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Seraphine está
en Lima, saliendo del Museo de Arte, entusiasmada por las pinturas
de Sérvulo Gutiérrez, de Laso, de Baca Flor, y un poco en
menor medida de Szyszlo. Sale cansada, pues en este maldito museo no hay
bancas frente a los cuadros que realmente valen la pena. No encuentra nada
más natural que sentarse en el pastito sucio y húmedo a mirar
Lima: miles de autos van y muy pocos vienen por una autopista; parejas
de enamorados van cada cual en busca del rincón más rincón
de todo el parque y se besan, se frotan, se pegan los cuerpos mientras
Seraphine sospecha que por ahí debe haber algun par haciendo el
amor, acrobáticamente, claro, de pie, recostados en un árbol
frondoso. Después se le ocurre mirar al museo mismo y decide que
es horrible, que parece una caja de mal gusto de esas que suelen contener
crema, talco, colonia, after shave y la tarjeta de mamá o la más
apasionada de la novia. Después ya no sabe qué mirar salvo
la cara semisonriente, algo boquiabierta, con la que un joven limeño
la mira. Limeño joven busca aventura amorosa con joven extranjera
cansada y sentada en el pastito fumando Imperio, flor de tabaco negro.
Joven extranjera párase decididamente a alejar toda pretensión
de joven limeño muy, pero muy pretencioso. Joven limeño,
muy joven ojo, se hace el desentendido y mira lo alto del horrible edificio
emitiendo un ruido así:
fssffsuiii.
Joven limeño está seguro de estar silbando distraídamente,
pero joven extranjera no puede soportar la risa y la suelta en gran forma.
Joven limeño huye acobardado y tremendamente ruborizado. (Labios
de joven limeño en retirada conservan extrañamente posición
de Silben.) Joven limeño vase ya decididamente preocupado porque
su amor extranjero fume Imperio flor de tabaco negro el cigarrillo negro
que se exporta puajj. Seraphine, por entonces recién llegada a los
recovecos de esta ciudad capital, enrumba por el Paseo de la República
hacia la Plaza San Martín; después no se sabe, pero en el
camino le pasaron las siguientes cosas en los lugares que a continuación
se especifican:
- A la altura de la escultura esa del hombre con su buey, Seraphine,
que ha estado revisando sus papeles en busca de cualquier cosa, debe agacharse
para recoger uno de ellos. Al levantarse se encuenra con que también
se está levantando el abogado David Stuart Meléndez, joven
de éxito que se dirige del Hotel Sheraton al Palacio de Justicia,
sección Policía Judicial, cuarto piso, a conversar con uno
de sus defendidos en un sonado caso de defraudación al fisco. Seraphine
mira con asombro la cara del joven abogado y, dirigiéndose a su
frondoso bigote, le pregunta a bocajarro ¿De qué te reís?,
porque es bueno recordar que nuestra heroina había no hace mucho
bajado de un avión de Aerolíneas Argentinas que la trajo
de Buenos Aires, la tierra del tango. El joven abogado de éxito,
que no espera en absoluto tal reacción, le pregunta ¿La señorita
es inglesa? y la señorita, que sí es un poco inglesa y más
atrevida que flemática, dícele Sí, soy inglesa. ¿Por
qué? No, por nada... ¿Fuma usted? Para entonces, el joven
abogado de éxito se ha atrincherado como sólo lo hacen los
galanes de verdad, es decir en medio de la vereda más o menos amplia,
y ha extraído de una de las interioridades de su príncipe
de Gales una cajetilla de Winston y de otra un encendedor Ronson enchapado
en oro. No puede contener una mueca de extrañeza cuando la joven
extranjera saca uno de sus Imperio diciéndole Yo fuma estos, gracias.
El joven abogado de éxito, ante el error gramatical cometido por
su interlocutora, propone If you want, we can speak in English; grandma
and grandpa was from Manchester, I'm lawyer and my name is Chao, compatriota,
dice ella, dando por zanjada la conversación con una mueca de desprecio,
legítimo, para con su eventual pretendiente. [* A estas alturas,
es vano decir que la tal Seraphine, hasta ahora única, y malhadada,
protagonista de esta historia, seguirá rompiendo todos los corazones
que se le crucen en sus andanzas.]
- Desde dentro del hall del cine República, donde estrenaban Los
tres mosqueteros, percibió un pst pst no muy insistente y ella
se volvió a mirar. Era otro limeño, no tan joven esta vez,
que le recordó un poco a los compadritos porteños siempre
en busca de una aventura senil. Seraphine, malvada como ella sola, lo miró
con ojos acariciadores, dio vuelta a la cabeza con gracia latina y siguió
caminando contoneándose más, mucho más de lo normal.
El viejo verde quiso seguirla pero la inglesita apuró el paso lo
más que pudo sin dejar de contonearse y propiamente caminando
hasta llegar a la incidencia número
- Seraphine ya ha sorteado la mayor parte de los obstáculos del
ocupadísimo jirón Carabaya y está sana, honorable,
inglesa y completa, en la mismísima Plaza San Martín, donde
ve un montón de gente alrededor de algo que debe ser alguien. Hacia
ahí, obviamente, se dirige. Es un señor que se está
pintando la cara muy ceremoniosamente. Todos lo miran absortos salvo uno
que otro turista norteamericano que prepara su cámara fotográfica,
apuradísimo y sonriente. Ahora el señor ya está con
la cara blanca. Se agacha ahora para coger una latita con pintura facial
negra, y Seraphine, en el suelo, puede leer:
CUANDO ALGUIEN TE HABLA DEL ESPÍRITU, CUIDA BIEN
TUS BOLSILLOS (W.D.)
