26 agosto 2005 |
QuipucamayocCuento |
Daniel Salvo |
Pomacha contemplaba el horizonte desde lo alto del cerro Casavilca. El mar que ante sus ojos tenía se veía difuso, debido a sus lágrimas. Únicamente en esos momentos de soledad podía permitirse llorar. Pomacha era hijo de Maillama, último curaca de los guacro. Los guacro eran un pueblo guerrero de la costa que se sentía muy orgulloso por su resistencia a esos serranos que venían del Cusco, esos incas que se tenían por hijos del Sol. Ya les habían dado su merecido en otros tiempos, por ello los guacro se consideraron a salvo.
Con el tiempo, los incas se hicieron más numerosos y se armaron mejor. Fueron perseverantes, y al final consiguieron su objetivo. Tras la caída de la pétrea fortaleza de Cancharí, último bastión de los valerosos aunque exhaustos guerreros guacro, los enviados del triunfante general cusqueño, cuyo nombre Pomacha no quería ni pensar a causa de su orgullo, habían tomado posesión del palacio del Cerro Azul, frente al mar. Los dioses de los guacro se debieron inclinar también ante el Inti y su hijo.
Pese al respeto con que trataron a su padre, Pomacha no dejaba de cavilar que era una afrenta el que éste pasara a convertirse en un vasallo del señor del Cusco. Le costaba creer que hacía tan sólo unos meses su padre reinaba en el fértil valle y era dueño de tierras, hombres y animales. Con sus doce años, Pomacha pensaba en la venganza, en el momento en que vería aplastado al imperio que los incas del Cusco habían creado. Y juró ante el sol poniente y ante las estrellas de la tarde que él solo acabaría con ellos. Para darle fuerza a su juramento, cogió una lagartija que se asoleaba entre las rocas y le arrancó la cabeza de un mordisco, para luego beber su sangre. Acostumbrado a jugar en las polvorientas laderas del Cerro Azul y en los roquedales adyacentes a la límpida playa de piedras, Pomacha poseía los sentidos aguzados y los músculos vigorosos. Se imaginó al Inca decapitado como aquella lagartija, se imaginó al reino de los incas sin su cabeza. Y sólo entonces, sonrió.
Kuntur Ñahui era un hombre sabio, un quipucamayoc enviado por el Inca para evaluar y cuantificar las riquezas recientemente arrebatadas a los guacro. Se sentía muy fastidiado por este encargo. Acostumbrado a ser tratado con deferencia tanto por los sabios amautas del Yachaywasi como por el resto de ciudadanos cusqueños, no podía evitar sentirse nervioso frente a todos esos guacro de rostros ceñudos. Kuntur Ñahui no los entendía, ¡si eran casi unos salvajes! Deberían estar agradecidos por la presencia de los incas, que traerían al fecundo valle una paz duradera y próspero orden. Pero no, los guacro evidenciaban un profundo resentimiento que llegaba a los límites de la insolencia, la cual había sido oportunamente castigada. Los cadáveres destripados, exhibidos en su momento, habían constituido un excelente disuasivo para los descontentos. Kuntur Ñahui no se hacía ilusiones: los costeños eran así, resentidos y ladinos. Y no se explicaba cómo podían soportar ese clima y el olor salobre del mar.
En una de las noches costeñas, Kuntur Ñahui terminaba los nudos del quipu que contenía la información correspondiente a los tejidos que había encontrado en el palacio del Señor de Guacro. El quipu, largas hileras de nudos de diferentes colores unidos en una urdimbre que solamente otro quipucamayoc podría descifrar, describía la cantidad, calidad, colores y procedencia de los principales tejidos, así como el rango de su propietario. Una vez terminado el último nudo de los cordeles, sería enviado al Cusco gracias al confiable y veloz servicio de los chasquis, esos incansables mensajeros que recorrían los caminos del imperio veloces como cóndores. Kuntur Ñahui envidió al quipu, que pronto estaría en las manos de otro quipucamayoc, allá en su añorado Cusco.
Cuando casi terminaba de hacer el último nudo, ingresó al aposento su servidor Picsi, a quien había encargado que le buscara comida. Esperaba que fuera algo de charqui o chalona, pues estaba hastiado de comer pescado con ají.
—Te veo fastidiado, mi señor —dijo Picsi con respeto, mientras tendía ante Kuntur Ñahui un atado. Este último se alegró, pues todo evidenciaba que Picsi había conseguido bocados más deliciosos que el rasposo pescado costeño. Su sonrisa animó a Picsi.
