22 febrero 2005 |
Historia de un ruidilloCuento |
Carlos L. Orihuela |
El primer día lo atribuí al cansancio. Lo entendí como simples extravíos de la mente, fantasmas difusos del agotamiento. Trabajaba demasiado y, al regresar a casa por las noches, caía en agobiantes insomnios. El trabajo en la oficina, la estrechez injusta de mis horarios, el laberinto en el que sentía sobrevivir, me impedían abandonarme cómodamente al sueño, al reposo reparador. Dormía muy mal y cada mañana sentía levantarme peor.
Fue un domingo de madrugada. Hace ya algunos meses.
Un ruidillo al principio ligero, seco, casi imperceptible, como las pisadas de una mucama cuidadosa de no despertar a los huéspedes. Sin duda —pensé semidormido— algún sueño tardío, de los que se resistían al amanecer, continuaba inquietándome: una de esas pesadillas volátiles, de las que, al despertar, nos quedan sólo sensaciones de infortunio, salpicaduras matutinas de amargura.
Era domingo y sabía de la generosidad de unas horas más en cama. Urgía de la terapia de un sueño profundo, del aprovechamiento absoluto y eficaz del feriado. Pero se me hacía imposible. La condena diaria de madrugar, mis sobresaltos habituales y la chillona avalancha de sol que inundaba la habitación me lo impedían. Salté de la cama con desesperación, bajé de un tirón las persianas, me envolví como un habano con las frazadas y cerré los ojos. De pronto -esta vez desde la sala o tal vez el comedor (¡qué sé yo!)- el ruidillo reinició su asedio. Unos pasitos ligeros, como los taconeos secos de un duende, unos saltitos apurados de conejo, el crujido suave de una manizuela. Un concierto verdaderamente exasperante.
Convencido de su simple existencia mental, es decir, de su radical inexistencia, lo ignoré, clausuré los oídos, acorralé los mínimos asomos de la imaginación. A los pocos minutos, cuando me parecía restablecida la calma, cuando reconquistaba a duras penas la tranquilidad, el infatuado invasor reinició su ronda.
Algo fatal acontecía, algo que sobrepasaba la simplicidad de mis sospechas. Tiré las frazadas y me incorporé. Se imponía una inspección a fondo, una revisión que, de una vez por todas, me sacara de dudas y, sobre todo, me devolviera el sueño. Hurgué los rincones más íntimos de la casa: la sala, el comedor, la cocina, e, incluso, bajo los azotes inclementes del frío invernal, abrí la puerta trasera y removí los maceteros y trastos de basura. Convencido una vez más de que se trataba de un simple desvarío, regresé a la cama. Abrigaba la esperanza de haberlo liquidado con este sacrificado e innecesario ejercicio matutino.
Pero no, el ruidillo persistió, creció, se hizo insoportable. No me quedaron más dudas: eran las señales inequívocas de la fatalidad, de aquellas indeseadas rachas de desventura de periodicidad y duración incalculables.
Sin embargo me decidí por un último intento. Me resistía a la capitulación. Volví a cerrar los ojos, los oídos, la conciencia, pero, contra todos mis deseos, naufragué nuevamente en una vigilia tortuosa. Algo o alguien se desplazaba con la habilidad de un criminal, se ocultaba y se proponía liquidarme.
Me levanté y realicé una segunda pesquisa, esta vez con mucho más cuidado, pero con iguales resultados. Me quedaron dudas. No podía aceptar que tales ruidos, propios de quien escudriña y se mimetiza, provinieran del agotamiento, de los descontroles de mi imaginación.
Rendido, frustrado, revuelto en las cenizas de un domingo miserable, me vestí como pude y me lancé a la calle, como si en el laberinto de la ciudad intuyera las rutas de un refugio. Deambulé con la lentitud inexpresiva de un poseído, en un sonambulismo que me enfriaba el alma. El silencio pesado de las avenidas me atiborró de espejismos el espíritu, de estampas sombrías que me rondaban como aves de rapiña, como si en una pesadilla callejera culminara la invasión iniciada esa mañana con el ruidillo. Caminé horas sin decidirme por nada. Derrotado por el cansancio finalmente me tendí en la hierba amarilla de un parquecillo al que llegué con la agonía de un náufrago. En los alrededores algunas familias pobres conversaban muy risueñas y compartían platos que extraían de portaviandas abrigados en manteles. Alcancé a envidiar las humildades de su felicidad. Me conmovió el entusiasmo de los niños que saltaban como cervatillos sobre las ruinas de los jardines. El sol brillante y húmedo me llenó de nostalgias que no me invocaban nada. Finalmente, cuando en la soledad de las calles se acumulaba aún más la tristeza y el sol enrojecía con debilidad los filos de las nubes lejanas, me levanté y regresé a casa.
