[Ciberayllu]

La mujer más fea del mundo

Cuento

 

Ernesto Gianoli

 

No creerás que estoy diciendo esto para impresionarte o dármelas de raro, no Raúl, creo que tú me conoces lo suficiente como para saber que nada de lo que te cuento lo he inventado. Sí, ya sé que suena a fábula; pero es que tendría que contártelo todo, paso a paso, desde el comienzo, para que pudieras primero creer y después quizás entender. Está bien, ya que insistes lo voy a hacer. Tómalo como un gesto de agradecimiento por el favor que me estás haciendo. Te lo cuento, además, para que te entretengas y no te quedes dormido al volante; porque todavía nos quedan más de cuatrocientos kilómetros para llegar a Arica, el paisaje no es precisamente una inyección de anfetaminas, y no quiero morir hoy. Quizás acepte morir mañana, después de que haya hablado con Mónica, pero esa es otra historia.

Puede ser que tengas razón, que sea una exageración, y hasta un agravio, decir una cosa como esa, que era la mujer más fea del mundo, pero te juro que nunca había visto una mujer tan fea. Y vaya que he visto mujeres. No, Raúl, no lo digo por joder, lo de Marcela y yo fue una tontería de una noche de fogata y guitarra en la playa, no pasó de eso. Y ya te lo he dicho mil veces: fue antes de que ustedes se comprometieran. Además ahora están felizmente casados, si no me equivoco ya son tres años, ¿no? Bueno, tampoco te pongas así, yo no sabía lo de ella con Alberto, ese hijo de puta, nunca me gustó. ¿Y cómo iba a saberlo si tú nunca me cuentas nada? A veces creo que olvidas quién soy. Soy Ricardo, tu mejor amigo desde hace 18 años, el que te presentó a Marcela en esa fiesta. En realidad no mereces que te cuente esto, pero en fin, todo sea por llegar a Arica con los huesos sanos. Bueno, volviendo al relato, te decía que era, lejos, la mujer más fea que alguna vez vi. Claro, tú dirás que las octogenarias desdentadas o verrugosas pueden ser más feas, pero no se trata de lo mismo. Uno ya no mira a las ancianas como mujeres-mujeres sino como abuelitas querendonas, amigas del dulce y del tejido, hay hasta algo de ternura en su fealdad. Además esos rostros arrugados ya no representan a esas mujeres, son apenas máscaras que la maldad ciega del tiempo les ha colocado encima. No, yo me refiero a la fealdad que choca, que obstruye y hasta inutiliza el deseo.

Mónica se despierta por segunda vez en la mañana. Se da una vuelta en la cama, se vuelve a cubrir con las sábanas y, al igual que hace una hora, desiste de levantarse. No le gusta dormir sin sueño, sabe que eso la aturde, pero hoy prefiere el aturdimiento al tedio que desgasta. El día se anuncia difícil, y no tiene sentido malgastar energías conjugando el verbo esperar.

Te decía que era la mujer más fea que conocí. Bueno, tampoco se puede decir que la conocía, ella era cajera del supermercado donde todos los martes y viernes yo compraba jugo de naranja, leche y cereal chocolatado para el desayuno. A veces me acompañaba Alberto, ese hijo de puta, mejor ni acordarse de él, mira que meterse con Marcela... No, Raúl, no quiero hurgar en tu herida, si te cuento que iba con Alberto es porque fue a él al que primero le comenté sobre esa cajera: gorda con la obesidad esperándola en la siguiente cuadra, pálida como monja de clausura, un acné juvenil que ya llegaba a la adultez, una cola de caballo sin gracia, cero maquillaje; en fin, compadre, no la salvaba ni opinión de madre. Alberto decía que estaba como para Fellini, pero yo de cine no entiendo mucho. Eso sí, sospecho que esa fealdad no podía pasar desapercibida ante los ojos de un artista. Con esto no quiero decir que esa fuera mi mirada. De hecho, según Mónica, yo comencé a elegir esa caja, cada martes y viernes, por una mezcla de curiosidad morbosa y caridad malentendida. Yo no sé, el caso es que no podía evitar pensar en esa cajera cada vez que entraba al supermercado.

