Cuadros para una novela improbableNarración a presión y por entregas |
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Domingo Martínez Castilla |
8. Desde otra mesa |
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Seis hombres,
jóvenes, silenciosos sólo de la boca para afuera, habitan
casi permanentemente la única mesa de la mezzanine que permite
un panorama casi total del restaurante, gracias al enorme espejo que, opacado
por mil suciedades minúsculas, preside el espacio que hay detrás
del mostrador. La gente del chifa sabe el nombre de sólo tres de
ellos, gracias a la casona que comparten a sólo cuatro cuadras y
en la que no es raro terminar los viernes cuando ya son sábados.
Ellos miran al espejo, pero muchas veces se descubren examinando anodinamente
las botellas de vino, licor de guinda, ron, champán. Cuando la cosa
se pone algo sosa en los bajos, juegan a adivinar la edad de las botellas,
o si realmente contienen lo que las etiquetas anuncian.
Pero ahora hay acción. Los seis pares de ojos no pueden resistir la presencia de la rubia nueva, sucia, bonita, desgarbada, a la que Blas pareciera querer acorralar, encerrar en su atención. Después de mirar por algunos minutos, la urgencia de decir algo hace que varios de ellos empiecen a hablar al mismo tiempo, con los cuerpos inclinados, a veces hacia adelante, a veces hacia atrás, balanceando las sillas metálicas y, a veces, sacándoles chirridos quejumbrosos. Los gestos persuasivos, a veces intransigentes; los dedos índices elevándose para subrayar una opinión, y cayendo luego hacia la mesa marcando rítmicamente un argumento. Serán poetas, o políticos, o periodistas, o músicos, o artistas. Y hablan. —Mira a Blas, el buscador de miraflorinas y pituquitas intelectualoides.
Buen pedazo de hembra se acaba de encontrar. Pausa. Los ojos siguen mirando atentos hacia la mesa de Blas. Blas ha logrado arrastrar de la mano a esa extranjera curiosa, en el
buen sentido, no xenófobo, de la palabra “extranjera”. Interrupción. ¿Qué tánto discuten, par de estacionados reunidos? Risas en la otra margen. Blas barbado poeta se va a dirigir al baño, no sin antes beber bastante de la cerveza de Manuel y otro poco de la de Masakatsu, el porfiado, quien siempre pide una cerveza chica, sin terminarla, nunca. Vase el poeta, definitivamente hundido en divagaciones sobre la manera correcta en que habría orinado Rimbaud la noche del 23 de febrero de 1844, ante la mirada traviesa de una joven cortesana que, siendo más joven, se había presentado una vez, atrevida, en la Corte del último emperador de Francia, disfrazada de gran señora. Masakatsu sonríe, oriental, con esa expresión que siempre saca de las casillas a quienes no lo conocen bien, es decir todos. Al regresar, Blas Barbado encuentra a Seraphine con todos los collares de huayruros del mundo enredados en sus cabellos rojizos, y dos mujeres la decoran con pañuelos transparentes, y las mujeres sonríen y se entretienen, como escolares, mientras los varones, apenas al otro lado de la mesa, hablan de cosas importantes y profundas sin prestar mayor atención a las niñas que juegan a ser grandes. Incongruente en las poéticas manos, cae un libro al suelo, Blas suelta un carajo notable al tomarlo y ensuciarse las manos con cuatro tallarines que, esperando en el suelo la llegada de un poema apropiado, se le han adherido. Es la señal. Los juegos se acaban, y unas cuatro carcajadas, dos de varón y dos de hembra, le caen al poeta en plena cara, mientras Masakatsu se acerca, obsequioso, con el sucio trapo que ha arrebatado a uno de los mozos. Seraphine, graciosísima con sus pañuelos y sus huayruros, mira al poeta casi con ternura, mientras acaricia, inconciente, a la erótica bola rosa, sin quitar los ojos sonrientes, pícaros, de Blas, que encuentra al fin cierta paz. ¿Qué hacen más tarde? pregunta Blas un poco al
aire. Yo ya voy a tener que irme. Es suficiente un brevísimo gesto escondido de Blas para que Seraphine empiece a liberarse de collares y pañuelos. |
© 1997. Domingo Martínez Castilla. Todos los derechos reservados. Reproducción esctrictamente prohibida.
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