17 diciembre 2002

El taxista

Cuento

[Ciberayllu]

Ernesto Escobar Ulloa


«No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
Tras de ti irá la ciudad.  Y por las mismas
calles vagarás. Y en los mismos barrios envejecerás
y canas te saldrán en las mismas casas.
Siempre arribarás a esta ciudad. ¿A otra parte ir?
—no lo esperes—, ya no hay barco ni ruta para ti.
Al arruinar tu vida aquí, en este rincón mínimo
Para toda la tierra tú ya la has destruido.»
C.P. Cavafis, «La ciudad»

 

Qué se habría creído; blanquiñoso de mierda, lo que tenía que soportar uno en el trabajo, carajo, era increíble. ¿O sea que lo que el Perú necesitaba era inversión extranjera?: Claro hermano, plata de los gringos. Pedazo de huevón. Pero eso no fue lo peor, lo peor fue que encima le había regateado: ¿Cómo me vas a cobrar cinco lucas pues hermano, si esta aquí cerquita? Sí, sí, aquí cerquita, aquí cerquita... rechucha. Hasta La Molina lo había hecho ir, y en la misma puerta de su casa había tenido que dejarlo. Fijo que el puta se cagaba en plata, que un buen par de cholas le cocinaban y le lavaban su ropita importada. Así eran los hijitos de papá en este país de mierda; claro, por eso las cosas estaban como estaban: los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres y más jodidos. Ya nadie quería  a su país, carajo. A punto estuvo de romperle la cara cuando tuvo el atrevimiento de decirle que incluso los chilenos debían invertir en el Perú: Y crear trabajo hermano, que aquí la gente no trabaja.  Por poco lo baja del carro y lo raja a patadas.  En la guerra los chilenos entraron hasta Lima, arrasaron Miraflores y Chorrillos, y de paso, como quien se complace jodiendo, se tiraron a nuestras mujeres. ¿Cómo podía olvidarse algo así? Era el colmo. ¿Cómo podía salir adelante un país cuya juventud ya sólo pensaba en largarse a cualquier parte?: Porque yo acabo de estar en Buenos aires y te juro que hasta los argentinos nos dan mil vueltas. Mil vueltas le hubiera hecho dar él pero a base de golpes, por hablar huevadas. Le había amargado la noche, y juraba por Dios no volver a hacerle una carrera a nadie que viviera en La Molina.

 

Por ahí  andaba Arístides, en su viejo escarabajo amarillo, pensando en lo mal que le pagaban su esfuerzo. Así le retribuían el servicio de veinticinco años a su patria, así le recompensaban por haber decidido trabajar honradamente en su país. La pensión de jubilado no le alcanzaba ni para los frijoles. No le habían dejado otra salida que pegar una calcomanía de «TAXI» en la ventana frontal de su carro y echarse a las calles. Menos mal aún le quedaban agallas, un buen par de cojones, y por supuesto, su amor a la bandera.

Convencido de que en aquel barrio sin aceras clientela era lo último que encontraría, Arístides pisó el acelerador, recordando aliviado que al ser fin de semana, bien podían estar esperándolo el Negro y el Trucha por los alrededores de Matute; barrio donde, antes de su partida a Estados Unidos, viviera las mejores épocas de su juventud, y al que regresara después de cinco largos años en Nueva York. En Matute, pues, transcurrió casi toda su vida, y ahí también, él, como muchos otros, se jodió. Y todo por enamorarse carajo. O por enchucharse más bien. Claro, como buen limeño, porque por la chucha lo agarró esa chola pendeja. Qué rico le chupó la sangre la muy puta. Al verlo billetón al toque se le abrió de patas y sin perder tiempo: ¿Arístides, me compras esto?, ¿cariño, me compras lo otro? Y él, hecho un pelotudo: claro mi vida, cómo no mi cielo. Así hasta que sus dólares de cargar cemento se hicieron humo (o trapos) y Laurita terminó desapareciendo no sin antes dejar una nota bajo la puerta: Ojalá comprendas que si me voy es porque nunca has estado a mi altura. ¿Dónde andaría ahora la muy perra? Ojalá te haya atropellado un tren a ti, chola conchatumadre. Qué malos recuerdos le traía el barrio de Matute. Por eso apenas Laurita lo dejó, decidió mudarse al centro, más cerca del ministerio, en la avenida La Colmena. ¿Por qué tuvo que regresar de Nueva York? ¿por qué no le hizo caso a su compadre Juancito?: ¿Para qué vas a volver al Perú, Arístides? No seas huevón. Allá trabajas como negro y te mueres de hambre. Aquí trabajamos como negros pero por lo menos papeamos. Además, mira, qué ricas estas gringas. Allá, ¿allá que te vas a comer? Si nomás hay pura chola fea y encima puta. Eso, su buena gringa debía de tener ya Juancito, su carrito automático de putamadre y una casita con jardín, mientras él..., mientras él se jugaba diariamente el pellejo haciendo de taxista en esa ciudad de deshonestos y ladrones en que se había convertido Lima. Nostálgico, se preguntaba cómo la ciudad que en su día fuera la capital del virreinato, la popular Ciudad de los Reyes, pudo llegar a convertirse en semejante jungla, en el reinado de cuatro pendejazos chuchasumadres. Y ahora, a la distancia, lo invadía la sombría impresión de que a su regreso del Queens, todo se había jodido peor. El Perú se había ido irremisiblemente a la mierda y ya nada parecía poder salvarlo.

