20 mayo 2004

Cazadores*

Cuento

[Ciberayllu]

Carlos García Miranda

Pienso en Pascual desde hace varios años. Pero nunca su imagen había sido tan nítida como aquella mañana en que recibí la llamada de la Academia Sueca. En un español bastante malo, uno de sus funcionarios me dijo que acababa de ganar el Premio Nóbel de Literatura.  De inmediato se escucharon gritos en la casa. Eran mi esposa y algunos amigos con quienes desde la víspera esperábamos los resultados. Después de colgar, y mientras se sucedían los abrazos, llenos de emoción y lágrimas, yo no pude sacar de mi mente el rostro de Pascual en aquel bar hace unos cincuenta años. Vi la pavesa de su cigarrillo expandiéndose en el aire, y escuché nuevamente su voz ofreciéndome publicar mi primer libro.

Corría el año de 1958 en Lima. Tenía veintidós años, una mujer y varios trabajos eventuales que me permitían vivir muy modestamente. A fuerza de pura voluntad, robándole horas al sueño y a mi mujer, había logrado reunir en un libro varios cuentos. Los llevaba a todos lados. Me gustaban mucho. Y eran buenos. Con uno de ellos gané un premio y me fui a Europa durante un mes. Me fui con mucha ilusión. Pensé, muy ingenuamente, que con sólo llegar las editoriales europeas caerían a mis pies y publicarían mi libro. No saben cuánto caminé por las calles de París yendo y viniendo con mi libro bajo el brazo. Les confieso que llegué hasta rogar —en mi pésimo francés— a uno de los organizadores del premio que me ayudara a conseguir editor. Fue una tarde de vinos en mi pieza de hotel. Me quedaban sólo unos días y estaba desesperado. Marcel, así se llamaba el funcionario, me prometió hacerlo. Pero no sucedió nada. Era una oportunidad perdida, una gran oportunidad que posiblemente nunca volvería a tener. En Lima me esperaban los trabajos y mi mujer. Y, sobre todo, un destino incierto. Pensaba que tal vez terminaría como tantos otros compatriotas míos, escritores de cafetín, frustrados y alcohólicos. Les juro que en la víspera estuve tentado a no volver. Pensé en perderme en los suburbios de París o en los bares de Madrid a esperar una oportunidad. No podría explicar por qué no lo hice. Tal vez fue por mi mujer, mis amigos, o porque simplemente me moría de miedo.

A mi regreso evalué la experiencia y saqué algo en claro. Tenía que volver. Y la mejor manera —y única para mí— era consiguiendo una beca. Hice todo lo necesario y la conseguí ese mismo año. Fui a la Universidad de Madrid. Y seguí insistiendo en buscar un editor. Fue en ese momento en que apareció en mi vida Pascual. Me llamó una tarde a mi pensión de estudiante. Dijo que era editor, y que quería publicar mi libro. Y después de un breve intercambio de palabras, quedamos en reunirnos al día siguiente en un bar de la calle Alcalá. En la noche le di la noticia a mi mujer. Aún recuerdo su desesperación por ponerse inmediatamente a pasar a máquina mis últimas correcciones.

La reunión con Pascual duró apenas unos minutos. Fue muy concreto. Haría una edición de doscientos ejemplares, de los cuales me daría veinte como derechos de autor. Después de eso, me dejó su número telefónico y se fue. Si hubiera tardado unos minutos más de inmediato le hubiera entregado una copia de mi libro. Al día siguiente lo llamé y lo hice. Y cumplió. Me entregó los veinte ejemplares —que envié a Lima— y él se quedó con el resto. La edición era rústica, pero se dejaba leer, que era lo importante. No hubo presentación porque Pascual se negó a asumirla. Traté de hacer una por mi cuenta, pero ningún catedrático ni escritor reconocido aceptó presentarlo. Y fui el escritor más anónimo del mundo. Sólo un comentario al vuelo de mis amigos, ninguna nota en los diarios —a pesar de mi insistencia— y, sobre todo, nunca vi un ejemplar en las librerías. Varias veces fui a buscar a Pascual para reclamarle. Y siempre me salía con que los libros ya eran suyos y que haría lo que le diera la gana con ellos. Incluso, una vez le pedí comprarlos. Igual se negó.

