24 octubre 2003 |
El radio de GavilánCuento |
Carlos L. Orihuela |
staba sobre la mesa. Apenas sobrepasaba el tamaño de una caja de fósforos e iba dentro de un estuche negro de cuero lleno de agujeritos.
Hasta entonces lo habíamos creído una fantasía más de Gavilán. Nos había abrumado tanto hablándonos de un radio en miniatura en las últimas semanas que ya nadie le tomaba en serio; era un cuento más, como los que se nos ocurrían en los recreos, en las tardes aburridas de los sábados. Sin embargo ahora lo podíamos ver, examinarlo, escucharlo con asombro. «Es el radio más pequeño que se ha fabricado hasta ahora», nos dijo, mientras lo escondía bajo la mesa cuando vio acercarse al padre de turno. «Tendré música el tiempo que se me antoje. Este audífono me permite escucharlo sólo a mí», añadió bajando aún más la voz.
Cuando nos mandaron al patio después del almuerzo, creíamos que lo encontraríamos en algún rincón, esperándonos. Necesitábamos continuar descubriendo los secretos de esa maravilla. Nos ilusionaba sabernos liberados del silencio obligatorio del colegio, de la injusta prohibición de «objetos ruidosos que perturben el espíritu académico de la institución». Pero Gavilán se había esfumado, había huido de nuestra curiosidad. Convencidos de la inutilidad de nuestra espera, decidimos irnos cada quien por su lado a perder el tiempo hasta la hora de entrada a clases. Nos sentíamos frustrados, traicionados; pero preferíamos callar, aislándonos, no mirándonos a los ojos.
Desde entonces Gavilán, el más adicto al grupo, el entusiasta incorregible, no volvió a ser el mismo. Perdió su simpatía, se nos alejó por completo. Desaparecía los fines de semana como si se lo tragara la tierra; abandonó nuestras reuniones secretas, se olvidó de nuestros planes contra la pandilla del Burro Beraún, se desentendió de los contraataques por los robos que habíamos sufrido las últimas semanas. Por las noches, en la sala de estudios, se alejaba a las mesas más apartadas, se colocaba el audífono y simulaba preparar las tareas. Los brigadieres no lo podían sorprender. Su tranquilidad ejemplar, su alejamiento de los tumultos, de las charlas alborotadas lo libraban de toda vigilancia. Era un santo a las horas de estudio, a la hora del rosario en la capilla y durante la oscuridad inviolable del sueño. Ya acostados y con la luz apagada, lo sentíamos despierto, inquieto debajo de las frazadas que lo cubrían hasta la cabeza; vivía cautivado las veinticuatro horas por esa miniatura.
Yo tampoco dormía. Un gusanillo me devoraba el espíritu. No le encontraba justificación a su egoísmo. Lo quise atribuir a su inexperiencia, a la facilidad con que lo encantaban ciertas chucherías; jamás había dejado de ser el más aniñado. Lo explicaba como un olvido temporal del juramento a la pandilla, de la obligación de compartir nuestros tesoros y hasta nuestros secretos. Me resistía a condenarlo sin mayores juicios. Me lo imaginaba todavía regresando arrepentido a nuestras reuniones, inventando alguna tontería. «Se hará consciente de que ningún juguete vale más que el grupo», dije casi sin convicción en una de nuestras reuniones. Insistí en que esperáramos un poco más, que no nos apresuráramos en expulsarlo. Los muchachos me dieron gusto, no se opusieron, pero tampoco aceptaron mis razones. Sabían que Gavilán era un traidor y esperaban el momento oportuno para condenarlo con severidad.
Mi rol de abogado tenía sus límites y sus plazos. Lo había asumido con un profundo sentido de justicia, pero no se reducía a la simple exposición de conjeturas. La defensa de un supuesto traidor me comprometía a hurgar en el enredo, a desentrañar la verdad. Un compromiso que además tenía que cumplirse con cautela de detective y honestidad de amigo.
Esa misma noche, tal como lo había venido planeando, inicié mis pesquisas. Seguir a Gavilán, conocer los pormenores de su ridícula aventura con ese aparato.