Las primeras veces no me miraba, así que no podía percatarse de que yo sí lo hacía. Yo pensaba que no miraba a los clientes para no incomodar, pero luego me di cuenta que era para poder concentrarse en su trabajo y al mismo tiempo estar lejos de allí. Sí, Raúl, cuando me decía «Buenas noches» o «Son mil doscientos treinta», su mirada nunca se detenía en mí. O se dirigía a la imaginaria cola detrás de mí o simplemente me atravesaba para ir a estrellarse digamos en la jamonada de pavo y luego rebotar hacia sabe Dios dónde. Yo aprovechaba mi invisibilidad para observarla con detenimiento, para fijar cada detalle de su rostro y contrastarlo con el todo. En realidad trataba de descubrir el punto fuerte y el punto débil de su fealdad. Creo que el punto fuerte era el acné. Era difícil abstraerse de ese desolado paisaje lunar. Sin embargo, una vez pude concentrarme en su rostro obviando las odiosas manchitas rojas y créeme que sus facciones eran casi armoniosas, hasta lamenté ese ensañamiento de las hormonas. El punto débil de su fealdad eran, sin ninguna duda, sus ojos. No sé si por obra y gracia de los lentes de contacto o por misericordia de la naturaleza, ella no usaba anteojos. Entonces esos ojitos café aparecían como fuera de lugar, como invitados por error a una fiesta de disfraces. Eran ojos pequeños pero muy profundos. No sé por qué pero daban la sensación de esconder algo muy grande, algo difícil de entender. Sus ojos eran definitivamente el punto de partida para cualquier demolición hipotética de su fealdad. Por supuesto que sí, Raúl, es evidente que hubo todo un proceso, que no capté todo eso la primera vez. Y no es menos cierto que, por ese mismo proceso, después de seis o siete visitas a su caja yo ya no pensaba que era la mujer más fea del mundo.

Mónica decide por fin levantarse de la cama. La habitación del hotel está demasiado iluminada para seguir durmiendo. Se levanta tambaleante y no puede evitar pisar el libro que la acompañó hasta más de las tres de la mañana. Quería despertarse tarde para no tener que esperar mucho hasta que dieran las dos, la hora límite. Llega hasta la ventana, descorre las cortinas demasiado blancas y descubre que la eterna primavera de Arica se parece mucho a una odiosa resolana, ese cielo brillante que no es alegre ni triste y que sólo puede engendrar torpezas.

Una de las primeras cosas que me pregunté fue si tendría pareja, incluso si sería virgen. Me acongojaba imaginarla los viernes a la hora de cierre, rodeada de las otras cajeras que, retocándose el maquillaje, ostentarían en voz alta de sus salidas a bailar o de sus encuentros clandestinos con hombres casados, todos exageradamente guapos, por supuesto. La imaginaba sufriendo en silencio y regresando a su casa para aburrirse viendo televisión al lado de su madre y luego lavar los platos con agua fría. Sí, Raúl, ya sé que es una exageración, una caricatura cebollenta como tú dices, pero eso es lo que pasaba por mi cabeza, y hemos quedado en que yo te cuente las cosas tal y como fueron. Bueno, sigo. Un viernes no aguanté más y llegué a comprar al filo de la hora de cierre, esperé afuera, y la seguí. No fue incómodo viajar en micro después de tantos años, lo incómodo fue que el chofer me puteara a viva voz por pagarle con diez lucas. Es que había gastado todo mi sencillo en darle mil doscientos treinta pesos a la cajera que ahora se sentaba al lado de la ventana, delante de mí, y sacaba un libro de su cartera. Aunque no tenía muchas esperanzas de poder reconocer el texto, no pude siquiera intentarlo porque una vieja a mi costado, un híbrido entre institutriz prusiana y Doña Tremebunda, tosía cada vez que me inclinaba hacia adelante para tratar de leer por encima del hombro de la cajera. Y como no quería seguir llamando la atención del respetable público después del show de las diez lucas, me resigné. Me dediqué a mirar el paisaje urbano por la ventana y a rezar que encontrara mi auto a la vuelta. Veinte minutos después me bajaba detrás de ella y tras caminar dos cuadras descubría que entraba al cine a ver «No amarás», el director era ruso o polaco, no recuerdo bien ahora. El caso es que el título le venía muy bien a mis sospechas. De cualquier modo esa información fue suficiente para mi espíritu aventurero esa noche. Al menos ya sabía que no la encerraban en mazmorras oscuras o planchaba la ropa de un regimiento: esa cajera a lo mejor no era desgraciada. Pero ese título...