Motivado por el manifiesto cambio de humor del quipucamayoc, Picsi se atrevió a decir:
—Sabes, mi señor, hay un joven guacro interesado en tu noble arte.
Kuntur Ñahui tenía la boca llena con papas y ají, por lo que se limitó a emitir un gruñido que Picsi interpretó como una invitación a que continuara hablando.
—Se trata de Pomacha, el hijo del señor local. Me ha dicho que quiere aprender a ser como tú, un quipucamayoc, un hacedor y descifrador de nudos.
Kuntur Ñahui entornó los ojos. Se sintió halagado por el interés del joven guacro, quien, por otra parte, estaba a su mismo nivel en cuestión de jerarquía. Kuntur Ñahui no estaba de acuerdo con esta práctica; como muchos miembros de las panacas nobles, consideraba que los guacro y algunos pueblos otrora enemigos debían ser exterminados hasta el último infante. Pero la panaca reinante tenía otra visión de las cosas, y ahora se encontraba en la etapa de apaciguamiento, en la cual había que convencer a los guacro que, en lugar de conquistadores, debían tener a los incas como benévolos administradores, y al Inca como padre...
Pero ser un quipucamayoc… los quipucamayocs registraban la información que alimentaba al Tawantinsuyo. Gracias a los quipus, los incas habían alcanzado su actual supremacía sobre los demás pueblos, pues permitían almacenar información que se remontaba a períodos que el vulgo consideraba míticos. Guerras, sequías, hambrunas, viajes, depósitos, cultivos… toda esa información podía almacenarse en un quipu y ser descifrada por cualquier quipucamayoc. No era un conocimiento accesible a todos. No debía serlo. Kuntur Ñahui recordó como ejemplo el quipu que registraba la atroz muerte de las gentes de otros pueblos que sabían burilar signos en pallares, signos que decían cosas, no como las huacas o los quipus, pero con mayor certeza y claridad. Juzgó sabio al Inca que había ordenado acabar con aquellos que podían guardar una verdad perenne distinta a la verdad registrada por los incas.
Sin embargo, las cosas no resultaban tan fáciles como en otros tiempos. En los días de Kuntur Ñahui eran cada vez menos los nobles interesados en aprender el conocimiento necesario para ser un quipucamayoc, y, de éstos, muchos habían tenido que ser desechados por no presentar las condiciones intelectuales requeridas. Los más, deseaban ser amautas o sacerdotes, y otros, guerreros. Después de todo, no dejaba de ser tediosa la tarea del quipucamayoc.
— Ah, Picsi —dijo Kuntur Ñahui mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. Sabes que no puedo acceder a esa petición. Debo consultarlo con el Cusco, y no me parece apropiado. Es algo muy raro, sobre todo tratándose de un joven príncipe.
—Mi señor es prudente. Pero si el joven guacro se convierte en quipucamayoc, es posible que tu presencia ya no sea necesaria aquí, y entonces podrías regresar al Cusco.
Los ojos de Kuntur Ñahui brillaron de emoción. De reunir las condiciones requeridas de memoria, destreza manual y capacidad de cálculo, el joven guacro sería la solución al incómodo destierro que significaba su presencia en la Costa. Como funcionario del Inca, podía ofrecerle también otras dádivas que reforzaran la fidelidad del muchacho, a fin de asegurar la posición preponderante de los cusqueños en el manejo de los quipus, no tenía por qué enseñarle todos los secretos del arte de los quipucamayocs. Con que remitiera al Cusco el informe anual sobre la cantidad de pescado que se comía en el valle, bastaría. Lo demás quedaría en manos de los militares y de los tucuyricuy, esos insufribles espías.
— ¿Cómo es el joven guacro del que me hablas, Picsi?
—Cree poder engañarnos al decir que está contento con nuestra presencia, mi señor. Sus ojos escupen odio mientras su boca sonríe. Pero un día será el Señor de los guacro, según lo dispone el sagrado Inca. De seguro que valorará la atención que le brindes desde ahora.
Kuntur Ñahui miró al suelo, pensativo. Si bien pocos, existían antecedentes de no cusqueños que fueron instruidos en el arte de anudar los quipus. Formalmente, Maillama y su hijo habían sido incorporados a los estamentos de la nobleza, por lo que, de aceptar al muchacho como aprendiz, no incurriría en ninguna situación de riesgo. Y si el muchacho era tan hábil como Picsi expresaba, en un año o dos podría encargarse de su labor. Y el odio que sentía hacia los incas, mientras no fuera abiertamente manifestado, no significaba nada: los guacro sabían que nada podían hacer contra los hijos del Sol.
