Cuadros para una novela improbable

Narración a presión y por entregas

 
Ciberayllu

Domingo Martínez Castilla

 

 

 

2. Situación y periplo

 
  Seraphine está en Lima, saliendo del Museo de Arte, entusiasmada por las pinturas de Sérvulo Gutiérrez, de Laso, de Baca Flor, y un poco en menor medida de Szyszlo. Sale cansada, pues en este maldito museo no hay bancas frente a los cuadros que realmente valen la pena. No encuentra nada más natural que sentarse en el pastito sucio y húmedo a mirar Lima: miles de autos van y muy pocos vienen por una autopista; parejas de enamorados van cada cual en busca del rincón más rincón de todo el parque y se besan, se frotan, se pegan los cuerpos mientras Seraphine sospecha que por ahí debe haber algun par haciendo el amor, acrobáticamente, claro, de pie, recostados en un árbol frondoso. Después se le ocurre mirar al museo mismo y decide que es horrible, que parece una caja de mal gusto de esas que suelen contener crema, talco, colonia, after shave y la tarjeta de mamá o la más apasionada de la novia. Después ya no sabe qué mirar salvo la cara semisonriente, algo boquiabierta, con la que un joven limeño la mira. Limeño joven busca aventura amorosa con joven extranjera cansada y sentada en el pastito fumando Imperio, flor de tabaco negro. Joven extranjera párase decididamente a alejar toda pretensión de joven limeño muy, pero muy pretencioso. Joven limeño, muy joven ojo, se hace el desentendido y mira lo alto del horrible edificio emitiendo un ruido así:

— fssffsuiii.

Joven limeño está seguro de estar silbando distraídamente, pero joven extranjera no puede soportar la risa y la suelta en gran forma. Joven limeño huye acobardado y tremendamente ruborizado. (Labios de joven limeño en retirada conservan extrañamente posición de Silben.) Joven limeño vase ya decididamente preocupado porque su amor extranjero fume Imperio flor de tabaco negro el cigarrillo negro que se exporta puajj. Seraphine, por entonces recién llegada a los recovecos de esta ciudad capital, enrumba por el Paseo de la República hacia la Plaza San Martín; después no se sabe, pero en el camino le pasaron las siguientes cosas en los lugares que a continuación se especifican:

  1. A la altura de la escultura esa del hombre con su buey, Seraphine, que ha estado revisando sus papeles en busca de cualquier cosa, debe agacharse para recoger uno de ellos. Al levantarse se encuenra con que también se está levantando el abogado David Stuart Meléndez, joven de éxito que se dirige del Hotel Sheraton al Palacio de Justicia, sección Policía Judicial, cuarto piso, a conversar con uno de sus defendidos en un sonado caso de defraudación al fisco. Seraphine mira con asombro la cara del joven abogado y, dirigiéndose a su frondoso bigote, le pregunta a bocajarro ¿De qué te reís?, porque es bueno recordar que nuestra heroina había no hace mucho bajado de un avión de Aerolíneas Argentinas que la trajo de Buenos Aires, la tierra del tango. El joven abogado de éxito, que no espera en absoluto tal reacción, le pregunta ¿La señorita es inglesa? y la señorita, que sí es un poco inglesa y más atrevida que flemática, dícele Sí, soy inglesa. ¿Por qué? No, por nada... ¿Fuma usted? Para entonces, el joven abogado de éxito se ha atrincherado como sólo lo hacen los galanes de verdad, es decir en medio de la vereda más o menos amplia, y ha extraído de una de las interioridades de su príncipe de Gales una cajetilla de Winston y de otra un encendedor Ronson enchapado en oro. No puede contener una mueca de extrañeza cuando la joven extranjera saca uno de sus Imperio diciéndole Yo fuma estos, gracias. El joven abogado de éxito, ante el error gramatical cometido por su interlocutora, propone If you want, we can speak in English; grandma and grandpa was from Manchester, I'm lawyer and my name is Chao, compatriota, dice ella, dando por zanjada la conversación con una mueca de desprecio, legítimo, para con su eventual pretendiente. [* A estas alturas, es vano decir que la tal Seraphine, hasta ahora única, y malhadada, protagonista de esta historia, seguirá rompiendo todos los corazones que se le crucen en sus andanzas.]
  2. Desde dentro del hall del cine República, donde estrenaban Los tres mosqueteros, percibió un pst pst no muy insistente y ella se volvió a mirar. Era otro limeño, no tan joven esta vez, que le recordó un poco a los compadritos porteños siempre en busca de una aventura senil. Seraphine, malvada como ella sola, lo miró con ojos acariciadores, dio vuelta a la cabeza con gracia latina y siguió caminando contoneándose más, mucho más de lo normal. El viejo verde quiso seguirla pero la inglesita apuró el paso lo más que pudo —sin dejar de contonearse y propiamente caminando— hasta llegar a la incidencia número
  3. Seraphine ya ha sorteado la mayor parte de los obstáculos del ocupadísimo jirón Carabaya y está sana, honorable, inglesa y completa, en la mismísima Plaza San Martín, donde ve un montón de gente alrededor de algo que debe ser alguien. Hacia ahí, obviamente, se dirige. Es un señor que se está pintando la cara muy ceremoniosamente. Todos lo miran absortos salvo uno que otro turista norteamericano que prepara su cámara fotográfica, apuradísimo y sonriente. Ahora el señor ya está con la cara blanca. Se agacha ahora para coger una latita con pintura facial negra, y Seraphine, en el suelo, puede leer:

