Sábanas

Cuento triste

[Ciberayllu]

Domingo Martínez Castilla

Para Alberto Escobar,
sinceramente,
tardíamente.

Buscaba, cada mañana, el aroma de su cuerpo en las sábanas que mantenía, dobladas, en una bolsa de plástico especial, hermética: bolsa y sábanas en el sagrario en que había convertido uno de los cajones de la cómoda que pertenecía a su amada; hundía su rostro limpio, recién afeitado, en el color ya pardusco de los lienzos de lino, y sonreía, recordando, solamente hasta que los ojos estuvieran a punto de estallarle, momento en que terminaba ese encuentro cotidiano. Pero a veces las lágrimas caían sobre la tela ajada, haciendo imposible, después de tantos años, reparar en que el olor que percibía ya no era más el de la mujer ausente, sino el salado de su propio llanto.

Por las noches, después de invertir dos horas en preparar la cena y dormitar luego frente al televisor, hojeando el diario, viejos cassettes le ayudaban a dormir, llenándole la noche de recuerdos invocados por músicas efímeras, simples y ya olvidadas por casi toda la gente que los había conocido juntos. Muchas veces no llegaba a la cama, y las mañanas se iniciaban crueles al despertarlo con el cuello doblado, torcido, la ropa buena ajada, el nudo de la corbata en el hombro, y una sensación de desorden y descuido que inmediatamente corregía, arreglando sistemática y velozmente todo, y casi corriendo a la ducha para refrescarse y afeitarse y llevar a cabo entonces su misa personal, su rito cotidiano, su propia pena, que iniciaba parándose frente a la cómoda, la mirada fija en el cajón más bajo, preguntándose —por un segundo— si será capaz de terminar con esta rutina, y respondiéndose que sólo unos días más, que ya pasará. Diariamente, buscaba el cuerpo que faltaba en el aroma de las sábanas dobladas.

Al trasponer el umbral de la puerta de calle, tres pisos más abajo, el ruido leve del barrio interrumpía sus nostalgias, que postergaría por las siguientes doce o catorce horas. Bien peinado, relativamente alto, saludaba algo distante, pero amablemente, a los vecinos que recogían el diario o regresaban con el pan caliente.

Seis años atrás —semanas más, semanas menos— habían salido juntos como todas las mañanas, se habían dado un beso al aproximarse el microbús que la llevaba a su trabajo, y hecho adiós con la mano, ella tras el vidrio siempre decorado de dibujos y lemas en colores fuertes, y él en el gris pesado de la húmeda vereda. Como todas las mañanas, lo último que había visto de ella fue su suave y confiada sonrisa, sin sombras. La vería de nuevo en unas diez u once horas, había pensado mientras subía él a su microbús, y volvería a sentir entonces su aroma al hundirse enamorado en su oscuro cabello, buscando la piel tibia de la raíz del cuello.

Pero no pudo ser. Al volver esa tarde, ya oscureciendo pero con el atisbo de sol que da setiembre entre el horizonte marino y las inútiles nubes limeñas, subió las escaleras, de dos en dos, con la agilidad de sus fuertes piernas, con tiempo de pelar y cortar unas papas, lavarse la cara y cambiarse a ropas más de casa, y esperarla tranquilo, leyendo el periódico y escuchando las poco memorables baladas de moda. No tuvo señal alguna de que ella no volvería esa tarde, ni nunca, ni de que hubiera hecho bien en guardar la sonrisa que había visto tras los vidrios del microbús. Retiró del fogón la olla, y decidió esperar a que ella llegara antes de pelarlas. Quién sabe por qué se quedó dormido en el sillón, con el diario en el regazo, la boca entreabierta y los ojos cerrados apuntando al techo recién pintado. Se despertó dos horas más tarde, desconcertado, pensando que no había apagado el fogón: como un resorte saltó del sillón y llegó a la cocina; al ver las papas, ya tibias, soltó un risueño «¡Carajo!», se sirvió un poco de limonada, algo agria, se lavó las manos y se puso a pelar las papas, que sintió especialmente pegajosas, quizás por estar ya casi frías. Viendo la oscuridad de la pequeña ventana, por donde entraban los diálogos de los adolescentes que todas las noches se reunían a la entrada del edificio, pensó, ingenuo sin saberlo, que algo la habría retenido en el trabajo, o que quizá su madre la habría ido a buscar para charlar e irse de compras, como había sucedido algunas veces. Sí, seguro su madre la habría ido a buscar, pues —sin teléfono, y con la terquedad de suegra que rehusaba visitar la casa del yerno indeseado— era casi la única forma en que ambas podían conversar. «Tienen derecho», pensó, y se dispuso a calentar el guiso del día anterior, pensando que madre e hija cenarían juntas. Esta vez se propuso no mostrar enfado, como lo había hecho en otras ocasiones cuando ella llegaba tarde a casa. Se sintió solo, pero sin sospechar la inminencia de la soledad que, empezando algunas horas más tarde, lo iría a envolver por muchos años.