En pocos días y sin despertar sospechas, esclarecí algunos detalles. Por ejemplo, sus desapariciones de los fines de semana. Los sábados, luego del rosario de las once, cuando nos conducían en formación a la cancha de fulbito, Gavilán se escabullía y corría hacia las escaleras de la azotea. Los domingos repetía la misma operación pero después de misa, en el momento en que nos soltaban para ir al pueblo a invadir los restaurantes y conseguir entradas para la matiné. Entre los recovecos y cachivaches de la azotea, vi que había construido, con unos cartones y mantas viejas, una tarima muy sólida y mullida. Una madriguera perfecta entre los rincones donde todos aseguraban haber escuchado fantasmas y haber visto, en la ceniza derramada, huellas de curas muertos que recogían sus pasos por las noches.
Finalmente, con algo más de paciencia, descubrí lo más importante: el escondite del radio. En las mañanas, luego de levantarse, Gavilán corría, como si lo persiguieran, hacia el primer cuarto de ducha de nuestro piso. Aseguraba la puerta, se trepaba sobre un saliente en la pared que hacía las veces de poyo, y estirando el brazo con gran esfuerzo ocultaba el objeto en una rendija que se abría entre el marco de la ventanilla y la pared. Un escondite perfecto. Nadie habría tratado de sondear tesoros en las rendijas de un cuarto hediondo y tenebroso que nos servía de inodoro y ducha.
Sin embargo mi trabajo no quedaba ahí. Gavilán no daba muestras aún de arrepentimiento. Su traición era evidente, pero para mí, fanático de la justicia formal, flotaban todavía las dudas. Requería de pruebas palpables y contundentes. Ideé mil maneras de aproximármele, de saber su opinión, de escucharlo de sus propios labios, pero las circunstancias no me favorecían.
Un sábado, finalmente, cuando nos aprestábamos a ingresar a la capilla, aceleré el paso y me le acerqué. Con cordialidad exagerada le indiqué que esa tarde lo necesitábamos: dábamos los toques finales a un plan contra el Burro Beraún. «No te olvides que su fuerte es el robo», le reiteré. Gavilán se detuvo, me miró sin alarma, indiferente, y sin más continuó su camino. Me dejó con la palabra en la boca. El bochorno, la facilidad con que me había insultado me destemplaron. Me enfurecí y todas mis buenas intenciones, sostenidas a duras penas, se esfumaron al instante. No me quedaron dudas, mis compañeros estaban en lo cierto: Gavilán merecía una lección.
Al día siguiente, como de costumbre, Gavilán desapareció después del almuerzo, cuando nos dirigíamos al patio. Pude imaginar entonces el instante en que descubría el atentado. Según mis cálculos, tenía que haber venido de inmediato, espantado, a comunicarnos su desdicha, clamando auxilio. No podía haberlo hecho ante nadie más. Sin embargo ningún acto de desesperación vino a atenuarnos la modorra de la digestión. Gavilán no se apareció por ningún lado. Se esfumó, no se le vio por el resto de la tarde. Los profesores registraron su ausencia y no insistieron en saber sobre su paradero. Nosotros nos limitamos a intercambiar miradas sin extrañeza.
Yo recién empecé a inquietarme cuando tampoco apareció a la hora de estudio, antes de la cena. El padre de turno repasó tres veces la sala y no disimuló su cuidado con nuestra pandilla, nos miraba y fruncía el ceño. Debía haber pasado algo grave para que no se atrevieran a decirnos nada. Era evidente que el director lo sabía todo y que Gavilán había causado algún revuelo.
Horas después, durante la cena, el silencio inusual con que comíamos fue interrumpido por el Loco Ferrares, el padre encargado de los dormitorios. Con esa voz que no diferenciaba avemarías, clases de inglés y maldiciones nos ordenó ponerle mucha atención. A diferencia de sus paisanos españoles, no necesitó encender las chapetas, gesticular ni adelantar con energía los nudosos puños de boxeador para dejar bien sentado que el ladrón quedaría de inmediato en la calle, pero no sin antes recibir una soberana paliza.
