En la luz de esa tardeDe Cuentos completos, Alfaguara, Bogotá y Lima, 1999 |
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Edgardo Rivera Martínez |
ara se acercaba a ese ángulo de la galería donde te hallas ahora. Se aproximaba y tocaba con dulzura, apenas con las yemas de los dedos, las corolas de sus flores. Se inclinaba sobre sus macetas, y se veía entonces tan hermosa, ceñido su rostro por sus cabellos obscuros, sobre esa fiesta de blancos, rojos y gualdas. Después, alzándose, y sin volver la cara, se alejaba. ¿Era Sara, en verdad? ¿Sara, tu joven mujer? Vase por el corredor y no se oye el sedoso rumor de su vestido. Se detiene luego junto a esa puerta y se torna a medias, como si fuera a decir algo que hubiera olvidado. Mas no, no pronuncia palabra alguna, y entra en esa estancia. Sara y sus manos sensitivas, sus ojos bellos. Y no queda entonces sino esa quietud morosa en la tarde sin término, esa paz en que danzan gránulos de un polvo luminoso e impalpable. La tarde aquella en Acobamba. ¿Fue así, realmente? ¿Se inclinó de veras sobre sus geranios, en esa luz tan extraña? Cierras los párpados, y quizás un ligero temblor agita tus labios. Cruzas las manos. Y no, no vuelves la cabeza hacia la sombra, y menos hacia el libro cuyas imágenes contemplabas en día aún más remoto. «Ven, ven aquí», decía esa voz. Una voz clara y cantante. Y no, no fuiste, y permaneciste más bien callado, y te aferraste a esa esquina, apoyada la barbilla en la baranda. En realidad habrías querido ir hacia quien había hablado la sonrisa, la suavidad, el regazo, pero no lo hiciste, pues te retenían una cierta turbación, un temor. La sensación, además, de ser, allí en el ángulo, un animal secreto. Sí, obscuro, al acecho. Un animal que se encerraría poco a poco en sí mismo, hasta no ser más que una presencia reconcentrada y dolorosa. Mas no fue una tarde, sino una mañana. Tan puro el aire, y radiantes los alisos y eucaliptos. Y hoy es a la vez ese día y éste que te asedia ahora y te aprisiona. Recuerdas que abandonaste ese refugio, y, paso a paso te dirigiste al otro extremo del balcón, y bajaste por la escalera. Deseabas, sin duda, que volvieran a llamarte, para callar otra vez y esconderte. Que dijeran: «Niño, ¿por qué no vienes?» Te detuviste junto al arco y alzaste la vista hacia el rincón de la galería, tribuna en verdad de sueños y terrores. Sara con sus geranios y claveles, y la voz de tu madre y los destellos de la brisa. Ay, poco a poco la mañana se hace noche. Noche densa, como aquella en que regresaste de visitar a Rebeca, tu hermana, en Huanta, muchos años después. El zaguán se hallaba a obscuras, y tus espuelas resonaron. Avanzaste hacia el patio, y, de pronto, viste que allí en el balcón, muy cerca del sitio que preferías en tu infancia, se encontraba tu padre, de pie y vestido de negro, como fue siempre. Sostenía un candil de llama diminuta, y escrutaba hacia la entrada, pero sin verte. ¿Qué hacía? ¿Por qué esa apariencia tan severa? Quisiste decirle que habías llegado. Decir: «Padre, soy yo. ¿Qué ha sucedido?» Mas no pronuncias palabra, y de pie, observas. No, no avizora ya el viejo señor, sino que se ha sumido en su silencio, y no le importa que la candela vacile, a punto de apagarse. Te adelantas, entonces, y cruzas el cuadrilátero y subes, procurando que no crujan los peldaños. Subes, y desde el rellano, atisbas. ¡Qué viejo se ve, y qué demacrado! Enjuta su faz, y tan negra la barba. Tan augusto. Se torna de súbito y dice: «Esther, te dije que los naranjos se morirían. Te dije…» Y repite luego de un momento esa frase, en esa noche de julio en que incluso el fulgor de la llama era como de ébano. ¿Y los naranjos? ¿Se habían muerto en verdad? ¿Una helada, quizás? Mucho los amaba tu padre, pero no era él quien los regaba y atendía, sino tu madre. Esa tranquila palidez que iba, con solícitas manos, de rama en rama, y se admiraba de esos frutos de oro, tan hermosos. Y cuán bello y tibio su resplandor, después, en los días en que Sara dio a luz a tu primer hijo, ese niño que apenas si vivió una semana. Naranjas de Ayacucho, tan dulces. Y hasta pareció más de una vez que toda la casa se llenaba con el aroma de los azahares. Esa embriaguez, en la luz de Acobamba. ¿Qué se hizo de todo aquello? ¿Cómo acabó? Regresa ese temblor a tu boca, ese frío. Y, no obstante, tal vez sonríes, allí en ese lugar que es tal vez tu única certeza. Ese extremo de la galería en que puedes aproximarte a los días, y los meses y los años más lejanos. Tan cerca, por ejemplo, a ese lunes de junio, hace ya tanto tiempo. Ese lunes en que andaba por ahí Adelaida, ya adolescente. Traje de volantes y blusa, cuello y puño blancos, como en el retrato que había en la sala. Ojos verdes y cabellos castaños, y un rumor sedoso que venía del comedor, así como una sombra. Adelaida, hermana menor de tu madre, a quien no viste nunca, porque murió adolescente y de fiebres en Huamanga. Llora ahí, en silencio. Va y se abate sobre el canapé y entre sollozos dice: «¿Por qué, Abelardo? ¿Por qué nos dejaste?» Y sale entonces tu madre y se sienta junto a ella y le habla quedamente. Alcanzas sin embargo a escuchar cómo se lamenta y musita: «¿Por qué no fui yo, hijo? ¿Por qué no yo, que estoy tan vieja?» Y adviertes entonces que es a ti a quien lloran, y que ése es tu nombre, Abelardo. Juntas están ahí esa tía a quien no conociste y tu madre, en esa hora tan antigua. Sí, en el mismo rincón en que descansabas, ya tan enfermo, y cerca también del sitio donde tu padre miraba hacia el patio y Sara cuidaba sus flores, y donde cierta vez no querías responder al llamado de tu madre. Allí donde eres hoy sólo una presencia incorpórea, leve.
Incluido en Ángel de Ocongate y otros cuentos, Lima, Peisa, 1986, pp. 17-20.
y en Cuentos Completos, Lima, Alfaguara, 1999, pp.23-26.
© Edgardo Rivera Martínez, 1999.
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