Luego de comer y lavar platos y ollas acompañado por las baladas de la radio y las imágenes mudas de un partido de fútbol en el televisor, decidió sentarse a hacer cuentas, pensando que quizá ya podrían comprar una línea telefónica, incluso después de descontar lo que gastarían en el viaje a Cusco y Puno, postergado repetidas veces, ora por falta de dinero, ora porque los planes de tomar vacaciones juntos siempre se frustraban por esta o aquella razón. Iba a ser su luna de miel —bromeaban siempre— sin considerar si la altura pondría coto a sus afanes amatorios. Después de hacer sumas y restas, sonrió mirando al papel con los cálculos que le decían que sí, que alcanzaba el dinero para teléfono y viaje, y por un instante se imaginó abrazándola en el largo viaje en ómnibus. Irían por la sierra, habían acordado, para conocer los profundos paisajes de Ayacucho y Apurímac, donde había algunos amigos que los podrían alojar por uno o dos días. Las once de la noche, dijeron en la radio, y el viaje desapareció de sus pensamientos, pues ella nunca había llegado tan tarde: a las diez, a lo más. Pensó en salir a llamar a la vecina de su suegra, que normalmente recibía recados telefónicos para toda la quinta, pero lo disuadió lo avanzado de la hora. Decidió entonces ir a esperarla al paradero, porque no quería que caminara sola a esas horas en las que el barrio cambiaba de castaño a oscuro, con tantos adolescentes sueltos y atrevidos que no mostraban reparo alguno en mirarla obscenamente, incluso delante de él. Se puso el primer saco que encontró y salió apuradamente, y llegó a la esquina del paradero sin haberse dado cuenta de nada en el camino. Pensó que podría estarse poniendo nervioso. Pasaron dos, tres microbuses, pero sin detenerse. El cuarto bajó la velocidad y su corazón latió más rápido al ponderar si debía enfadarse, sin llegar a ninguna conclusión antes de que descendieran dos muchachos, probablemente universitarios. Recién entonces se sintió solo, y no supo qué hora era pues no había traído el reloj. ¿Medianoche? Por un segundo pensó que ella podría haberse quedado a dormir con su madre, que vivía sola, pero la idea no tenía ningún precedente ni asidero y, al descartarla, se llenó la cabeza de posibilidades absurdas, no de presagios terribles. Confundido, regresó rápidamente a su departamento, tropezando al subir las escaleras. Prendió el televisor, lo apagó, encendió la radio, fue a la habitación, se vistió con ropa más abrigada, cogió un manojo de billetes de la mesa de noche, se puso el reloj, que marcaba la una y diez, se sintió tremendamente cansado y bebió un vaso de agua para aliviar la extraña sequedad de la boca.

Sin haberlo decidido, o ni siquiera pensado especialmente, salió rumbo a la lejana casa de su suegra —dejando encendida la luz del pasadizo, por si ella volviera—. No era ahora el momento de ahorrar, así que caminó las cinco silenciosas cuadras hasta la avenida, a tomar un taxi. Los únicos pensamientos que le venían a la cabeza saltaban de lúgubres a disparatados, por lo que prefirió entretenerse con los detalles del interior del auto. Tampoco quiso mirar más a la calle. Por momentos le venían extraños temblores, tanto que el taxista le preguntó si estaba enfermo. «No sé. Quizás...», respondió automáticamente, sin dejar de mirar la luz del aparato de radio ni pensar por qué los números en el dial iban de 5 a 16.5, si sería por pura casualidad o algo decidido por algún comité hace muchos años. Millecinquecento, decían las letras de metal en la guantera, y las iba a tocar cuando el taxista le preguntó si era esta cuadra o la siguiente, haciéndole retirar la mano con rapidez, como si hubiera sido sorprendido cometiendo una falta injustificable. «Acá nomás», respondió, al reconocer que se había pasado media cuadra. Pagó y musitó un agradecimiento sincero. Ya en la calle, sintió mucho más frío.

