22 diciembre 2005 |
Textos breves |
Carlos Meneses |
Nunca se supo si fue venganza o Ernestina tomó esa decisión. Se le oía decir con frecuencia que buscaba una vida mejor que la de los seres humanos. Su alimentación era frugal: desayunaba margaritas; almorzaba magnolias o azucenas y hacía una cena mínima con una rosa o un clavel. No se debe omitir que estaba comprobado que amaba los jardines y que las flores la consideraban una gran amiga. Cuando se esfumó, porque no se puede dar otro calificativo a su súbita desaparición, hubo variedad de opiniones. El tiempo marchitó recuerdos y voces. Algunos de los muchos que acostumbraban pasear por los jardines dijeron haber escuchado alguna vez una voz muy fresca parecida a la de Ernestina. Añadieron que era como un sonido musical que brotara de alguna flor.
Sería bueno hablar de José Triste Pena, suena a redundancia, a reiteración, suena más bien a soledad, a abandono, a casa donde hace muchos años nadie habita.
Hablar de Triste Pena es como imaginar una multitud de gente que sólo sabe llorar y deambula por la ciudad en silencio y mojando las calles con sus lágrimas.
El solo hecho de recordar a José Triste es suficiente para estar viendo cientos de niños rebuscando en los basurales el color que representa la amargura.
Sin embargo es casi obligado hablar de José Pena y de recordar que su tristeza limita con el olor al pan que nunca le correspondió ni el beso que jamás le llegó.
No obstante todos los inconvenientes que se oponen a mencionar a ese José, hay que decir que recorrió más de medio mundo en busca de una sonrisa.
Que quiso tener un lugar donde establecerse y poder decir es mi casa, una voz tibia que lo llame por su verdadero nombre una ropa que lo defienda del frío.
José Triste Pena soñaba con dejar de soñar con muertes, con días negros, con mujeres sollozando y hombres doblados sobre la tierra para recoger la cosecha ajena.
José Triste Pena no le pedía ayuda a nadie, no se arrodillaba ante nadie, no sabía suplicar porque nadie se lo había enseñado y él tampoco quería aprender esa lección.
Lo persiguieron de noche porque no suplicaba ni pedía clemencia. Hubo gritos, piedras, palos, finalmente fusil. La bala le abrió la cabeza como una sandía.
Muchos recuerdan a José muerto envuelto en Pena y Tristeza, pero también en capa de rabia. Muchos lo vieron caer pero callarán para siempre de puro miedo.
En una esquina me encontré con la vida, me presentó a la muerte.
Hoy he muerto, no se aceptan condolencias.
Pedrito Ñanga sembró un libro de cuentos en el jardín de su casa. Soñó que brotaba un árbol que crecía con gran rapidez y daba como frutos otros libros de cuentos. Al despertar los libros estaban en la mesa de noche. Los leyó entusiasmado. Feliz corrió hacia el jardín para abrazar y agradecer al árbol. Nunca lo pudo ver pero siguió convertido en un gran lector.
Suena el teléfono nadie lo coge. Se oye un piano nadie lo escucha. Brota un grito de angustia nadie se interesa por saber quién lo ha lanzado. Llaman a una puerta nadie la abre. Lloran copiosamente no aparecen pañuelos. Algunos muy orondos lucen monedas doradas hay colas siguiendo sus pasos.
© 2005, Carlos Meneses
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Meneses, Carlos: «Textos breves», en Ciberayllu
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