    CUANDO ALGUIEN TE HABLA DEL ESPÍRITU, CUIDA BIEN TUS BOLSILLOS (W.D.)
    NO SE PUEDE PASEAR POR LAS ARENAS SI EXISTEN CARACOLES OPRESORES Y ARAÑAS SUBMARINAS (J.H.)
    TEATRO DE LA CALLE
    NO SE PASE DE LA LÍNEA


    Seraphine, preocupada porque la última frase no tenga las iniciales de su autor, piensa que debe ser el producto del sentimiento popular respecto a alguna situación política (en Buenos Aires, alguien le había dicho una vez que no había que pasarse de la raya con la violencia, tal como lo estaban haciendo los montoneros y el ERP). El señor con la cara blanca acaba de dar los toques finales y negros a su maquillaje y es ya un mimo. Seraphine no sabe si poner en marcha sus conocimientos de arte escénico o continuar con su alegre y despreocupada percepción del arte de los países atrasados, en particular cuando lo que ve es a todas luces promiscuo y, sinceramente, muy poco prometedor. El mimo ya se ha enfundado unos pantalones de mimo y un polo viejo y desteñido, pero ceñido (ah, las rimas etc.), ya tiene puestas las zapatillas y ahora toma un megáfono a pilas, y mueve los brazos trazando con ellos amplios círculos en el aire hasta que, en uno de esos desplazamientos, la boca del mimo coincide con el lado apropiado del megáfono y el hombre, percibiendo lo correcto de la situación, detiene ese brazo, el derecho, mientras el otro termina su correspondiente circunferencia replegándose, doblado, en el frágil cuerpecillo del artista. En el momento menos pensado, cuando los ojos de los espectadores aún siguen fijos en el último brazo, una voz grave, nítida, sale de cualquier parte Seeeeeñoras y señññores...
    El mimo sigue hablando, y Seraphine continúa mirándolo embelesada, y hasta los turistas norteamericanos han detenido su accionar de turistas y escuchan, sin entender ni mierda, pero escuchan igual, el anuncio del espectáculo que va a empezar en estos instantes. El mimo ofrece varios números: La sopita, El bañista, La confesión. La gente, que se ve ya lo conoce, pide, al principio tímidamente y después con energía, tal o cual número. El mimo decide ir a la votación. Los de La sopita, ¡levanten la mano!, y hace como que cuenta, no sin antes invocar una mayor participación. Los de El bañista, que levanten la mano, y a contar de nuevo. Y luego La confesión. Terminadas las votaciones, resulta que hay un empate entre El bañista y La sopita, aunque todo el mundo ha visto que La confesión ha logrado más votos. Pero no importa. Nadie protesta. Esta vez Seraphine es una humilde habitúe más del mimo y en el desempate vota por La sopita. El mimo vuelve a hacer su falso conteo y, oh milagro, primera vez que Seraphine vota por algo y gana. Señoras y señores, con ustedes, ¡La sopita! Todos prestan atención, algunos ya sonriendo por lo que va a venir, los turistas aprestando cámaras, y Seraphine avanzando un poco hasta la primera fila y, como es más bien alta, sentándose. El mimo, presto ya a empezar, la mira reprobadoramente y, muy amable, le pide que no se pase de la línea. Seraphine escucha, mira la línea sobre la cual se ha sentado, mira el suelo donde está pintado NO SE PASE DE LA LÍNEA, y empieza a reir suavemente, pero sin poder contenerse, asombrando hasta al mismísimo y hasta hace un momento impertérrito mimo peruano de la Plaza San Martín. Pero en Seraphine la risa termina como empezó, y el mimo la mira ahora con un gesto de brevísima extrañeza y algo de condescendencia, y la gente la mira con decenas de gestos diferentes. El mimo se recompone, y vuelve a hacer esos hermosos gestos grandilocuentes con los brazos y, sí señores, ¡ha empezado La sopita! Seraphine no lo esperaba, pero el mimo, si no un Marcel Marceaux, la impresiona favorablemente. Seraphine de Beauvoir da el visto bueno y decide incluir esta experiencia en la pléyade de sucesos que conformarán sus cinco tomos de memorias a editarse eventualmente por Thames-Penguin Books. La función termina. El mimo pasa entre la gente un viejo sombrero que se llena de monedas y uno que otro billete. El mimo pasa un zapato viejo que se llena de monedas y uno que otro billete. El mimo pasa otro zapato viejo que recibe las últimas monedas y un solo billete de cinco soles y súbitamente dice ¡Los que no me han dado me deben! Ahí termina la cosa número tres. El mimo sigue con otros números, pero antes:
  4. Seraphine siente que alguien se sienta a su lado y presiente que es otro cazador de sentimientos sensuales; el recién llegado la mira y mira luego al mimo, sonriendo, a lo que la inglesa asiente y el mimo se resiente porque esos dos se miran mucho y le están quitando un poco de la atención del público presente. Termina entonces El bañista; el mimo repite sus cobranzas, cada vez con menor éxito, pues el grupo de gente no cambia mucho. La incidencia 4 continúa con el recién llegado, un tipo de barba Lincoln y cabello extraño, un blusón serrano bordado de pajaritos verdes, morados y amarillos, un pantalón de poliéster parchado muy pobremente a la altura de los bolsillos, y un libro pequeño, probablemente de poesía, de un autor completamente desconocido para la incauta extranjera que se apresta, sabiéndolo o no, a caer bajo las garras de un intelectual-limeño-de-la-generación-del-70. Terminada la función, de la que ambos no han visto gran cosa, la gente se empieza a dispersar, incluido el mimo, hasta que Seraphine y el bardo criollo barbado son los únicos habitantes del borde de la línea de tiza de la cual no había que pasarse.
 

970131