—Dile a ese muchacho que venga a hablar conmigo mañana temprano —concluyó Kuntur Ñahui, escupiendo semillas de ají.
Pomacha resultó ser un aprendiz aventajado. Su destreza con los nudos era notable, y pronto distinguió quipus recientes de quipus antiguos, los que trataban sobre objetos y los que trataban sobre historias. Kuntur Ñahui estaba tan encantado con él, que dejó a un lado todo posible recelo, asumiendo un rol más bien paternal para con el muchacho. Contrario a sus propósitos iniciales, terminó por enseñarle todos los secretos del arte de los quipucamayocs, incluso aquellos que ni siquiera los sacerdotes o el Inca conocían. Kuntur Ñahui se estaba haciendo viejo.
En su fuero interno, Pomacha había decidido, como parte de su plan de venganza, acercarse a los más notables de los incas destacados ante su pueblo, para conocerlos mejor. Viendo que nada se podía hacer respecto a los militares y otros funcionarios, que lo evitaban abiertamente, determinó acercarse al que le pareció, en un principio, el más inofensivo de todos: el quipucamayoc. No entendía la tarea de este servidor, todo el día haciendo nudos como una mujer. Pero, con sagacidad, notó que el resto de los cusqueños mostraba a veces mayor respeto por Kuntur Ñahui que por los generales: siempre le rendían informes, tanto los militares como la última sirvienta del palacio; los nudos que hacía eran enviados inmediatamente al Cusco, la mítica ciudad entre las nubes donde vivían los hijos del Sol. Aunque no lo entendía del todo, Pomacha dedujo que el poder del quipucamayoc, si bien era de naturaleza distinta a los poderes que él conocía, ya fuera de hombres o de dioses, resultaba tanto o más efectivo que el de aquéllos, uno que no tenía nada que ver con la fuerza de las armas o la ayuda de los seres del otro mundo.
Así, Pomacha pidió a un servidor que lo condujera ante Kuntur Ñahui, manifestando su interés en el arte de los quipus. Nada perdía con su petición de aprenderlo. Por un lado, apenas ganaría la atención de un funcionario como Kuntur Ñahui; y por otro, desviaba la atención que sobre su persona pudieran tener otros esbirros de los incas, como los tucuyricuy o los militares. Había notado que los incas constituían una sociedad bastante dividida, en la cual difícilmente alguien se entrometía en el trabajo de otro.
Acogió con alborozo el mensaje del servidor Picsi, quien le transmitió la decisión de Kuntur Ñahui. Pomacha pasó así a ser un aprendiz de quipucamayoc, hecho que no dejó de generar algunas suspicacias entre los guacro.
En efecto, debido a su linaje y posición social, Pomacha no podía pasar inadvertido fácilmente. Para su pueblo, el joven hijo de Maillama se convirtió en objeto de repudio, pues los guacro consideraban que todo aquello que tuviera relación con telares o tejidos era asunto de mujeres. Se burlaban de los quipucamayocs, por lo que les parecía una afrenta que el futuro Señor de Guacro, o Guacro Cápac en el lenguaje de los conquistadores, se volviera un afeminado tejedor de nudos. Hubieran preferido que siguiera con sus correrías entre las rocas del Cerro Azul, o disfrutando de la cómoda vida de los nobles. Con el tiempo, se fueron olvidando de él.
Sin quererlo, el desprecio y el olvido de su gente ayudaron a que Pomacha lograra sus metas. Ningún servidor o espía de los incas mostró mayor interés en que el hijo de un curaca costeño decidiera instruirse en el arte de los quipucamayocs. Al contrario, dedujeron de esta manera la índole pacífica del futuro Señor de Guacro, hecho que los tranquilizaba sobremanera. Así, con calma y en paz, Pomacha aprendió todos los secretos de los quipus que Kuntur Ñahui le enseñaba. Y éste conocía muchos.