Frotándose los ojos, como quien pretende deshacerse de oscuras reflexiones, Arístides entró a Salamanca por la Circunvalación, después de atravesar La Molina,  Camacho y Monterrico, barrios donde los vecinos solo se conocen de vista y donde los chibolos no saben que en la pista también se puede jugar al fútbol. Menos mal en Salamanca la cosa comenzaba a cambiar, murmuró, asqueado de que por un buen rato sólo lo adelantaran Hondas y Mercedes del año.

En Salamanca sí se respiraba ambiente de viernes por la noche. Jóvenes recién salidos de la ducha bebían cerveza en las esquinas, compraban cigarrillos en las bodegas, tocaban las puertas de las casas que, en su interior, escondían de la ley surtidas cantinas (por ahí decían que hasta burdeles), mientras otros, risueños o con cara de asustados, abandonaban el Palace, único cine del barrio, cuyo cartel anunciaba el estreno «Colegialas Calientes», que a nuestro amigo le provocó una mueca de reprobación.

En eso oyó que le gritaban: ¡Taxi!

Arístides pisó freno. Ojalá vaya a la Victoria y así me lleve de camino, deseó. Bajó la ventanilla. Una voz gruesa penetró en el carro:

—¿Cuánto me cobras hasta La Marina? —dijo el hombre, algo de matón barriobajero había en su aire despreocupado.

—Hasta allá no voy, hermano —Arístides puso primera y, sin mirarlo, arrancó.

No había avanzado ni diez metros cuando la afrenta llegó a sus oídos como una descarga:

—¡Viejo conchatumadre!

Quiso dar marcha atrás, bajarse y darle su merecido, pero al mirar tras de sí distinguió aquel individuo dedicándole gestos obscenos mientras abordaba otro taxi.

Enojado, pegó un manotazo contra el tablero y continuó su camino, resignado, murmurando a regañadientes una tanda de improperios. Había que ser muy cobarde para insultar y luego no dar la cara. Sólo los maricones eran capaces de semejante bajeza.

Arístides prefirió olvidarlo, a su edad lo mejor era no amargarse. Entró nuevamente en Circunvalación y salió de Salamanca. Paró en la primera gasolinera. A juzgar por el recorrido de la jornada, poca debía quedarle en el tanque.

Bajó y le dio las llaves al gasolinero.

—Échale tres lucas —le dijo.

—Listo, socio —dijo éste, haciéndose con la manguera.

Pocos automóviles circulaban a esas horas por aquel barrio limeño. Una llovizna mediocre untaba el asfalto. A lo lejos, la niebla se tragaba a los que, por su andar y soledad, parecían fantasmas.

Arístides aprovechó para estirar los músculos. Extendió las piernas, los brazos, flexionó las rodillas.

—¿Aquí hay baño, flaco? —preguntó de repente.

—Ahí — el gasolinero echó el brazo tras de sí, sin quitar la mirada del contador.

¿Este cojudito me quiere tomar el pelo?, se preguntó el viejo. Donde el dependiente había señalado no había más que un terreno baldío en medio de la penumbra.

—¿Dónde has dicho, flaquito? —preguntó.

—Ahí, ahí —el gasolinero levantó la voz, molesto.

—¿Eso es el baño? —a Arístides le salió un gallo.