Al llegar a la puerta, tocó suavemente. Las luces de la casita de la suegra estaban todas apagadas. Esperó algunos segundos tratando de escuchar si alguien se acercaba a abrir. Volvió a tocar, apenas más fuerte que la vez anterior. Esperó tres, cuatro minutos sin saber qué hacer. Si su mujer estuviera ahí, ya se habría despertado, pues tenía el sueño ligero. No, no estaba ahí. Y si abría la suegra... ¿qué decirle? Se pondría nerviosa, seguro, y lo llenaría de preguntas que él no sabría cómo contestar, y también lo acusaría de todo, como siempre lo había insinuado, si no dicho. Mejor irse, decidió, pero ¿a dónde? No conocía ni direcciones ni teléfonos de ninguna de las amigas de su mujer, y en cualquier caso ya eran como las tres de la mañana. Un reloj despertador en alguna casa vecina le hizo reaccionar y emprendió el camino de regreso. Sin apuro, subió al primero de los tres microbuses que tendría que tomar para volver a su casa, a donde llegó cuando ya empezaba a despuntar el día. Al subir las escaleras pensó que ella podría estarle esperando en la casa, y que quizás le preguntaría a él a dónde se había ido a esas horas de la noche, pero no le importó: aceleró el paso, abrió la puerta con cuidado y la esperanza se le hizo polvo cuando vio que todo estaba exactamente igual a como lo había dejado. Sintió cansancio. Ya casi era hora de levantarse, pero se echó en la cama y dejó que el sueño lo tomara por asalto.

Le volvió la conciencia cerca a las diez de la mañana, sintiendo que había tenido una terrible pesadilla. Al abrir los ojos, y verse vestido sobre la cama, y ella ausente, supo que todo era cierto. Ese día hizo todo lo que tenía que hacerse: llamó a la oficina para decir simplemente que tenía un problema que podía ser grave y que no iría a trabajar. Fue al trabajo de ella, y preguntó si sabían algo. Llamó por teléfono a la vecina de la suegra, pero le informaron que ésta había salido. Camino a la policía, volvió a llamar a la suegra, a quien simplemente preguntó si sabía algo de su hija. No, no sabía nada, dijo ella, mientras se alarmaba y lo llenaba de preguntas que él no contestó, diciéndole simplemente que estaba en la comisaría haciendo la denuncia del caso y que no podía hablar más por el momento. Respondió a todas las preguntas que en tono inicialmente rutinario y cada vez más suspicaz le hacía el policía. Después de hacerle esperar casi dos horas, le dijeron que tenía que quedarse hasta que se hicieran algunas averiguaciones. Él les dio todos los datos que solicitaban, y le dejaron ir al atardecer, advirtiéndole que lo visitarían dos especialistas al día siguiente.