«Junta esos dos quipus. Bien, muy bien. Ahora, anuda el último fleco, pero mostrando el nudo hacia ti. ¿Notas algo? Nada, bien. Ahora, haz lo mismo, pero con el nudo vuelto al revés. ¡Ah, una señal! ¿Qué te dice? ¿Que unas dos líneas sin nudo? ¿Para qué será? Haz lo que te dicen los nudos… ¡Ja, ja, ja! Bueno, ahí tienes cuántos hijos tuvo realmente el anterior Inca. ¿Te parecen tantos? Observa bien el quipu, ahí hay un espacio vacío… cualquier nudo te sirve para saber que en sólo un año, casi todos esos niños murieron. ¡Ja, ja, ja! De esas cosas es mejor no hablar, joven aprendiz…»
A veces, Pomacha no creía cuántas cosas podían decir los quipus. Con orgullo, pronto descubrió que sabía más acerca de la verdadera historia de los incas que los mismísimos autoproclamados hijos del Sol. En su fuero interno, decidió que una vez consumada su venganza, permitiría al viejo Kuntur Ñahui conservar todas sus riquezas, propiedades y mujeres. Le había tomado afecto al viejo quipucamayoc, receloso y ceñudo en un principio, abierto y afable después, al comprobar las habilidades de Pomacha, habilidades que habían resultado una sorpresa para el mismo joven. Los nobles guacro no tenían una relación muy estrecha con sus vástagos, siendo el padre de Pomacha una figura respetable, pero poco relevante en su vida personal. De alguna manera, el quipucamayoc llenó el vacío de afecto que había en el espíritu del joven. Pomacha barajó incluso la posibilidad de abandonar sus planes de venganza.
Sin embargo, esta cercanía entre el futuro Señor de Guacro y el funcionario inca no pasó tan inadvertida como pudiera desearse. Kuntur Ñahui, en un principio muy resentido por haber sido destacado a la Costa, parecía ahora estar a sus anchas. Sus mensajes, solicitando al Inca que lo restituyera a sus dominios, habían cesado, lo que no dejó de llamar la atención a algún funcionario de la corte.
Se pidieron informes a otros servidores destacados en el Señorío de los guacro, incluso a espías de origen guacro vendidos a la mascaipacha incaica. No faltó quien, celoso del puesto que ocupaba el quipucamayoc, exagerara o mintiera acerca del tipo de relación que sostenía con el futuro Guacro Cápac. Para las panacas más influyentes, todo se resumía en una sola palabra: traición. Kuntur Ñahui, quien además era miembro de una antigua panaca rival, complotaba con los guacro en contra de los incas.
El pétreo rostro de Kuntur Ñahui ni siquiera se inmutó cuando le informaron de las noticias enviadas por el Cusco. Sus propiedades, confiscadas. Sus parientes, muertos. Su crimen, a juzgar por los informes de los funcionarios, confirmados por los oráculos y las señales vistas en las entrañas de las llamas, la traición. Sería ajusticiado al mediodía, frente a los guacro y, sobre todo, en presencia del joven Pomacha. Así, la panaca regente se libraría de un posible rival capaz de irrogarse el derecho a llevar la mascaipacha y además les mostraría a los guacro que, a la hora de castigar a los traidores y sediciosos, los incas no tenían ninguna clase de miramientos.
El Inca, que en un principio había decidido también la eliminación de Pomacha, optó por perdonarle la vida, obligándolo —eso sí— a permanecer para siempre en el palacio del Cerro Azul, frente al mar. Como Guacro Cápac —su padre, Maillama, estaba muriendo de vejez—, Pomacha sería el representante del Inca y además el quipucamayoc oficial, cumpliendo así la no expresada voluntad de Kuntur Ñahui. Con esta salida, el Inca y sus consejeros creían que se habían librado para siempre de cualquier amenaza por parte de los guacro. Al nombrar como Guacro Cápac a Pomacha, contentaban al pueblo de los guacro y a éste, de paso, se evitaban el enojoso trance de designar a otro Señor de Guacro, que acaso preferiría dedicarse a aficiones más marciales que la elaboración de quipus. Creyeron que perdonar la vida de Pomacha, respetando su investidura y permitiéndole ejercer en calidad de quipucamayoc; al tiempo que lo confinaban para siempre en los muros de su palacio en Cerro Azul, había sido una soberbia muestra del arte de gobernar.
Pomacha, ahora convertido en Guacro Cápac, lloró la infame muerte de Kuntur Ñahui, a la vez que se alegraba de ésta: no existía ya ningún freno para sus objetivos. No había ningún inca que mereciera su clemencia, por lo que decidió actuar.
Llamó a un servidor.