Hasta ese momento no entendía cuál era el sentido de todo eso. ¿Por qué editar a un joven escritor y guardar los libros? Pascual nunca quiso explicarme. Poco después ganó un premio literario. Vendió miles de ejemplares en pocas semanas. Los suplementos literarios no dejaban de hablar de él. Se hizo exitoso de un día para otro. Y mientras tanto, yo seguía siendo el escritor más anónimo del mundo. Tanto lo era que —recuerdo— por esos años se editó en Lima una antología de narradores jóvenes. Y yo no existía, a pesar de que al antólogo le envié un ejemplar de mi libro. ¿Por qué? La respuesta obvia era que mi libro no valía nada. Pero en la literatura nada es obvio. Hay algo mágico en ella. Algo secreto. A parte de eso, yo tenía la convicción de que mi libro no era basura. Otra debía ser la respuesta.

Un día, mientras esperaba en la recepción de una editorial una entrevista, conocí a un argentino llamado Horacio. Él también estaba esperando una entrevista. En las horas de espera entablamos una conversación. Ahí me enteré que Pascual también le había editado su primer libro. Y como ocurrió conmigo, nunca vio un ejemplar en las librerías ni en ninguna parte. El motivo, me dijo, es que él no edita los doscientos ejemplares, sino sólo los veinte que da al autor. Lo hace —agregó— en una pequeña imprenta portátil, que él llama «la máquina de hacer libros». Él tampoco sabía por qué lo hacía. Suponía que era para pasar el tiempo, una maldita broma a escritores novatos.

Días después fui a buscar a Pascual. Pero estaba de viaje. Específicamente, de gira promocional de su última novela, que terminó siendo todo un best-seller.

Poco después envié mi libro a un concurso y gané el primer premio. El libro se editó en Barcelona en 1959, y otra vez fui el escritor —con libro y premio bajo el brazo— más anónimo del mundo. Ni siquiera en Lima comentaron mi premio. No entendía nada. Los suplementos que me llegaban hablaban de escritores malos. Recuerdo a uno que en ese entonces, a pesar de su juventud, ya era profesor universitario en San Marcos. Había publicado un par de libros realmente malos, pero sin embargo era la promesa de la narrativa peruana última. Se llamaba Carlos, y según él, sus relatos partirían en dos la literatura peruana. Ahora no significa nada.

Decepcionado de España me fui con mi mujer, mi libro de cuentos y una novela inédita a París. Y la pasé peor. Vivía en una miserable buhardilla de un hotel y no tenía trabajo estable. Si bien es cierto que no llegué, como otros, a mendigar en el metro, aceptaba cualquier trabajo. En las noches regresaba a casa a seguir corrigiendo mi novela. A mi mujer ya casi se le había acabado la fe, y me pedía volver al Perú. Nunca acepté. Hubiera preferido el suicidio a regresar y perderme en uno de esos bares malolientes de Lima, haciéndola de escritor incomprendido y genial.

A pulso logré, meses después, conseguir algo mejor. Trabajé en la Agencia France Presse, y, más tarde, en la Radio-Televisión Francesa con un programa de entrevistas a escritores. Era un empleo muy codiciado, sobre todo por la colonia latina, pues te daba acceso a lo más graneado de la intelectualidad francesa y, aunque en menor medida, a la de toda Europa. Sin embargo, como escritor, todavía seguía siendo anónimo. Mi novela ya concluida y, por enésima vez, corregida y aumentada, esperaba su momento.

Su destino comenzó a delinearse cuando volví a encontrarme con Horacio, el argentino que conocí en España. Y por él conocí a Aureliano y a Artemio, colombiano y mexicano, respectivamente. Teníamos muchas cosas en común. Todos teníamos una novela bajo el brazo, éramos anónimos —aunque unos menos que otros— y habíamos sido editados por Pascual. Fundamentalmente lo último nos unía. En las pocas veces que pude asistir al Café donde ellos se reunían siempre terminábamos hablando de Pascual. Tanto Horacio como Aureliano pensaban que era una maldición; Artemio y yo éramos escépticos. Nos cerrábamos en que se trataba de una maldita broma. Y mientras, la fama de Pascual crecía más y más. En algunos diarios ya hablaban de que era candidato al Nóbel.

Poco después el grupo se disolvió. Sólo quedamos Horacio y yo. A pesar de mis desplantes, Horacio seguía invitándome, siempre para hablarme de la última de Pascual. Yo asumía eso como un pretexto. Tenía la impresión de que lo que buscaba de mí era una ayuda para entrar en la Radio-Televisión Francesa. Nunca me lo pidió, pero yo lo pensaba. Tal vez porque no lo entendía. Hablaba de mística y otros temas ligados a la filosofía oriental. Siempre andaba tratando de darle vuelta al mundo. Y su libro expresaba eso: una visión mística del mundo narrada desde una buhardilla de París y un sanatorio de Buenos Aires. 

