31 mayo 2004 |
Cuatro del 2004Carlos Henderson |
DEL EXCESOme huelgo de estar aquí plenos, primigenios aires la desesperación alcor gimnasta grieta arbitrario sed de la sed albañilería en mis andamios no obstante álcali sobresalto albardán blasón el umbral andrajoso la canícula calandria mi rompiente en mi cohetería ahora confío, en mi cohetería tengo confianza en mi covacha suntuosa confianza tengo en mi casaca y cascabel ¿de la irrisión irredimible EL CLAMORDites!
Tu clamor es destello ululante de timbales mentales. Es un himeneo sin convites. Tu sangre.
El «poeta padre»: César Vallejo. Luego cito a José Lezama Lima.
EL YO Y EL OTROOh! le cours de la vie
¿Quién eres? ¿Quién eres? Tú mezclas todo, todo lo confundes. Confundes el inicio y el fin. ¿Quién eres? Eres el que dice fértil, entera luz si no furor. El que dice todo o nada. Dejando
ELEGÍA ALEJANDRINAla vue ne vas pas vers le monde
Todos somos los mismos extraños pretendientes de lo imprevisible, te dijo la muchacha árabe, gran lectora de Al Maari y de Octavio Paz. El que cantó la noche extrema, la noche vertical. Y el otro el que como los surrealistas buscó la libertad y encontró El Gran Todo.Y tú, ¿qué has encontrado? Al parecer tu vacío. Y todo comenzó con tu poema «Límites». Ahí escribiste: «no / yo nunca quise vacío». Tú confundías tu mal de vivir, tu no saber qué hacer con la búsqueda de un orden, tu no saber qué hacer con tu vida, simplemente. Ahora lo sabes, el vacío es lo pleno. Lo que te une al mundo. El vacío y el mundo. Ellos estaban en ti cuando tú creíste que el cielo podría venirse abajo, que todas esas estrellas que tú intuías atravesaban grandes espacios iban a venir a caer a tus pies con gran estruendo. Pero fue algo más real: el mundo se vino abajo: tu pobre padre ganado por la bohemia perdía su puesto en Palacio, y tu madre danzaba con todos los espíritus de los chamanes para que regresara gran señor de la palabra y de las conversaciones que incluían curiosidad versátil, inteligencia ágil, agilísima. La guadaña, la muerte te rodó cuando dentro de ti el mundo ingresaba sin concierto y todos tus sentidos al desnudo, anchos, sin embargo, sabían poner las cosas limpias y en orden o como deben estar en medio de tanto caos. Aprendiste a reír. Aprendiste a insertarte en el mundo. Aprendiste a formar parte del mundo. Aprendiste a evadirte del mundo. Aprendiste a abrirte paso entre follajes. En Córdoba, en México, con tu amigo que te había declarado su amor homosexual —te dijo quisiera que leas estas páginas, donde un hombre entregaba su cuerpo a otro hombre— te pusiste de acuerdo para viajar con tu mujer, con tu compañera de soledad —dos jóvenes peruanos viviendo en Ciudad de México, en el centro del D. F., en las entrañas de la ciudad al mismo tiempo más atrayente y más aterradora, más sutil por expresar a cada instante que la tradición popular tiene carta de nobleza. Y viajaron a Córdoba, camino a Veracruz, y se internaron en un potrero y vieron cómo los hongos, que habían aparecido sobre la mierda del ganado bovino, estaban listos para ser consumidos y para que ustedes se entregaran al vuelo alucinógeno. Segundos antes otros que por allí merodeaban dijeron que en la víspera los policías estaban poniendo en la frontera a cuanto extranjero encontraban. Y había jóvenes que, eso lo viví en América Central, no sabían cuánto tiempo quedaban en una frontera —los pasaban de una a otra— y tampoco nadie podía suponer cuándo los dioses humoristas harían que terminara ese mal juego de los esbirros. Vuelvo a los hongos. Por fortuna, de lo contrario no hubieras tenido nada por contar de esa anécdota, tu mujer, ella sí, después que ingerimos esos hongos reía con las hojas más ínfimas del prado, con las flores, con los pájaros, con los árboles y con ellos ella se comunicaba. Hizo reír jubilosamente a cuanto cristiano hacía la ronda en los mismos menesteres con los hongos. Nada se repite, exactamente, es cierto. Pero algunas experiencias regresan con vigor y visos que nos recuerdan lo vivido. Años después de la vuelta a tu país con intención de descerrajarte —y no sólo regresar a los ojos de la mente—, cuando ya te habías instalado en tu ermita de iracundo, en tu ghetto de profesor de la universidad donde todos o casi todos —digamos que las excepciones masas no eran— iban de mentirijillas con su mentira al hombro porque cada quien era más conformista que el otro, ostentando no obstante poses de vigilia y acatamientos calcinados, refritos; viajaste en el período limbo —entre el período lírico lirón y el período lirio hediondo—, para poder respirar de tanta mollera molturada y pedrada de pedantería pedestre, viajaste, decía, a Nazca. En un canchón de tierra apenas apisonada —y no lejos de la líneas totémicas— donde corrían mariguana, alcohol, coca y música excelsa de algunos jóvenes: sones de gran poder de vibración, de duración, alternaban palillos, sonaban materias, maridaje de cada materia, instrumentos mezclando pieles y metales, gong y otras percusiones, armonía entre aire y tierra. En ese ritual, todos conformando un solo cuerpo, tú no participaste. Preferiste hablar a tu alma. Nuevamente te repetías una famosa frase de Claude Simon —el que unió en su obra hortalizas casi imposibles de unir: experimentación, confesión e invención, el que después de haber participado en favor de los republicanos españoles llegó a la conclusión que «la Historia es fatalidad, futilidad». En esa noche infinita, abierta y clara y de grandes espacios decidiste escribir una elegía, que luego llamaste «Tenebrae». Tu elegía la escribiste al pie del orbe, en Lima. Lima ya en el ángulo de mira, después sería al pie de sangre derramada, el fuego. Escribiste versos de versos y todo en una larga noche. Ahí propusiste, como otros lo han hecho, que la vitalidad se gesta en la apetencia de todas las incitaciones como principio de vida. Nada sorprendente que llegues a esa noción de vida con intentos de vitalismo. De ahí, por lo tanto, que tu pathos, tus grandes jugadas (ante la vida) provienen forzosamente del azar. Nada menos sorprendente. Tu juego de contrarios no es nada más que la negación de lo contrario, algo de lo mismo; digamos, una tautología. De acuerdo, tú has querido ser otro, y por qué no, te lo concedo, otro otro, no el del espejo el doble. (Bernard Noël lo dice de manera más feliz: «la sombra del doble»). De acuerdo, mejor comencemos por iniciar el final de este poema que se va haciendo —muy diferente para tus usos y costumbres— un poema-río. Pero, es imprescindible que agregues las palabras centrales de tu muchacha árabe: «L'équilibre, c'est être libre. L'équilibre, c'est être libre». Tú no tuviste nada que agregar. Esta mañana que sangra y que se abisma y que se hunde en su tumbo acerbo, lo comprendes: la alteridad molsa, escuálida te coge y te sacude como una hoja, en cualquier escuálida, molsa ciudad. No. No es fácil ser un hombre del subsuelo. Y sin embargo lo indecible es necesario decirlo: «es tiempo de que lo sepan / es tiempo de que la piedra se acostumbre a florecer / es tiempo de que te compadezcas del desasosiego. / Es tiempo.»
Al final, versos de Paul Celan. * * *
Para citar este documento: 496/040530 |