—Trae los quipus que dejó Kuntur Ñahui y todas las telas y sogas que se necesiten. Es tiempo de anudar información para mi señor, el Inca…
Y así pasaron los años.
El Sol reverberó en la diadema de bronce de Yucraj. Contempló el amanecer, agradeciendo al padre Sol por la luz y el calor. Como quipucamayoc al servicio del señor local, tenía acceso libre a sus aposentos y propiedades. Esa mañana se había cuidado de ser visto por demasiadas personas. Lo que iba a comunicarle a su señor era algo de suma gravedad, pero sabía que éste lo recompensaría muy bien por la información.
—¿Estás seguro, Yucraj? En estas cosas de los quipus sólo me queda fiarme por completo de ti, pues no entiendo gran cosa.
—Mi señor, te repito que no hay posibilidad de error. Ningún quipucamayoc sabe cuándo o dónde se originó el nudo malo, pero ha contaminado a todos los quipus del Tawantinsuyo. No hay remedio para la enfermedad de los quipus.
—Explícame otra vez eso del nudo malo, Yucraj, pero de manera que te pueda entender. No soy un quipucamayoc como tú, recuérdalo.
—Como tú ordenes, mi señor. Bien sabes que los quipus son conjuntos de nudos que sirven para guardar lo que se dice de las cosas: como cuánta gente vive en un ayllu o cuánta ha sido la cosecha de maíz en el valle del Urubamba…
—¡Eso lo sabe cualquier mitimae, Yucraj! ¡No me estás diciendo nada nuevo!
—Ten paciencia, hijo del Sol. Lo que dice un quipu puede interpretarlo cualquier quipucamayoc, quien a su vez puede modificar lo que está en el quipu, según cómo han pasado las cosas. Puede corregir. Puede cambiar.
—¿Quieres decir que se puede poner cosas que no son verdad en los quipus? ¿Que puede haber quipus mentirosos?
—Así es, mi señor. Pero todos los quipucamayocs podemos descubrir el origen de todas las informaciones, comparando un quipu con otro u otros. Las cosas no verdaderas pueden ser corregidas… o al menos, descubiertas por los quipucamayocs. No siempre se han corregido los quipus defectuosos… por razones que tu humilde servidor prefiere desconocer.
—Y haces bien. Lo que importa es que los quipus sostengan nuestro poder, no que lo debiliten o cuestionen. Aunque, como has revelado, los quipucamayocs tienen sus formas de saber cosas que acaso ni siquiera los señores sabemos… Continúa, Yucraj.
El quipucamayoc perdió algo de su compostura. Su señor había deducido antes de tiempo aquello que quería comunicarle. Respiró hondo: después de todo, ya nada volvería a ser como antes. Pronto se descubriría que los quipucamayocs ya no eran necesarios, y peor aún, que habían ocultado información importante durante mucho tiempo. Ello podría implicar la muerte de los quipucamayocs, que serían vistos ahora como traidores. Yucraj sabía que sus pares de otras latitudes estaban desesperados. Nadie sabía el origen del nudo malo, sólo de sus nefastas consecuencias… cuando ya era demasiado tarde. Yucraj debía ponerse a salvo, y agradeció al Inti la coyuntura de encontrarse al mando de un señor local como el suyo, lejos de los cusqueños tanto en distancia como en comunión de ideas. Este señor tenía otras ambiciones, y Yucraj deseaba ocupar un nuevo cargo en la corte de este señor. Por eso estaba tan ansioso de comunicarle la verdad que había descubierto… Se encomendó al Sol.
—Mi señor, los quipucamayocs hemos servido fielmente a los señores del Tawantinsuyo. Como muchachos hemos jugado con los nudos, mi señor, y en esos juegos guardamos nuestras verdades. Nunca perjudicamos a nadie. Es más, sostuvimos el funcionamiento del incario…
—A mí no me vengas con lloriqueos, Yucraj. Y dime de una vez que son esos nudos malos.
—Un quipucamayoc pone su marca en cada quipu que hace. Un quipu pertenece a su quipucamayoc, y si es modificado por otro quipucamayoc, la modificación no altera la marca de origen, aunque esto sólo vale para cinco modificaciones. Pero muy rara vez un quipu era modificado...
—¿Por qué dices era?
—Mi señor, algún quipucamayoc muy sabio tejió en algún sitio y quien sabe hace cuánto tiempo los nudos malos. Nudos que metió en un quipu, se repitieron en otro, luego en otro, se volvieron a encontrar… No puedo darte detalles porque no me entenderías. Es algo que jamás ha ocurrido.