Un día Horacio apareció en la radio. No sé cómo lo dejaron entrar. Apenas me vio se me acercó, me tomó del brazo y me dijo que tenía un dato terrible de Pascual. Le dije que no podía atenderlo en ese momento, pero él insistió tanto, y se veía tan desesperado, que no tuve más remedio que salir con él, para evitar una posible escena desagradable. Me llevó a un Café del Barrio Latino. No quiso ir a uno más cerca de la radio. Tenía que ser en ese Café. Y ahí me contó una historia delirante. Dijo que ya sabía porqué Pascual nos había publicado. Era algo que tenía que ver con su pequeña imprenta portátil. «La máquina de hacer libros es mágica y maligna», susurró. «Tiene poderes. Cada vez que imprime libros de escritores jóvenes, ésta hace que los libros de Pascual tengan éxito, a cambio del fracaso y la ruina de los jóvenes. No me preguntes cómo me enteré, pero es cierto».

«O sea que es una especie de maldición», dije, dándole por su lado. «Claro», contestó, «y es para toda la vida...» En ese instante Horacio se puso a llorar. Según él había encontrado la respuesta a sus fracasos editoriales, a pesar de lo valioso de su obra. Después, enjugándose las lágrimas, me dijo que había una forma de liberarnos de esta maldición. «Hay que quitarle la máquina y hacer lo mismo con un escritor joven». Las horas que siguieron fueron una retahíla de planes para apoderarnos de la «máquina de hacer libros». Quedamos en reunirnos dentro de una semana para ir a Londres, donde estaba Pascual, a robarle la pequeña imprenta.

Nunca le conté nada de esto a mi mujer. Me pareció tan delirante, que pensé que no valía la pena. Y menos en la situación en que nos encontrábamos. Nada andaba bien entre nosotros. Ella había perdido la fe en mí, y no se cansaba de repetirme que teníamos que regresar al Perú. Tiempo después terminaríamos separándonos. Y no precisamente por ella. Podíamos seguir a pesar de las discusiones. Pero apareció otra, de la que me enamoré perdidamente. Otra que ahora es mi esposa y madre de mis hijos. Pero eso ocurrió mucho después de aquel encuentro con Horacio. Y, sobre todo, es otra historia.

Meses después me enteré que Pascual había sufrido un robo. Fue todo un revuelo en el mundillo literario hispano. Pascual, el nuevo Cervantes,  autor de tal y cual novela, estaba en el hospital recuperándose del infarto que le produjo la pérdida de un objeto muy valioso, objeto que las notas de prensa no especificaban.

Cuando unos días más tarde Horacio me llamó intuí que él había sido el ladrón. Llevado por una inesperada curiosidad fui a buscarlo a su pieza del Barrio Latino. Era una habitación muy pequeña. En una de las paredes había una enorme plancha de cartón llena de recortes de periódicos y revistas. Los únicos muebles eran la cama de una sola plaza, el velador y el estante repleto de libros. Sobre el piso había pilas de libros, discos, y un gramófono. En medio, sobre el tapete azul, estaban sentados Horacio, Aureliano y Artemio. Rápidamente me pusieron al tanto de la situación. Narraron su encuentro en Londres, el seguimiento a Pascual a diferentes ciudades, y, finalmente, el robo. «¿Quieres verla?», dijo Horacio. «A ver»,  respondí. Y de debajo de la cama sacó una caja, muy parecida a un maletín James Bond, pero un poco más grande. La puso entre sus piernas y la abrió. Tenía una plancha de madera donde se colocaba y sujetaba la tipografía, unas cajitas con tipos, dos herramientas —componedor y rama, según Horacio— y unos pomitos con tinta. «Es similar a las del siglo XV, pero la tipografía es moderna», dijo Aureliano. Cogí los instrumentos, y mientras los observaba Artemio me dijo. «Hay que buscar a un escritor joven para probarla...» «¿Conoces alguno?», intervino Aureliano. «Es muy hermoso», dije, contemplando los grabados en la madera del instrumento. «¿Y? Qué quieres, el modelo es renacentista», explicó, riéndose, Horacio. «Bueno, conoces o no a uno», insistió Aureliano.  «Puede que sí»,  dije, cogiendo una de las cajitas con tipos, «pero antes quisiera saber por qué me buscaron. Ustedes pueden conseguir uno, no me necesitan». Al terminar la frase miré a Horacio. Éste sonrió y me dijo: «yo fui el de la idea de buscarte, y lo hice por cábala, creo que contigo las cosas saldrán mejor». Los demás asintieron. Era una respuesta un poco extraña, pero viniendo de Horacio era creíble. ¡Creíble! Vaya palabra, tan lejana a todo lo que estaba pasando. Y terminamos la reunión acordando buscar al joven escritor y jurando no contar a nadie lo de la máquina. Y bueno, qué más daba, total, no creía posible que alguien se tragara el cuento.