Pronto me di cuenta que este asunto me estaba afectando. Pasaba buena parte del día pensando en la misteriosa cajera fea. Incluso aumenté mis compras a tres veces por semana, sólo para verla más seguido. Pero la cosa no quedó allí. Empecé a mirar a todas las parejas por la calle, en especial a las que caminaban tomadas de la mano o se besaban. Inmediatamente me fijaba si ellas eran gordas, con acné, sin maquillaje, o todas las anteriores. A continuación buscaba señales de felicidad, de gozo, de amor o algo así en los rostros de ambos. No te imaginas, Raúl, la cantidad de bocinazos, recuerdos para mi madre y acusaciones de degenerado que recibí, sobre todo de los taxistas, por detenerme a mirar parejas en la calle. Poco me importaban los insultos. Lo que realmente me impactaba era descubrir que esas señales de felicidad eran más frecuentes en las parejas con mujeres... ya sabes... gordas, etcétera. No, Raúl, no me vengas a joder con significancias estadísticas o tamaños de muestra, eran más frecuentes y ya. Adivinarás que pronto los días de compra se hicieron casi diarios. Le sonreía, le decía «Buenas noches, señorita» con el tono más Luis Miguel posible, pero nada: no acusaba recibo de mi creciente pero todavía sutil interés. Hasta que una mañana, teniendo como testigo a una de las nueve cajas de cereal que poblaban mi despensa, me decidí. Tenía que matar esa obsesión antes que siguiera creciendo, invadiendo mi rutinaria y por eso agradable existencia. Al menos así pensaba entonces. Tenía que averiguar qué había detrás de esa mujer, de la ex-más fea del mundo. Fue un viernes a la hora de cierre, igual que cuando la seguí al cine.

Mónica contempla los restos del desayuno sobre la mesita redonda mal puesta en una esquina y recuerda aquella discusión con Ricardo acerca del significado del hambre. Probablemente fue injusta, piensa, pero se repite que hay ingenuidades más peligrosas que la maldad. Suspira, hace una mueca, se dice que es mejor guardar las reflexiones para el vuelo, y comienza a empacar. Lo hace con calma, muy lejos de la angustia que rodeaba las primeras veces en que esperó a Ricardo sabiendo que no llegaría.

A esas alturas, cuando prácticamente era ya inquilino del supermercado, había logrado que contestara mis «Hola», así que no tuve que forzar demasiado la situación para añadir una pregunta con aire casual. El problema fue que no se me ocurrió nada mejor que preguntarle si le gustaba su trabajo. Mal comienzo. Me miró como si me hubiese presentado como subcampeón sudamericano del escupitajo a distancia y, tras breve silencio, que me imagino fue un combate entre la irritación y la compasión, eligió ser cortés pero aguda. Me dijo, con una sonrisa falsa, que su trabajo le gustaba muchísimo, que desde niña había soñado con ser cajera del Supermarket, y que lo mejor de su trabajo era la oportunidad siempre cercana de conocer gente muy interesante. Acto seguido me dio el vuelto. Comprenderás que estuve a punto de salir corriendo gritando fuego, pero la intriga pudo más que el orgullo y seguí adelante. La poca lucidez que me quedaba me hizo ver que a esa mujer no había que dorarle la píldora, que no valían las fórmulas de abordaje de la televisión; tuve la revelación, tan fulminante como definitiva, de que esa mujer era más inteligente que yo. Entonces sin más preámbulo barato le propuse tomarnos un café a la salida. Me imagino que esta vez la pausa la tomó para descartar que yo fuera un degenerado (menos mal que no estaban cerca los taxistas para dar su opinión), y que mi cara de boy scout cuarentón la terminó de convencer de que era inocuo. El caso es que me regaló un tercio de sonrisa tirada hacia la izquierda para decir sí sin entusiasmo, y dijo «a las diez y media en el café Orpheu». Te aseguro que si me hubiera dicho a las cinco de la mañana en el lago Titicaca igual habría llegado puntual, yo estaba muy excitado.

Oye, hace buen rato que no sueltas uno de tus comentarios, ¿no te estarás quedando dormido, no?; mira que ya falta poco y no negarás que el relato ha sido hasta ahora interesante. ¿Cómo? No pues, Raúl, no te pongas ordinario, si estoy haciendo el esfuerzo de contarte con detalles todos los antecedentes y situaciones preliminares no es para que me vengas con una chabacanada de ese nivel. En lo último que pensaba ese viernes a las diez y veinticinco en el café Orpheu era en sexo, y mucho menos en semejantes detalles estilísticos. No entendiste lo que quise decir con excitado. A ver, cómo te explico. Yo me sentía a punto de descubrir un océano, un continente donde refundar un imperio, era una aventura del siglo dieciséis, la víspera de un cambio de paradigma. Pero es evidente que el lirismo no es tu fuerte. En realidad no me sorprende, no se puede esperar mucha sensibilidad de alguien que a los treinta y ocho años es fanático de Van Damme. Marcela siempre se quejaba de eso en la sobremesa, pero tú nunca le diste pelota. Y claro, si hay algo que sabe hacer el hijo de puta de Alberto es escuchar. No, Raúl, no voy a empezar con eso otra vez. Discúlpame, en realidad no viene al caso. Mejor sigo con mi historia. Estábamos en que me aceptó la invitación al café.