Todo parecía en su lugar. Había titubeado al poner la llave en la cerradura, pero esto no había sido presagio de nada. Con la minuciosidad de un rastreador examiné cada objeto, hasta los que por su insignificancia se habían hecho invisibles a mi rutina. En el dormitorio, las huellas de mi huida fueron lo único que me llamó la atención. Las frazadas amontonadas como un remolino sobre la cama, mis ropas de dormir regadas en el piso, algunas camisas limpias que asomaban en las gavetas de la cómoda como pequeños brazos desesperados. Me senté en la cama y probé reflexionar. Recordé que no había comido en todo el día. Apenas había atinado a beber del agua del parquecillo: un angelito regordete de mármol, desfigurado por el cáncer del abandono y las pedradas de los palomillas, y cubierto de excrementos de pájaros, orinaba un chorro fresco sobre una fuente atorada de algas y basura. Me dirigí a la cocina sin impaciencia, abrí la refrigeradora y devoré todo lo que pude hallar: una manzana partida y los restos de un queso.
Apremiado aún por dormir regresé al dormitorio. Debía madrugar y salir temprano para la oficina. Ordené la cama y mis ropas, me hice a la idea de que nada había sucedido y me acosté. Sólo entonces supe que desde mi llegada el ruidillo se había mantenido ausente. Apagué la luz, cerré los ojos, aflojé los músculos, solté la conciencia a la fortuna de un abismo. Me empezaba ya a invadir el placer del sueño cuando algo me devolvió con violencia a la vigilia: el ruidillo, el malhadado ruidillo.
Confieso que no me resultó una sorpresa. Su regreso había estado dentro de miscálculos. Me senté con la prontitud de un resorte, encendí la luz y agucé el oído. Ruidillo vago, más impreciso aún que el de la mañana. No era ya un taconeo, ni los pasitos de una mucama. Se insinuaba como una mano que removía las sillas, los trastos, hojeaba los libros que, a falta de anaqueles, se arrumaban en los sillones de la sala. No me levanté, me negué a caer otra vez en la desesperación. Permanecí como si esperara a que irrumpiera en mi habitación, a que asumiera formas visibles. Sin embargo nada aconteció. Yo continué en mi espera, pasivo, atrincherado en la nave tibia de mi cama, enfrentando una agresión que no se expresaba en daños físicos, ataques, ni amenazas. El ruido se desplazaba con una confianza exasperante. Los minutos transcurrieron sin que yo advirtiera que el sueño me iba venciendo.
El zumbido del reloj me despertó súbitamente. Eran ya las cinco y media de la madrugada. Había caído en un sueño profundo. Me levanté y, olvidándome de las tribulaciones del domingo, me afeité, me duché, me vestí, tomé mis cosas y corrí al paradero del autobús.
En la oficina nadie advirtió mis penalidades. Evité conversaciones, evadí miradas y cercanías curiosas. Cuando bajaba al cafetín a la hora del refrigerio, me encontré en el ascensor con uno de mis jefes. Al salir, alcanzó a decirme con hipocresía: «Intente acostarse más temprano». Yo me limité a devolverle una sonrisa insignificante.
Concluido el día, camino al paradero, me invadieron nuevamente los temores. Hice un recuento del domingo, mi desvelo, mis arrebatos y mi impotencia.
Reflexionar me sumergía en un mar de incertidumbres, me llevaba contra mi voluntad a una extraña, diría descabellada, sospecha: era obvio que mi sorpresivo enemigo no intentaba aniquilarme, dañarme, ni siquiera privarme sistemáticamente del sueño. Sus calculados desplazamientos, sus súbitas reapariciones, esa distancia prudencial entre él y mi habitación, en fin, su ronda extravagante eran muestras irrefutables de inteligencia y sutileza. Se me ocurría más bien imaginarlo una presencia amistosa, un espíritu amigo que vencía barreras para comunicarse, como las timideces de un extraterrestre. No era sensato, pero pensar así me aliviaba.
