19 mayo 2006 |
Un paso en la vidaCuento |
Fernando Isasi |
Un paso más y ya todo se habrá acabado. Es una cuestión tan simple como levantar la pierna hasta el pecho, estirarla lentamente y posarla con suavidad y firmeza sobre la cucaracha, con el cuidado suficiente para sorprenderla y que no desparezca debajo de la cocina, su lugar grasoso y tibio preferido.
Toda decisión de naturaleza simple comporta, necesariamente, una complejidad escondida que se remite, en la mayoría de los casos, a procesos recónditos de quien opta por algo que puede llegar a ser vital. No pasar al acto es ya, de por sí, un acto; no efectuarlo implica cierto grado de cobardía, aún cuando se comprenda que la cobardía no tiene grados ni magnitudes, no es ni grande ni pequeña, pero sus efectos sí pueden ser mensurables en la posibilidad todavía incumplida de que la cucaracha termine introduciéndose en mi pantalón.
Todo acto originado por el odio lleva al fracaso y, si quisiéramos recurrir a la Historia, tendría que pasarme al bando de los eruditos en desastres de la Humanidad; pero se comprenderá mi apuro y mi circunstancia frente a la cucaracha.
Finalmente, toda aprensión, cuando es enfrentada con su objeto, no puede llevar sino al descontrol en el manejo de la propia personalidad; el carácter, en este caso, tiene un papel que cumplir, pero sólo en el desastrado caso mío no interviene, puesto que mi decisión acobardada, mi odio y mi aprensión son patéticos. Mi esposa me ha abandonado hace apenas tres meses que parecen muchísimos más siglos.
No saben ustedes lo que es vivir bajo el amparo de un alma caritativa que vela por todos mis actos, por mis escuetos desayunos, por mi espera temerosa en el paradero del autobús rumbo a la oficina... Tampoco saben lo que es esperar sus insistentes llamadas telefónicas durante las mañanas para preguntarme si necesito algo, si me siento bien, si la próstata no me molesta, si dormí bien en la noche o si voy a llegar temprano a casa para desinfectar el paradero de inesperadas acechanzas y azares. Menos aún saben lo que es el placer de acostarse apenas a las nueve de la noche con la seguridad de una cama tibia, un palmoteo en el hombro y los deseos de un dulce sueño.
Pero poco importa lo que sepan ustedes. Lo cierto es que a ese bicho repugnante que es la cucaracha debo aplastarlo en un acto único y reivindicativo. La sola idea de fracasar, que no se escabulla sino que decida treparse por debajo de mis pantalones, me obliga a imaginar reacciones desesperadas y lacerantes.
Quizá hubiera sido más fácil disponer de un arma más letal que mi zapato y que hiciera posible exterminar a esta única cucaracha a la vista sin necesidad de tenerla cerca o de contaminarme; hubiera sido mejor que eso disponer de una que exterminara a ésta y a todas sus compañeras escondidas en algún nido inaccesible de la cocina; mejor aún, que me permitiera, desde la distancia, desaparecer a las que han invadido mi casa y a las que, en el futuro, la invadirán. Pero, todo eso no es más que un sueño que se me ocurre en el estado en que me encuentro.
El bicho ha hecho vibrar sus largas antenas, se mueve de manera casi imperceptible hacia los costados, parece haber percibido mi presencia y dudar sobre sus próximos pasos. Sin duda, debo evitar caer en su juego y no creer que se vaya a escapar hacia la derecha cuando estoy seguro que se dirigirá en sentido opuesto. Serenarse, es el término más apropiado; serenarse, adivinar sus verdaderas intenciones y proceder con mucha cautela, evitando chasquidos, agitar el aire al levantar el zapato y apoyarme en el refrigerador y, más aún, cerrándole la posibilidad de que se suba por mis pantalones. Pero, si diera un paso en falso y saltara sobre mi zapato, sentiría una crispación repentina en todo el cuerpo, surgiría un cosquilleo untuoso ascendiéndome apuradamente por la pierna, luego los golpes, el aplastamiento de ese bicho crujiente con la mano, la desesperación, el abandono más absoluto...
No deseo que ocurra eso por nada del mundo, pues me vería obligado a reaccionar solo, sin el apoyo ni el aliento de nadie y, claro está, no podría echarle la culpa a quien no supo lo que me sucede. Ella seguramente estará pensando en cómo recomponer su vida después de abandonarme o quizá ya sabía cómo porque, si no, a que se debió su repentina desaparición, sin dejar explicación alguna. No debo imaginarme cosas hasta que, algún día, me las diga cara a cara. El álgebra no siempre tiene la razón.
La cucaracha al fin ha dado indicios concretos de que tendrá que enfrentarme y, por eso, ha decidido retroceder, tomar distancia para tener una visión completa de su enemigo y, después, arremeter como un toro. Avanzo levemente hacia ella y enarbola sus antenas. Decido entonces no aplazar más mi movimiento y, como un titán, levanto la pierna hasta el pecho y asesto el golpe definitivo. Estoy a la expectativa de escuchar el crujido espeluznante y nada ocurre. Alzo el pie y no hay nada: el más mínimo indicio de ese líquido pastoso que es su interior; ha desaparecido; no encuentro explicación.
Llega a mis oídos un sonido agudo e intermitente, un sonido que me traslada violentamente del estupor al desconcierto y que retiene mi respiración. Presto atención y esta vez el sonido estalla desde el teléfono. Me apresuro hacia el ingreso del departamento pensando que probablemente fuera la cucaracha despidiéndose. Una voz ronca y repleta de insultos, sin identificarse, me informa que, luego de tres meses de arduos interrogatorios, al fin le ha dado mi número telefónico. Quién, le pregunto sin mucha curiosidad. Su esposa pues, no sea huevón..., me responde. ¿Y quién es usted? me inquieto al preguntarle. Soy su secuestrador y, como comprenderá, no le voy a decir mi nombre. ¿Y qué es lo que desea? Dígamelo rápido porque ando en una emergencia. ¿Cómo puede hacer esa pregunta? Pues ya se la hice y ahora respóndame rápido. Tenga paciencia porque lo que le voy a decir tiene que ver con la vida de su esposa. Paciencia no puedo tener, señor, porque lo que me pasa es horrible. ¿Y qué puede ser más horrible que su esposa sea rehén de un criminal como soy yo? No me entenderá, pero se lo voy a decir: estuve a punto de matar una cucaracha y ha desaparecido. No sea usted estúpido. Más estúpido es usted que no me entiende y encima llama en este momento. Mire, si sigue en ese tono, cuelgo y no sabrá más de ella. Oiga, ¿tiene idea de lo que es una cucaracha y que esta pudiera introducirse en sus pantalones? Pues no quisiera imaginármelo. Pues es lo que estoy sintiendo ahora y esto no es imaginación, son las patas pegajosas subiendo por mi pierna y creo que debo colgarle ahora mismo. Pues si usted lo hace habrá decidido entre su esposa y usted o, lo que es lo mismo, habrá decidido por la muerte de las dos. Le he entendido muy bien... pero no creo que se atreva...
© 2006, Fernando Isasi
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Para citar este documento:
Isasi, Fernando: «Un paso en la vida. Cuento», en Ciberayllu
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