—¿Y qué quiere? ¿mármol? ¿cerámica? Oiga, esto no es un hotel, no joda.

Al salir, Arístides sintió que el hedor del baño se le había incrustado en el velo del paladar convertido en un sabor nauseabundo.

Sin perder más tiempo se largó. Qué sucia era la gente de este país. Parecía mentira, carajo. Debía encantarle la cochinada. Ya ni en una gasolinera se podía mear como una persona decente, no, como un perro había que mear. Pasaba que la gente se había acostumbrado a mear en plena vía pública, y pedir un baño, además de una impertinencia, se había convertido en una gran cojudez, y motivo para tomarlo a uno de huevón. Lima, definitivamente, ya no era lo de antes. Hace años todo bien limpito. Daba gusto pasear por el jirón de La Unión,  la plaza San Martín, la alameda de Los Descalzos. En el extranjero a Lima la llamaban la Ciudad  Jardín. Carajo, qué tiempos. Ahora, en cambio, el centro es un hervidero de ambulantes, pordioseros y ladrones; y al menor descuido le roban a uno la cartera, lo asusta un loco calato o pisa un mojón de perro. Desde que llegaron los cholos a Lima todo se jodió. Esos serranos eran unos chanchos. Y nadie había sabido pararlos. Ninguno de esos presidentes buenos para nada que los peruanos gustábamos elegir hizo algo por parar a los serranos de mierda.

Una luz roja lo detuvo. A su derecha paró un taxi. Lo conducía un hombre delgado —bigote, piel oscura, pelo rizado—; la cara del típico taxista limeño pensó Arístides.

—Socio —escuchó que lo llamaba.

Arístides se hizo el sueco.

—Socio —insistió aquel taxista.

—¿Qué pasa? —respondió al fin el viejo.

—La noche está muerta... ¿no, socio?

—Ah... —asintió Arístides desganado, esperando a que cambiara la luz para no tener que hablar con el desconocido.

—Me han dicho que hay una zona de fiesta por aquí, tú ya me entiendes —dijo aquel taxista, desenvuelto, campechano, sosteniendo en una mano el palillo que mordía con las muelas— ¿Sabes dónde?

—¿Por aquí?, ¿zona de fiesta? Por aquí no hay ninguna zona de nada, flaco, te han engañado —Arístides dijo esto sin siquiera mirarlo.

—Ya sé que de aquí te vas a la Victoria, viejo mentiroso —dijo aquel taxista inesperadamente—. Un culo de veces te he visto levantando borrachos, hijo de la gran puta.

La luz del semáforo cambió en ese instante y el taxista del bigote desapareció en la oscuridad, dejando al viejo sin la oportunidad de responder y con el escalofrío de haber sido descubierto.

La puta que había parido a todos los conchasumadres que estaba encontrándose. Primero el blanquito de La Molina, después del mariconazo de Salamanca, y ahora ese grandísimo hijo de perra. ¿Ya nadie respetaba a nadie en este país? ¿ni a los mayores? Todo el santo día sudando la gota gorda, recorriendo las calles para ganarse el pan honradamente, todo para terminar dándose con esa lacra. Golpeaba una y otra vez el tablero preguntándose por qué siempre se le cruzaban esos cobardes.

Primero debió sacarle la mierda al niñato de La Molina. En el cerebro y con la llave inglesa que guardaba en el asiento de atrás. Toma, cojudo, por hablar huevadas... Inversión extranjera, inversión extranjera. ¿Qué chucha sabría ese huevón de inversión extranjera? Claro, como su papito lo mandaría a una universidad europea, a él qué le importaba lo que hicieran los gringos y los chilenos con su país.

Y el maricón de Salamanca... Si al menos hubiera podido atraparlo antes de que entrara al otro taxi, qué rico que habría enseñado un poco de respeto con unos cuantos fierrazos. ¿Acaso pensaba que porque era viejo era un pelotudo? No, él no era ningún pelotudo. Ahí estaban sus veinticinco años de trabajo en el ministerio de educación como jefe del servicio de papelería. Ahí no chambeaba cualquier aficionado. Veinticinco años metido en ese puto sótano para que ahora vinieran a joderlo esos vagos de mierda.

