19 octubre 2002 |
Dos gallinazosCuento |
Claudia Ulloa Donoso |
En el autobús, mi tórax enfrentaba a la humedad que entraba por asalto y sin freno a través de una ventana imposible de cerrar. Cada punto arroz de la chompa tejida por mi madre era una puerta para las esquirlas de humedad que me cortaban la piel.
Bajé cuando las fábricas se alineaban a lo largo de la avenida, dejando atrás a los edificios llenos de gente apurada que hacían loncheras y se quemaban la lengua con el café, mientras otros seguían durmiendo y soñando en colores. Exhalé y todo parecía respirar a mi ritmo; la mañana se hacía más gris con cada paso que daba. Las manos me sudaban un poco mientras las escondía en mis bolsillos: la derecha jugueteaba con un par de monedas viscosas y calientes de tanto manoseo; la izquierda arrugaba y destrozaba el aviso del periódico.
Finalmente llegué a la dirección del aviso. Me quedé en un rincón como esperando cualquier cosa, quizás a que se fuera mi timidez. Desde ahí pude ver a los albañiles, silenciosos e inmensos, sentados al filo de la vereda. Casi los podía comparar con los bloques de hormigón ordenados justo en frente de ellos. Me entretenía viéndolos abrir sus grandes bocas para morder el pan y sorber con violencia los líquidos densos que hervían en sus tazas de plástico, casi todas anaranjadas o amarillas. No tenía hambre a pesar de no haber comido desde ayer. Aún conservaba en la garganta el humo de los tubos de escape de los autobuses que atraviesan la ciudad en medio del tráfico caótico. Sólo sentía una sensación de presión, un peso en las espaldas, cierta preocupación y alguna ausencia.
Mencioné mi experiencia en varias obras, pero no me dieron ni casco ni pala. Me mandaron al fondo de la construcción. Había muchas cajas de baldosas y mayólicas y pocos obreros por ese lado; sólo un chico al parecer un poco menor que yo. Tenía los ojos muy lánguidos como si no hubiese dormido..., o quizás había llorado. Me di cuenta también de que sus manos eran muy finas; no como las de un albañil. Al menos me pagarán por ordenar mayólicas. Las apilaba, las clasificaba y se las pasaba al chico de manos finas que las sumergía en una tina llena de agua.
—¡Esas no!
—¿Por qué?
—Sólo las de piso. Las mayólicas no. Se rayan.
—...
Me miró con rabia. Quizás él también había tenido una mala noche.
—Pesan estas cajas de mierda...
—...
—¿Tienes tiempo aquí?
—Tres días mojando baldosas
—...
—Hace frío.
Ahora el chico tenía el rostro un poco más amigable, y sí, era menor que yo. El hielo se había roto y empecé a hablarle un poco de mí y de las otras obras que había por ahí pero que finalmente ésta era una de las que mejor pagaba.
Él sólo me escuchaba; asentía a veces; no me miraba a los ojos; mojaba las baldosas mecánicamente; hacía crujir los huesos de sus manos y se estiraba como un gato. A veces, una sonrisa se confundía en sus labios mientras tiritaba.
Yo caminaba con las cajas desde el depósito hasta donde estaba él. Sudaba y le hablaba con la voz entrecortada por la agitación y el esfuerzo de haber cargado más de cien kilos entre baldosas y azulejos.
—La situación está difícil, ¿no?
Ahora era yo quién asentía mientras levantaba una de las cajas.
—Con un hijo más que mantener, uno tiene que soportar el estar mojando baldosas como huevón...
Para cuando llegué a la última caja sentía que el peso de ésta se desvanecía. Cerré los ojos. Un rayo me recorría la espalda, ahora sudaba frío. Me sentía como un vidrio. Un vidrio que en cualquier momento podía quebrarse. Un ruido me estremeció de pronto.
El capataz daba de gritos y me insultaba. La caja más grande se había desfondado y las mayólicas estaban hechas añicos en el suelo. Yo temblaba y el capataz: ¡Cholo bruto!; yo caminaba lentamente y tenía ganas de llorar. No podía, los hombres no lloran... ¡Y así querías que te ponga a construir! Miré al chico, él no me miraba, seguía remojando las baldosas con indiferencia.
Yo era un vidrio quebrado. Un vidrio roto caminando por las calles, regresando a casa.
Las escaleras rechinaban y el crujir de las maderas me hacía aún más infeliz. Ella había lavado la ropa y la vi más percudida que otras veces; hasta la vi triste llorando gotas de agua sucia.
El olor de humedad de nuestro cuarto era hoy más fuerte. En la hornilla hervía una sopa; era la misma de ayer, pero ayer olía diferente. La cama aún estaba desordenada; el cuarto un poco sucio. Se escuchaba el rumor de un río que hablaba solo. Ella no estaba. Corrí hacia el balcón y mis pisadas provocaron un leve temblor en la habitación de madera.
Allí estaba ella, en el balcón, apoyada sobre la baranda húmeda y con carcoma del siglo pasado. Ella miraba el paisaje gris: a lo lejos un puente con muchos autos que avanzaban a paso de procesión; a nuestro alrededor muchas casuchas como la nuestra con la misma ropa triste y percudida en los cordeles; en el patio un grupo de chicos casi desnutridos jugando al fútbol con patadas débiles, sin festejar los goles. Ningún árbol, mucho gris.
Más cerca de nosotros estaba el río: lleno de basura, muchas piedras, poca agua. Sobre el río volaba una pareja de oscuros gallinazos: libres, coqueteando en círculos, cortando en pedazos el cielo gris sin importarles lo que les rodeaba.
Se sorprendió cuando la abracé por la espalda que la tenia casi descubierta asomando la piel por el camisón ralo a punto de convertirse en jirones. Le besé la nuca y se estremeció. Seguro pensó que hoy llegaría más tarde. Una lágrima, gris como la de la ropa tendida, empezó a humedecer uno de sus pómulos.
—Tengo un sueño —le dije.
Ella seguía sin darme la cara; apoyé mi barbilla sobre la cavidad que formaban sus clavículas en sus hombros frágiles. Mis manos acariciaban su piel fría mientras ella contemplaba la danza que en el aire hacían aquellos gallinazos brillantes.
—Me gustaría que ahora mismo fuéramos esos gallinazos.
—Sueña entonces...
La voz se le quebró; sus lágrimas grises fluían al compás del rumor del río. Cerré los ojos y pude sentir que me crecían alas. Acaricié su vientre: abultado, grande, duro. Quería volar. No estaba soñando.
© 2002, Claudia
Ulloa Donoso
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