15 enero 2003

Sobremesa

Cuento

[Ciberayllu]

Claudia Ulloa Donoso

 
Siento que mi estómago podría reventar en este momento. Aún estoy en la mitad del plato de fondo.  No quiero pensar en el postre de nata y el champan que esperan en una esquina de la mesa. Demasiada comida, como siempre. Si como un bocado más, seguro que podría vomitar ahora mismo sobre el mantel. Al principio, todos me mirarían con asco y, luego, al verme tan pálida, seguro que se preocuparían (sobre todo mi mamá). Podrían pensar que estoy enferma de algo grave;  probablemente de la cabeza,  ya que una persona de veinte años es capaz de aguantarse la náusea y llegar hasta el baño. De hecho, si lo hiciese, sería tan impactante como que un extraño irrumpiese en el comedor disfrazado de extraterrestre y luego descubrirían que el disfrazado es  mi hermano que se mudó hace pocos días. Entonces la cena seguiría su curso hasta llegar a la eterna sobremesa, donde seguramente celebrarían su payasada como cada cosa que él hace.

Sé que no haré algo tan asqueroso; pero me gustaría romper la tertulia que, desde que tengo uso de razón, sostiene mi familia cada vez que se reúne.

Lo típico, si se come brócoli, como hoy por ejemplo, es que el brócoli tiene mucho calcio y además es bueno para el cutis según mi mamá; y mi papá  que si es bueno para el cutis para qué gastas tanto en cremas y mascarillas; y mi tía que no hay nada como las mascarillas naturales y que la de pepino  es superbuena;  tan buena como ella; y mi prima que se ríe y me pregunta por los exámenes y yo le digo que los he pasado aunque la verdad es que  he dado  sólo dos.

Yo siempre suelo hablar en voz baja. Prefiero observarlos. No puedo negar que en ocasiones me he divertido mucho oyendo sus diálogos, sobre todo cuando se llega al punto en que se habla de cosas diferentes pero se coincide en reír al mismo tiempo

Y cuando hablan de la vecina: «¡Que barbaridad!», dice mi mamá; «¡Con esas faldas tan cortas que no dejan nada a la imaginación!», dice mi tía; y mi padre ahora sólo sonríe sin decir nada. Seguro que piensa que las faldas de la vecina son lo mejor que hay en el edificio. Pero nadie sabe que yo encontré una foto donde mi madre y mi tía tendrían unos veinte años: vestían faldas tan cortas como la de la vecina y aun peores, pues eran  coloridas y floreadas como las que llevaban las mujeres en una comparsa esta primera mañana de carnaval.

Y ahora que han dejado los pros y los contras de las verduras, las frutas, el pollo y  los demás alimentos que hemos comido, ya que ninguno se ha salvado de los comentarios y utilidades varias para la larga vida: «sana y natural» como dice mi tía; ahora hablarán de cuando vivían en el campo y eran niñas; y mi abuelo las mandó a matar a un pato y que el pato,  «un ave diabólica», según mi mamá que ahora tiene las mejillas sonrojadas y los ojos muy abiertos como si lo estuviese viendo, caminaba sin cabeza mientras mi tía no paraba de llorar; y mi padre que dice que eso no es nada, que es peor matar a un chancho cuando se tiene 10 años; y mi prima me susurra que ya no es virgen y yo le sonrío a la vez que bebo más vino. Que tiempos aquellos del campo, mi mamá como siempre suspirando.

La tarta de nata se deshace en mi boca mientras pienso que si las casas fuesen de vidrio, vería cómo las demás familias cenan y hablan de lo mismo. Una amiga me contaba que en su casa era el fútbol y la política, yo lo del pato sin cabeza y las bondades de los alimentos. Coincidíamos en la vecina criticada, la de ella por tener tres maridos en tres años; la mía por sus faldas tan impúdicas según mi tía. Al fin y al cabo, todo es lo mismo.

Y ahora que el champán burbujea delante de mí tengo mucho asco; pero me divierto porque es el momento de las risas que coinciden en medio de una conversación sin sentido. Y mi prima  me aburre contándome su primera vez, seguramente tan ficticia como su novio italiano, que después me enteré que era parte de una terapia para «ser mejor persona» (palabras textuales de mi tía).

Y entre copas  casi vacías: el costo de vida y la política. Aparece luego el café con desempleo y un poco de fútbol, que se perdió el último partido. Lo dice mi padre como si fuese gran novedad. Yo dejo la tarta que me empalaga y mientras sorbo un poco de agua mineral, todos me miran y me preguntan acerca de qué voy a hacer cuando acabe la carrera. Un estudio de abogados estaría bien, dice mi padre mientras fuma; que me asocie con la hija de los Díaz que estudia Derecho como yo pero en la Católica que es mejor; y yo les repito que lo más probable es que estudie otra cosa que me llene el espíritu.

Y ahora mi mamá tose y le lleva la cuenta del tabaco a mi padre. Él se ríe y dice que de algo hay que morirse. Mi tía, que siempre me defiende, me dice que la abogacía llena el espíritu cuando uno no se corrompe y lucha por los pobres sedientos de justicia. Ella siempre tan buena, con su rosario en la cartera y su estampa en el parabrisas de su escarabajo para que la protejan siempre. Tomo más agua mineral. Y pienso que no acabaré la carrera y que me inscribiré en Bellas Artes el mes que viene.

Y mi prima insistiendo en el tema del sexo:  que si soy virgen, que si me dolió y  qué sé yo. Ya no soporto más la conversación porque ahora se han centrado en mí: que he bajado las notas y que fumo mucho; y mi tía, protegiéndome, afirma que yo he nacido para ser artista; y mi mamá replica que todo lo que hago es por  mi libre decisión; y mi padre resopla y dice que tengo mucha fiesta últimamente y que estudie más que a él no le regalaron los estudios como a mí. Finalmente odiosas comparaciones con el perfecto de mi hermano; y mi prima que se ríe y me dice que tengo ojeras.

Me aguanto las arcadas. La imagen de esta conversación elevada en mi mente a la enésima potencia, dentro de todas las casas del mundo, me impulsa a golpear la mesa y decir en voz alta:

—¡Estoy embarazada!

Ahora me aparto porque no soporto más las náuseas  que tengo desde hace ya varias sobremesas. Apoyo mi frente al borde de la mesa y la alfombra queda manchada de toda la conversación sostenida en  esta y en otras cenas familiares idénticas e infinitas. Es entonces cuando llega mi hermano disfrazado de marciano pero nadie se inmuta ante su presencia.

* * *


© 2003, Claudia Ulloa Donoso
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