Comenzó preguntando ella, tú sabes, lo de siempre, a qué te dedicas, de dónde eres. Yo, ingenuo de padre y madre, creí que eso demostraba un verdadero interés por mí, por su único observador, pensaba que podía tratarse de una imagen especular de la obsesión que me había estado atormentando por semanas. Error. Estaba solamente evaluándome, tasándome, dándome una segunda oportunidad, a ver si el aparente opa del supermercado podía ser en el fondo un tipo al menos entretenido. Pero esa tensión inicial duró menos que la primera botella de vino. Y al final, sin demasiado esfuerzo, la pasamos muy bien esa noche, cada uno desde sus posibilidades. Mientras ella soltaba frases y remates que yo ni con libro, yo lograba sacar lo que consideraba mi lado más honesto y la invitaba a compartir mis manías, delirios y actos fallidos recurrentes, sin muchas pretensiones de parecer original, pero con la creciente convicción de que ella podía estar también descubriendo digamos una islita, un estero donde hacer un buen picnic. Pero no se le podía pedir más a una primera noche. Más aún si se tiene la intuición de que efectivamente habrá una segunda. Sobra decir que esa noche, después de la segunda botella de vino, en ese rostro donde antes encontré tanta geografía yo sólo veía los ojos café más seductores del mundo.

Mónica sale de la ducha, mira la hora, y decide llamar a Claudia para que pase por ella. Buena amiga esta Claudia, no hace preguntas. A Mónica no le sorprende sentir alivio al saber que nunca más tendrá que esperar a Ricardo. Es mejor así, ella cree cada vez menos en el perdón. Lo que sí le sorprende es que ese alivio conviva con algo así como una tristeza incompleta pero sin cura.

Claro, Raúl, por supuesto que la vida no puede ser un cuento de hadas, y si alguna vez lo fuera seguro que yo sería, en el mejor de los casos, enanito, y de los que no tienen parlamento. Y te digo esto porque no es casualidad que precisamente... ¿Qué? No, no jodas, Raúl, no puede ser, ¿cómo que se recalentó? ¿Acaso no lo revisaste antes de salir? ¿No tenías claro que eran más de mil kilómetros de ruta? No, no jodas, si nos detenemos ahora no voy a llegar a tiempo, y Mónica no me lo va a perdonar. Por Dios, Raúl, ¡no me puedes hacer esto! Me importa un carajo que se pueda fundir, no podemos detenernos. ¿Qué? No, ni hablar. Ni me calmo ni te termino de contar nada. Imagínate si voy a tener ganas de entretenerte con historias mientras arreglas la cagada que te mandaste. No compadre, lo único que me importa es que Mónica me está esperando, y si no eres capaz de dejarme en Arica antes de las dos, olvídalo, yo me bajo.

Hay una inusitada cola de autos en el paso de frontera de Chacalluta, algo interesante debe estar ocurriendo en Tacna. Claudia se preocupa porque eso podría tardar más de una hora, pero Mónica la tranquiliza: el vuelo recién sale a las seis. Afortunadamente ella siempre se pone plazos más cortos que lo necesario. Afuera la resolana comienza a ceder de a pocos y Mónica se permite creer en primaveras que duren semanas. Después de un silencio cómodo pero innecesario, Mónica decide responder a la pregunta que Claudia todavía no le ha hecho:

Si comienzo por el final tendría que decir que, creyendo o no en complejos freudianos, es un hecho irrefutable que no se puede ser madre y amante a la vez. Pero eso no dice mucho, es poco original, y hasta suena mezquino. Así que prefiero comenzar por el principio, total, tenemos tiempo suficiente. Entonces debo empezar diciendo que, aunque suene muy exagerado, él era el hombre más tonto del mundo, y siempre hacía la cola en mi caja.

© Ernesto Gianoli, 2000, [email protected]
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