—No me interesa saber qué dedos usas para hacer tus nudos, o si prefieres algodón o lana de alpaca. Tengo claro que los nudos malos se están repitiendo en los quipus y que su número se incrementa. ¿Y?
—Los nudos malos tienen una señal que les dice a los quipucamayocs que los deben repetir en todos los quipus que hagan. Se repiten y se repiten, parece que desde hace años… Y no hay forma de corregirlos. El nudo malo que se desata de un quipu ya se anudó en otro. Como te dije, antes se modificaban muy rara vez. Ahora, todos tienen los nudos malos.
—¿Y qué dicen estos nudos malos?
—Mi señor, no dicen nada. Un quipu con nudos malos tiene falseados sus datos, y si se repiten los nudos malos, como ha pasado, el quipu se convierte en un simple manojo de cuerdas sin sentido alguno... Es como una enfermedad que les ha dado a los quipus, o una maldición.
—¿Qué hacen los quipucamayocs para acabar con esta maldición de los nudos malos?
—Mi señor, ya no hay nada que hacer. Todos los quipus del imperio que se han usado para llevar informes de un lugar a otro no sirven más. El imperio ha perdido su lengua, sus palabras, sus pensamientos. Tendríamos que quemar todos los quipus, y empezar otros nuevos…
—¿Quieres decir que...?
El rostro del señor del lugar ya no mostraba su estudiada placidez despectiva. No había entendido gran cosa de lo que le había informado el quipucamayoc, pero si algo estaba claro, era que el imperio de los incas carecía de toda la información que hasta el momento lo había hecho funcionar: ya no existían los datos registrados sobre el poderío militar de los reinos conquistados, no había conocimiento de las cosechas recientes, no se podía saber cuánta gente había muerto y cuántos habían nacido en los últimos años. En suma, uno de los principales instrumentos de poder de los incas, que les habían servido eficientemente durante años para mantener su predominio sobre otros pueblos, ya no existía.
Yucraj notó la comprensión reflejada en el rostro de su señor. Era el momento de seguir con sus planes. Dejó el tono plañidero que había empleado hasta entonces, para dirigirse a su señor de manera más directa y persuasiva.
—Es el momento, mi señor. Sin los quipus, con los quipucamayocs ocultando todo lo que te dije al Inca, el imperio es más vulnerable que nunca. El Cusco está debilitado. Cuando esto se sepa, tomarán medidas, seguramente. Pero ahora, mi señor, están como un caracol sin caparazón… Sin la ayuda de los quipucamayocs, el Inca no podría tomar ninguna decisión acertada si tú atacas primero.
La sonrisa de su señor confirmó a Yucraj que había tenido éxito. Pronto reuniría a sus huestes, y atacaría al Cusco para hacerse Inca. Cuando eso ocurriera, Yucraj ocuparía un lugar destacado en la corte del nuevo Inca. Así, con Atahualpa como nuevo Inca, en lugar de su hermano Huáscar, se iniciaría un nuevo período en la historia del imperio, que él, como quipucamayoc, registraría para las generaciones venideras.
Sólo una cosa inquietaba a Yucraj. ¿Quién y por qué había creado los nudos malos?
En el palacio de Cerro Azul, un envejecido y moribundo Guacro Cápac contemplaba el atardecer a las orillas del mar. Con una poco disimulada alegría, recibió las noticias de la exitosa rebelión que había terminado con el apresamiento de Huáscar y la entronización de su hermano Atahualpa como nuevo Inca. El poderío de los hijos del Sol estaba resquebrajándose. Guacro Cápac sabía que las guerras traerían más guerras, y con ello, el fin del poder de los incas. Todos veían las señales de su fin. ¿No decían que habían regresado los viracochas para castigar tanta maldad? Guacro Cápac, el que alguna vez fuera el joven Pomacha, quien juró vengarse de los incas por haber sojuzgado a su pueblo, lamentaba no poder recibir a esos viracochas, cuya presencia confirmaría que él había actuado correctamente. Y pensar que todo se lo debía a Kuntur Ñahui y sus nudos malos, algo que nunca se tenía que hacer…
Contemplando el horizonte, con una leve sonrisa de satisfacción en el rostro, Guacro Cápac esperaba con paciencia el momento de su muerte.
© 2005, Daniel Salvo
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Para citar este documento:
Salvo, Daniel: «Quipucamayoc. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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