¿Y aquel taxista? ¿A quién creía que asustaba con su bigotito de  atorrante? ¿Qué se creía? ¿El muy honrado? Si no hubiera cambiado el semáforo le habría metido el carro, y con la llave inglesa le habría partido el cráneo por insinuarle cojudeces. Y una vez en el suelo le habría mostrado su carné, para que viera que los del partido no eran ningunos cagados como él.

 

Resoplando, dobló en la cale de la maternidad. Hizo lo posible por mantener la calma. Después de todo —se decía, dándose ánimos—, dentro de un rato su suerte cambiaría. Lo mejor era abrir bien los ojos. En cualquier momento podía aparecer la mercancía. Ojalá el Negro y el Trucha estuvieran esperándolo. Ya no podía distraerse. La zona  era peligrosa: putas, traficantes y rateros merodeaban por aquellas desoladas y oscuras callejuelas.

En una esquina dos mujeres en medias negras y minifalda le hicieron señas.

—¡Perras sarnosas! —les gritó Arístides pegando un manotazo en la puerta.

Avanzó lentamente, los dedos toqueteando el volante, el cuello estirado, resurgiendo de la camisa como de un caparazón. Giró a la derecha, a la izquierda. Bajó y subió la velocidad. Se comió las uñas, se rascó intensamente la cabeza. Escupió millones de veces. Y cuando se aprestaba a batirse en retirada, tras una larga media hora dando vueltas, creyó encontrar lo que buscaba. Paró el carro. Apagó los faros. Dejó el motor encendido. Echó una ojeada: un par de rameras reían a lo lejos. Un perro que olisqueaba un poste lo miraba desconfiado. En el techo de una casa, un gato estático parecía adivinar sus intenciones. Pero ni un solo policía.

El hombre tendido en la acera parecía muerto. Se agachó lentamente y le aplicó una bofetada. Lo oyó balbucear. Muerto no, pero más borracho que su puta madre, pensó. Volvió a conectarle otro bofetón, esta vez con fuerza, fastidiado por la repulsa que le causaban estos personajes nocturnos. Nada, ni se movió. «Te hago una carrera gratis, huevón», le suspiró Arístides al oído. Una macabra sonrisa relumbró en su ojeroso rostro.

Introdujo las manos entre las axilas y lo levantó. Una vez en el carro emprendió la requisa. Extrajo de la cartera un billete de cien cocos y un par de tarjetas de crédito. Después, con cuidado, le desabrochó la cadena de oro. A continuación inspeccionó la ropa. A excepción de los calcetines todo era nuevo, de marca. Debía venir de una boda, de una cena de negocios. El típico conchasumadre que después de unos tragos dice que se va, que su mujer lo está esperando, para terminar buscando putas baratas. Antes de arrancar, volvió a mirar por el espejo: las mismas mujeres ofreciendo sus carnes, en la puerta de un burdel dos borrachines cantando «Yo soy el rey», y  arriba de estos, el gato de antes.

Cerró la guantera, puso primera y le advirtió al borracho que como se meara en su carro le rompía la cara a  patadas.

Al cruzar el viejo estadio del Alianza se persignó, recordando con devoción a los jugadores fallecidos en el accidente del 87, cuando una avioneta cayó en las aguas de Ventanilla. Pobres zambos carajo, se entristeció Arístides, toditos se murieron, qué perra era la vida. ¿Por qué los aliancistas tenían que sufrir tanto? ¿Por qué no se morían mejor todos los ricos de este país de porquería?

Bajó la velocidad. El Trucha y el Negro caminaban por la acera de enfrente a paso ligero, como si huyeran de alguien. Frenó y los llamó pegando un grito. Pero el Trucha y el Negro se pusieron a correr. Entonces el viejo gritó:

—¡Soy yo, Arístides!

Sus camaradas se detuvieron y suspiraron aliviados.

—¡Al parque! —gritó el Trucha

—¿Qué pasa? —preguntó Arístides

—Al parque, huevón —le ordenó el Trucha.

Qué cara de pescado se maneja ese feo de mierda, pensó el viejo.

Dio una vuelta en U en dirección al conocido parque del Aparecido. En aquel lugar, hace varios años, un vendedor de helados aseguró haber visto la imagen de Cristo en un árbol. A los pocos días se originaron masivas procesiones, acudió la televisión y desde entonces los lugareños llaman así el lugar.

Arístides encendió un cigarrillo. Nadie iba a tomarlo de huevón, iba a sacarles buena plata, carajo.

 

—¿Qué ha pasado? —preguntó el viejo cuando el Trucha y el Negro le dieron el alcance.