Los menos sorprendidos fueron los de nuestra pandilla. «Ya extrañaba que no lo hubieran hecho antes», comentó alguien. No les quedaba dudas del golpe maestro del Burro Beraún. Gavilán tampoco tendría argumentos para creernos culpables. «Debemos estar preparados para los interrogatorios. El Loco Ferrares no cree en la inocencia de nadie», añadí con tono ingenuo. Los muchachos no le hallaron sentido a mi recomendación y me miraron como a un idiota.
Cuando ingresamos al dormitorio, Gavilán estaba ya acostado y parecía dormir. Nadie se atrevió a quebrantar la ley del silencio. Las risotadas, los gruñidos con que solíamos resistirnos a ir temprano a la cama, habían desaparecido por esta noche. Nos acostamos cuidándonos de las iras de Ferrares. Éste esperaba lo mínimo, hervía en ganas de darnos pruebas de su crueldad: muestras de lo que era capaz con quienes lo desafiaban.
Bajo la oscuridad me sentí más aliviado. La desaparición de Gavilán, la cautelosa reacción de los curas, el haberme visto al borde de ser descubierto me habían consumido. Hasta imaginé que a Ferrares se le ocurriría que nos desnudáramos en el corredor antes de entrar a los dormitorios. Ahora en cama, cubierto por la noche, me sentía como recién resucitado. Tuve que esperar todavía un par de horas antes de extraer el fruto de mi incautación. Luego de sustraerlo esa mañana, minutos después de que Gavilán lo escondiera, lo había metido en una pequeña bolsa de trapo que até con una tira de tocuyo a mi cintura. Lo había tenido ahí todo el día, prendido como una sanguijuela. Consideré un milagro que nadie advirtiera el bulto que brotaba extrañamente bajo mi uniforme. Desanudar el tocuyo empapado de sudor y empuñar la miniatura en su estuche de cuero me produjeron la sensación de haberme extraído un puñal. No intenté maniobrarlo ni examinarlo por temor a ruidos delatores. Me preocupaba por el momento hallarle otro escondite. La posibilidad de disfrutar de sus audiciones, de comprobar por experiencia propia las razones de los desvaríos de Gavilán, era todavía remota. Ahora me inquietaban las iras del Loco Ferrares. Desde ya me encontraba en la mira de un enemigo tenaz que me tendería todas sus redes; un enajenado que ardía por demostrar su astucia, su saña con quienes consideraba malandrines.
En la mañana, a la hora del desayuno, Gavilán bajó en silencio al comedor. Tenía los ojos enrojecidos y mostraba las huellas del desvelo. Dio apenas unos sorbos a la taza de leche y mordisqueó un pan. Estaba paralizado, tenía la expresión de una estatua de cera. Sentí que me miraba, como si quisiera hablarme y recordarme que aún pertenecía a la pandilla. Me asustó que pudiera intentarlo. Antes tenía que saber sus intenciones. Ahora estaría siguiendo consignas de Ferrares; sabíamos de sobra sus métodos. Sin duda encabezábamos también la lista de sospechosos. Viví por muchos días escabulléndome de los asedios de Gavilán, era como mi sombra. Sin embargo advertí también que evitaba a los otros miembros de la pandilla: los ignoraba, como si no los conociera, como si no hubiese pasado nada. Era evidente que intentaba hablar sólo conmigo.
Con Ferrares, en cambio, tenía que actuar de modo diferente. Un ligero descuido, una frase fuera de contexto, un acto fallido habrían sido mi perdición. Había que tomar al toro por las astas, arrearlo al laberinto de las dudas. Ferrares era de esos sabuesos que despedazan con deleite a sus presas. Se desvivía por que lo admiráramos, que lo viéramos invencible, pero nosotros sólo le temíamos. Es más, nos parecía un miserable sádico. No lo rehuí, le mostré la cara, disimulé con maestría mi propensión a vivir despabilado; ante mis compañeros sonreía muy feliz, como si deambulara por las naderías de nuestro encarcelamiento.