NO SE PUEDE PASEAR POR LAS ARENAS SI EXISTEN CARACOLES OPRESORES Y ARAÑAS
SUBMARINAS (J.H.)
TEATRO DE LA CALLE
NO SE PASE DE LA LÍNEA
Seraphine, preocupada porque la última frase no tenga
las iniciales de su autor, piensa que debe ser el producto del sentimiento
popular respecto a alguna situación política (en Buenos Aires,
alguien le había dicho una vez que no había que pasarse de
la raya con la violencia, tal como lo estaban haciendo los montoneros y
el ERP). El señor con la cara blanca acaba de dar los toques finales
y negros a su maquillaje y es ya un mimo. Seraphine no sabe si poner en
marcha sus conocimientos de arte escénico o continuar con su alegre
y despreocupada percepción del arte de los países atrasados,
en particular cuando lo que ve es a todas luces promiscuo y, sinceramente,
muy poco prometedor. El mimo ya se ha enfundado unos pantalones de mimo
y un polo viejo y desteñido, pero ceñido (ah, las rimas etc.),
ya tiene puestas las zapatillas y ahora toma un megáfono a pilas,
y mueve los brazos trazando con ellos amplios círculos en el aire
hasta que, en uno de esos desplazamientos, la boca del mimo coincide con
el lado apropiado del megáfono y el hombre, percibiendo lo correcto
de la situación, detiene ese brazo, el derecho, mientras el otro
termina su correspondiente circunferencia replegándose, doblado,
en el frágil cuerpecillo del artista. En el momento menos pensado,
cuando los ojos de los espectadores aún siguen fijos en el último
brazo, una voz grave, nítida, sale de cualquier parte Seeeeeñoras
y señññores...
El mimo sigue hablando, y Seraphine continúa mirándolo embelesada,
y hasta los turistas norteamericanos han detenido su accionar de turistas
y escuchan, sin entender ni mierda, pero escuchan igual, el anuncio del
espectáculo que va a empezar en estos instantes. El mimo ofrece
varios números: La sopita, El bañista, La confesión.
La gente, que se ve ya lo conoce, pide, al principio tímidamente
y después con energía, tal o cual número. El mimo
decide ir a la votación. Los de La sopita, ¡levanten la mano!,
y hace como que cuenta, no sin antes invocar una mayor participación.
Los de El bañista, que levanten la mano, y a contar de nuevo. Y
luego La confesión. Terminadas las votaciones, resulta que hay un
empate entre El bañista y La sopita, aunque todo el mundo ha visto
que La confesión ha logrado más votos. Pero no importa. Nadie
protesta. Esta vez Seraphine es una humilde habitúe más del
mimo y en el desempate vota por La sopita. El mimo vuelve a hacer su falso
conteo y, oh milagro, primera vez que Seraphine vota por algo y gana. Señoras
y señores, con ustedes, ¡La sopita! Todos prestan atención,
algunos ya sonriendo por lo que va a venir, los turistas aprestando cámaras,
y Seraphine avanzando un poco hasta la primera fila y, como es más
bien alta, sentándose. El mimo, presto ya a empezar, la mira reprobadoramente
y, muy amable, le pide que no se pase de la línea. Seraphine escucha,
mira la línea sobre la cual se ha sentado, mira el suelo donde está
pintado NO SE PASE DE LA LÍNEA, y empieza
a reir suavemente, pero sin poder contenerse, asombrando hasta al mismísimo
y hasta hace un momento impertérrito mimo peruano de la Plaza San
Martín. Pero en Seraphine la risa termina como empezó, y
el mimo la mira ahora con un gesto de brevísima extrañeza
y algo de condescendencia, y la gente la mira con decenas de gestos diferentes.
El mimo se recompone, y vuelve a hacer esos hermosos gestos grandilocuentes
con los brazos y, sí señores, ¡ha empezado La sopita!
Seraphine no lo esperaba, pero el mimo, si no un Marcel Marceaux, la impresiona
favorablemente. Seraphine de Beauvoir da el visto bueno y decide incluir
esta experiencia en la pléyade de sucesos que conformarán
sus cinco tomos de memorias a editarse eventualmente por Thames-Penguin
Books. La función termina. El mimo pasa entre la gente un viejo
sombrero que se llena de monedas y uno que otro billete. El mimo pasa un
zapato viejo que se llena de monedas y uno que otro billete. El mimo pasa
otro zapato viejo que recibe las últimas monedas y un solo billete
de cinco soles y súbitamente dice ¡Los que no me han dado
me deben! Ahí termina la cosa número tres. El mimo sigue
con otros números, pero antes:
- Seraphine siente que alguien se sienta a su lado y presiente que es
otro cazador de sentimientos sensuales; el recién llegado la mira
y mira luego al mimo, sonriendo, a lo que la inglesa asiente y el mimo
se resiente porque esos dos se miran mucho y le están quitando un
poco de la atención del público presente. Termina entonces
El bañista; el mimo repite sus cobranzas, cada vez con menor éxito,
pues el grupo de gente no cambia mucho. La incidencia 4 continúa
con el recién llegado, un tipo de barba Lincoln y cabello extraño,
un blusón serrano bordado de pajaritos verdes, morados y amarillos,
un pantalón de poliéster parchado muy pobremente a la altura
de los bolsillos, y un libro pequeño, probablemente de poesía,
de un autor completamente desconocido para la incauta extranjera que se
apresta, sabiéndolo o no, a caer bajo las garras de un intelectual-limeño-de-la-generación-del-70.
Terminada la función, de la que ambos no han visto gran cosa, la
gente se empieza a dispersar, incluido el mimo, hasta que Seraphine y el
bardo criollo barbado son los únicos habitantes del borde de la
línea de tiza de la cual no había que pasarse.
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