—Nada compadre, ya te contaremos —dijo el Trucha

—En qué líos se habrán metido... —comentó Arístides.

—¿Qué nos traes esta noche? —preguntó el Negro.

—Un putero bien elegante.

—¿Ah sí? —dudó el Negro.

—A ver, a ver —el Trucha se frotó las manos.

Arístides abrió la puerta del carro. Sus amigos se acercaron. Con las manos en la cintura observaron la mercancía.

—Sáquenlo, sáquenlo —dijo Arístides.

El Trucha le dio un empujón. El borracho cayó lentamente al suelo, como un costal de papas.

—Carajo, Arístides —se quejó el Negro—. No tiene reloj, ni cadena. Este cojudo no vale nada.

—¿Has visto la ropa, Negro?, está bien chévere, mira, fíjate bien —dijo Arístides.

—Cada día estás más viejo y más huevón —dijo el Negro—. Antes te portabas mejor. Traías gente con su Rolex, su lapicero Cross, ahora traes cualquier borrachín.

—Oye, Negro de mierda, más respeto, carajo —dijo Arístides levantando la voz.

—El viejo cree que nos hace un favor, Negro —dijo el trucha, chasqueando la cerilla que iluminó vagamente el perfil bajo de su rostro, de donde colgaba un cigarrillo.

—Carajo Trucha, quedamos en que te traería gente los fines de semana y estoy cumpliendo —dijo Arístides—. ¿O tú crees que hacer esto es fácil? No señor.

—¿Y cuánto quieres por la cagada que has traído hoy? —el Trucha arrojó una densa bocanada de humo.

—Tú dirás —dijo Arístides.

—Diez lucas —dijo el Trucha.

—A mí no vas a tomarme el pelo, pues, Truchita. Yo sé que la ropa de este infeliz la vendes por treinta, así que bájate con quince por lo menos —Arístides no titubeó, habló con resolución. Debía llegar el negocio a buen término fuera como fuera.

—Lo siento Arístides, las diez o nada.

—Trucha cabrón —dijo el viejo.

—Espera Negro —de pronto el Trucha tuvo un presentimiento—. No sé qué me da que el viejo quiere pasarse de vivo.

De inmediato se aproximó al carro y antes de que pudiera abrir la puerta Arístides se interpuso.

—¿Qué pasa, viejito? —sonrió el Trucha, mostrándole su cariada dentadura—. ¿Qué escondes que te asustas así?

—Así que haciéndote el pendejo —dijo el Negro y lo empujó. El viejo se desplomó junto al borracho.

El Trucha entró rápidamente al auto. El negro lo observó pasar de asiento en asiento, rebuscando aquí y allá. Al cabo de unos instantes el Trucha salió y, apoyándose en el hombro de su fornido compañero, abrió la billetera del borracho bajo su barbilla. Cuando los ojos del Negro empezaron a iluminarse sacó la cadena de oro y la balanceó como un péndulo ante aquella cara llena de cicatrices.

El Negro se sonrió y quedó contemplando con placer el rostro desfigurado de Arístides, que paralizado, no atinó a incorporarse.

—A nosotros no nos engaña nadie —dijo el Trucha.

—Te jodiste, viejito —dijo el Negro—. Por mentiroso.

Fue entonces cuando los reconoció, en medio de la penumbra de aquel parque desolado; mientras se cubría los genitales con una mano y la cara con la otra pudo recordar aquellas caras, aquellos gestos, mientras el ruido de los golpes se confundía con los gritos e improperios. Esos hombres habían surcado los tiempos hasta atraparlo, habían venido persiguiéndolo esa y otras vidas, desde los confines del mundo, y por fin lo tenían ante sí para vengarse, entonces lo averiguó, justo cuando la imagen de un Cristo crucificado nubló su vista y la sirena de una patrulla de policía se oyó en la distancia.

—¡Los rayas de hace un rato! —gritó el Trucha.

—¡Rápido! —dijo el Negro— ¡Al carro del viejo!

 

A la mañana siguiente, bajo el sol candente del amanecer, el borracho despertó a Arístides y con voz trémula le dijo:

—Compadre, compadre, nos han robado.

Arístides se levantó dolorido, y antes de emprender la caminata miró al hombre con desprecio:

—Calla, borracho de mierda.

* * *


© 2002, Ernesto Escobar Ulloa
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