Al quedarse solo esa primera noche, tuvo furia al sentir un asomo de libertad dentro de su confusión. No quiso dormir en la cama y, al despertar la mañana siguiente, sábado, se puso a arreglar el dormitorio antes de salir a hacer más averiguaciones. Sacó el cubrecama, la frazada y la primera sábana, debajo de la cual descubrió una de las medias que ella siempre perdía al dormir. La tomó y se la llevó al rostro, apretándola fuerte contra su mejilla y luego contra sus ojos, que aún no habían querido llorar. La puso en la canasta de ropa sucia. Iba a hacer lo mismo con las sábanas pero, al doblarlas, sintió en ellas el olor de mujer y, al mismo tiempo, unas lágrimas que, como si fueran ajenas, empezaron a rodar por sus mejillas. Dobló nuevamente las sábanas, esta vez con más cuidado, y las guardó en el cajón inferior de la cómoda, de donde sacó otras limpias. Cuando tendía la cama con la prolijidad con la que siempre lo hacía, tocaron a la puerta. Había venido su suegra que, sin saludar, le preguntó inmediatamente si su hija ya había regresado. En el momento en que iba a responder, volvieron a tocar la puerta, con firmeza esta vez: habían llegado los dos detectives que venían a hacerle algunas preguntas, lo que en cierto modo le alivió pues no tendría que enfrentar a solas la abierta desconfianza que la suegra le mostraba ahora más que nunca. Los detectives no tuvieron que invertir mucho tiempo en mirar el dormitorio, la salita-comedor, la cocina y el patio pequeñísimo donde aún había colgada ropa, y pidieron que les mostrara las cosas de su mujer. Les señaló el clóset, la cómoda, el tocador y el pequeño escritorio. La suegra siguió todas las preguntas y respuestas con mucho interés y los ojos muy abiertos. El rostro del yerno ya le había dicho que él no tenía ningún indicio de lo que le pudiera haber pasado a su hija.

Los policías terminaron su trabajo y sus preguntas, y le hicieron firmar un papel que él leyó a medias. «Le avisaremos cuando sepamos algo», dijo uno de ellos, «pero vaya a la comisaría de vez en cuando. Por si acaso». Cuando se fueron, se sintió abandonado, y ya estaba tratando de inventar algo para evitar la presencia de su suegra, cuando ésta le preguntó: «Y ahora, ¿qué vamos a hacer?» Por primera y última vez, la tocó poniéndole la mano en el hombro y le dijo: «No sé, porque no sabemos qué ha pasado». Ella le pidió que le avisara cuando supiera algo, y ya se iba a despedir, pero él le dijo que la acompañaría hasta el paradero.

Al cabo de cuatro semanas vino a buscarlo, muy temprano, un patrullero. En voz baja, pero sin mostrar deferencia especial, el policía le dijo inmediatamente que iban a la morgue a reconocer un cadáver. En el trayecto el cuerpo le reaccionó de mala forma, y sintió que pasaba de la palidez al bochorno dos o tres veces. Pero la muerta no era ella, sino una mujer más pequeña, de cara más larga. Así empezó una rutina que duraría varios meses: preguntas en la oficina, preguntas de la policía, preguntas de la suegra, preguntas de los amigos, preguntas de los vecinos. Asumió un papel de desgraciado sereno que a veces sacaba de sus casillas a policías, parientes y amigos. Desapareció la sonrisa fácil y calmada que todos le conocían, pero nunca perdió la compostura. «Nada» fue la palabra con la que iniciaba y concluía la mayor parte de las conversaciones, hasta que poco a poco dejaron de preguntarle por ella. Llegó a ver siete cadáveres más, cuatro mujeres recientemente apresadas como terroristas, y una incontable sucesión de fotos. Seis años de ya ni siquiera esperar..

Una mañana, apenas terminado su encuentro con las sábanas litúrgicas, tocaron a la puerta, con suavidad pero persistencia. Era su cuñado, el menor, que con los ojos húmedos le informó que su mamá había muerto —«fallecido», dijo— en la madrugada. Él le dio un torpe abrazo, le hizo sentar a la mesa y le sirvió un café. Decidió acompañarlo y estuvo con la familia, ayudando en trámites, recibiendo a gente en el velorio, organizándolo todo hasta el día siguiente. Después del entierro, sintió claramente que ella tampoco volvería.

Al llegar a su departamento, temprano en la noche, encontró la puerta entreabierta y claramente violentada, todo en un gran desorden: faltaban el televisor y el aparato de música, entre las cosas obvias. Fue al dormitorio, donde el único cajón cerrado era el de las sábanas. Lo abrió, pero estaba totalmente vacío, y entonces lloró, mientras ordenaba todo un poco; lloró al decidir que no iría a reportar el robo a la policía y ver esas caras tan lamentablemente familiares; siguió llorando por varias horas, sin poder contener los sollozos hasta que se fue a dormir, sabiendo que con ese desahogo había llegado al final de la tristeza.


Comentario privado al autor: © Domingo Martínez Castilla, 2000, [email protected]
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