Al llegar a casa, todo continuaba intacto, como la noche anterior. Nada que despertara sospechas, nada fuera de su espacio habitual. Ingresé confiado, seguro, listo para sorprenderlo y obligarlo a reaccionar. Luego de una hora de un silencio absoluto comprendí mi error. Se trataba de alguien aún más difícil y complejo. Estaba allí. Se le sentía en el espacio, una energía hecha conciencia, difuminada en una dimensión inaccesible, una mirada oculta sobre cada rincón de la casa. Me quedaba sólo esperar, someterme a su soberanía.
Cené sin apuro, limpié la cocina, lavé los platos, puse cada utensilio en su lugar, revisé el diario, me senté en el sofá de la sala, y cuando me vencía el cansancio me dirigí al dormitorio y me acosté. No relajé los músculos ni recurrí a nada que pudiera estimularme el sueño, no lo necesitaba. Lo esperaba. Sabía que daría señales a cualquier momento. Y fue así. De pronto comenzó como si hojeara los libros de la sala; luego, en un débil taconeo, recorrió la cocina, la sala y el patio trasero, allí removió los maceteros y la basura. En el cuarto de depósito se hizo unas manos laboriosas que operaban instrumentos, objetos metálicos. Pero, lo más sorprendente, no alcanzaba a turbarme, a crearme pánicos. Podía imaginarlo, describir sus mutaciones. Era una mujer que limpiaba las habitaciones, un electricista que revisaba las instalaciones y cambiaba fusibles, un estudiante atareado que revisaba ruidosamente papeles y libros. Continué así por unas horas hasta quedarme profundamente dormido. Al amanecer, el reloj me levantó nuevamente y tuve que correr al trabajo.
A diferencia de las últimas semanas, el día me fue más provechoso. Trabajé más de lo que esperaba. Me sentía fresco y sabía que pronto acabaría con el déficit en mis tareas de la oficina. Pero este bienestar carecía de sentido, me venía sin razón alguna. Sólo tenía que recordar las calamidades del día anterior para comprobar todo este absurdo.
Yo podía explicar ciertos detalles de mis angustias: mis peripecias en el trabajo, mi soledad, el engranaje agónico en el que discurría mi vida. Pero racionalizar los últimos acontecimientos definitivamente no implicaba encontrarle coherencia a hechos que no tenían relación alguna entre sí. El ruidillo no constituía el absurdo, pero lo extendía, lo evidenciaba, le ponía un acento de alarma. Al mismo tiempo, y para sorpresa mía, se transformaba en una energía positiva que me levantaba el ánimo y me insuflaba un aire nuevo, nutritivo y alentador. De pronto comprendí que mis sospechas eran y habían sido ciertas: no se trataba de una presencia peligrosa, un enemigo que me complicara la vida.
Tras estas conclusiones, que las acepté con incredulidad, mi retorno a casa tuvo visos casi triunfales. Ingresé a mis habitaciones como si me esperaran con regocijo. Sentí mi casa llena de presencias familiares, como en mis viejos tiempos. Imaginé mis experiencias de infancia, mi adolescencia, la casa paterna en mi provincia como si fueran parte de un rito de felicidad, de un celebración redentora.
A la hora de acostarme, lo hice lleno de ilusión, ansioso del ruidillo. Envuelto en las mantas comencé a percibir sus primeros paseos. Por primera vez los reconocía. Los pasitos apresurados de mi madre, los destornilladores y serruchos de mi padre, los cuadernos y papeles de mi hermano menor: un concierto antiguo de vida y entusiasmo. Mi pasado transformado en un presente pleno y estimulante.
Desde aquella noche, de increíble descanso, el ruidillo forma parte de mi vida, el orden que norma mis días y me provee sosiego. Nadie lo sabe. No se lo he contado a nadie. Sería insensato. Qué podrían ellos entender de mi comunidad familiar renacida en ruidos, en presencias amorosas, en energías de auxilio. No me lo creerían. Me tacharían de loco, de alcohólico, de drogadicto, me atiborrarían de insultos, de amenazas, me perseguirían dispuestos a despedazarme, y me ahogarían irremediablemente y, peor aún, serían capaces de ahogar y desaparecer la presencia insustituible y vital del ruidillo.
© 2005, Carlos L. Orihuela
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Orihuela, Carlos L.: «Historia de un ruidillo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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