Sin embargo, mantener esta estrategia por muchos días me fue imposible. Ferrares era implacable, no daba treguas. Inspeccionaba los roperos a su antojo, irrumpía como un aparecido cuando nadie lo esperaba. Nuestros escondites habían sido arrasados. De pronto se nos acercaba y nos clavaba la mirada como si nos exigiera arrodillarnos y suplicarle compasión. Nos rodeaba como una hiena y nos ametrallaba con preguntas estúpidas. Su presencia se me había hecho un castigo, un suplicio hasta en los sueños. Lo imaginaba reventándome la nariz, haciendo gala de su supuesto pasado de boxeador a costas de zarandearme el esqueleto. Me acostaba temeroso de hablar en sueños, de que me viniera el sonambulismo y me fuera directo al atril de la sala de estudios donde tenía escondido el malhadado radio.
Al cabo de un mes me encontraba exhausto. Mi cuerpo, socavado por la debilidad, apenas me obedecía. Tuve que atribuirme un resfrío para explicar los dolores de cabeza, el sueño que me derribaba de bruces sobre el pupitre. Ferrares, que me había creído una víctima más del invierno, de pronto empezó a interesarse por mis síntomas. Revisaba sin disimulos los jarabes y aspirinas de mi velador. Gavilán, por su parte, que había abandonado sus asedios, parecía también alentado a intimidarme: su tristeza era ahora una mirada penetrante, un desafío: quién desviaba primero los ojos.
Todo se decidía en favor de Ferrares. Mi cruzada justiciera había sido un fracaso. El mutismo de Gavilán casi no se diferenciaba del de sus días de embeleso. La sola idea de acercarme al atril de la sala de estudios me parecía un suicidio. Mi salud, antes la de un roble, se desbarrancaba. Todo me convencía de que era hora de una salida honrosa.
Tras días de vacilación, de forcejeo con los fantasmas del miedo y el orgullo, tomé una decisión. Deshacerme del radio, quedar fuera de toda sospecha. Tenía ya un plan, y debía funcionar. Implicaba riesgos, como todo lo que venía realizando, pero esta vez sólo me importaba salvar el pellejo.
Esa mañana casi no pude levantarme. Me sentía morir. Temí que tuviera que acudir al médico. Necesitaba el control absoluto de mis facultades, no despertar sospechas, ser preciso en mis movimientos. Pensé en posponerlo, quizás para el día siguiente. Pero desistí. Era probable que para entonces estaría peor. Entonces, apelando a los residuos de mis energías, empecé la tarea.
Era un periplo corto, pero sembrado de peligros. Recorrí con sigilo el corredor hacia las oficinas de los curas y alcancé la puerta de Ferrares. Intenté abrirla, pero estaba con llave. Con un poco de paciencia la habría forzado. Era una cerradura de principios de siglo y en otras circunstancias no habría resistido un puntapié o una palanca. Tuve, entonces, que resignarme a deslizar la carta que había preparado la noche anterior por debajo de la puerta y escapar hacia el comedor. Nadie habría advertido todavía mi ausencia. Se estarían ubicando en sus asientos y peleándose los primeros panes. A duras penas pude llegar a la mesa y sentarme. Luché por mostrarme natural y hablar con soltura con mis compañeros; pero una espesa nebulosa, un oleaje de opacidad había empezado a cubrirme los ojos. Cuando me alcanzaron el desayuno no tenía ya fuerzas para nada. No podía escuchar a quienes me interrogaban con curiosidad. Cuando nos mandaron al patio me sentía al borde del desmayo. No recuerdo el momento en que caí. Debió haber sido a los pocos segundos de sentarme bajo un árbol. Mis compañeros habían ingresado a las aulas y sólo advirtieron mi ausencia cuando llamaron lista.
Cuando desperté me encontraba acomodado en mi cama. El brigadier que me había encontrado en el patio y el padre director me habían llevado a cuestas hasta el dormitorio. Uno de los sacerdotes había ido al pueblo por el médico y no regresaba todavía. Alguien de mi clase me cuidaba y tenía la orden de darme una aspirina cuando me despertara. Antes de tragarme la pastilla, le pregunté muy preocupado si Ferrares sabía de mi estado. Mi compañero me contestó sin mucha sorpresa: «No, todavía. En estos momentos se encuentra muy ocupado con el Burro Beraún. Le está propinando una soberana paliza antes de tirarlo a la calle con todas sus cosas...»
© 2003, Carlos L. Orihuela
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Orihuela, Carlos L.: «El radio de Gavilán. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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