. Como en estos animalejos de alta velocidad era obligatorio hacer anticipadamente una reserva, el Indeleble, olvidadizo, tendría que viajar de pie. El Presidente y yo subimos con él, acarreando la mochila con la pesada historia común a nuestros arrabales, las variopintas bolsas de nylon, el bolso lleno de verrugas. El Presidente fue mirando las tarjetitas junto al número de cada asiento. Estaban todos reservados. Después de recorrer a lo largo, con la vista, varios compartimentos, decidimos dejar los trastos junto a la puerta del baño. Bajamos al andén, donde el Indeleble nos fue despidiendo en medialuna. A cada quien le había reservado un saludo. Un beso en la frente para el sonriente Fritschi. La mano, de lejos, a Monsieur Antoine. Parado frente a mí, extendió, grandilocuente, los brazos. Me dijo «Che». Besó mi boca. Entonces vi de pronto, fresquísima tras el experto escudo de sus lentes, su cara cuando era niño. Y presentí algo que sólo después habría de saber: mi amigo no debía irse. Los hechos se precipitaron, como siempre, sobre el posterior entendimiento. Visiblemente conmovido, el Indeleble se agachó a buscar la bendición de labios del Presidente. Pero éste le corrió la cara y de su lengua, dada tanto al veneno como al vicio, brotó un salpicón negruzco, fétido, que se apartaba bastante del azul de ese momento, y más aún del protocolo que convenía a su investidura.

El Indeleble se subió. Sonó un anuncio. Las puertas se cerraron. En sus lentes brillaba una sonrisa. Lo vimos irse, asomado contra una ventanilla cuyo vidrio, al desenfocar su risueño extravío y volverlo impreciso, le daba su tonalidad exacta. Entre nosotros, los quedados, la hinchazón contenida no tardó en desbocarse. Fritschi vaticinó una nueva farsa, por cierto ingeniosa: el Indeleble se bajaría allí nomás, en Zoologischer Garten, y frecuentaría esa misma noche los lugares de siempre, para regocijo de sus incondicionales y de sus acreedores. Agitando un pañuelo en alto, Monsieur Antoine derramaba lágrimas de alivio. El Presidente inició un discurso en el que el Indeleble, a medida que el marsupial se alejaba, iba convirtiéndose en mito fluorescente, en faro para las masas ilegales venideras. Yo callé, consciente de la piel de la que entonces intenté apartarme. Claro que pronto antes que tarde, como de costumbre, he devenido en hacedor de estas palabras, que no pueden corregir los hechos. Un epitafio temprano, en el que la veracidad se corrompe junto a mis limitaciones, al apasionamiento irremisible que da la cercanía, y a la genialidad adulterada del Indeleble, quien en vida era su propio personaje.

* * *


Comentario privado al autor: © Francisco Olaso, 2000, [email protected]
Comente en la plaza de Ciberayllu.
Ciberayllu

Más literatura en Ciberayllu

283/010816