Al salir decidí olvidarme del asunto. Era una estupidez. No tenía tiempo para estos locos de atar. Y durante la semana que siguió no tuve noticias de ellos. Tal vez ahí hubiera acabado todo. Pero no fue así. Y la culpa la tuvo Inocencio, a quien conocí fugazmente en Lima, una de las pocas tardes en que me animé a dar una vuelta por un bar llamado Palermo, punto de reunión de escritores condenados al fracaso. Recuerdo que fui con un amigo. Nos habíamos reunido en su casa para planear editar una revista. Después de unas horas, y ya casi con la revista en las manos, me convenció a ir a celebrar a ese bar. Ahí se nos acercó Inocencio y nos habló de muchas cosas que ya no recuerdo. Bueno, él me envió con un amigo suyo su libro de relatos. Quería que lo ayudara a buscar editor. Suponía que por mi trabajo en la radio conocía la mar de editores. Y ocurrió que cuando salía de encontrarme con el amigo de Inocencio con su libro bajo el brazo, me topé con Artemio. Lucía la barba crecida y muy descuidada. Al verme, lo primero que hizo fue arrancharme el manuscrito. «Lo sabía, peruano, sabía que tú eras el hombre», dijo. Y casi a rastras me llevó a un teléfono a llamar al resto. De ahí fuimos a la pieza de Horacio.

Lo primero que hicieron fue someterme a un interrogatorio sobre el tal Inocencio. Querían estar seguros de que era joven. No sabía exactamente su edad, ni siquiera lo recordaba muy bien, pero igual les dije que era «el elegido», sólo para salir del paso. Esa frase les gustó. Y convenimos en publicarlo.

De regreso a casa, con el cargo de editor responsable, me puse a pensar en la situación. Por un lado, si la cosa era una estupidez, qué más daba publicar el libro del tal Inocencio. Eso quería él ¿no? Se sentiría agradecido conmigo. Pero si el asunto era verdad, si realmente estábamos a punto de condenarlo al fracaso, ¿podría vivir con ese cargo de conciencia? ¿Podría hacerlo?... A pesar de mi juventud, yo ya había aprendido algo en esos años; aprendí que para lograr el éxito no bastaba ser un buen escritor, ni siquiera un genio, se necesitaba algo más. No sabía qué era. Pero era algo muy distinto al talento. Entonces me pregunté si de repente era esa máquina. Si eso era lo que me faltaba para convertirme en un escritor de éxito. En ese instante eso era una mera especulación. Podía resultar, como no. Y decidí probar, y publicarlo.

Semanas después, cuando tuve los veinte ejemplares en mis manos, fui al correo con el fin de enviárselos a Inocencio.Pero no lo hice. Sentado en la oficina de correos, con los libros en mis piernas, decidí, llevado por no sé qué impulso, escribirle un telegrama diciendo que al final no se logró la publicación de su libro, como ya —obligado por mis socios— le había adelantado. Fue una suerte de abrupto arrepentimiento, movido por el presentimiento de que en verdad la máquina era mágica y maligna. Recuerdo que llegué a mi pieza con los veinte libros. Los puse en lo alto de uno de los anaqueles. Ahí permanecieron todo el tiempo que viví en París.

Inocencio nunca me contestó. Sé, por terceros, que al leer mi telegrama entró en una honda depresión. Superado ese estado, publicó por su cuenta el libro. Salvo en algunos corrillos limeños —o sea, en la provincia literaria— nadie se enteró. Y hasta ahora, a pesar de que ya lleva publicadas varias obras —la mayoría financiadas por él-, para el mundo literario de Europa y América no existe.

Claro, la maldita máquina funcionaba. A las pocas semanas de imprimir su libro, un editor me llamó al trabajo. Hacía varios meses le había dejado mi manuscrito en la recepción de su oficina. Los primeros meses iba a preguntar de vez en cuando. Nunca me recibió. Sólo su secretaria me decía que estaba en revisión. Y ahora me llamaba. Me recibió muy amablemente. Dijo algunas cosas sobre libro. Y terminó proponiéndome participar en el concurso de novela que su sello estaba lanzando. «Si no ganas, igual lo publicamos más adelante», dijo. Obviamente, gané. Y de la noche a la mañana me convertí en una celebridad.

Los otros también, gracias a la máquina, se hicieron célebres. Era increíble.

Lo que vino después nos convierte en los seres más despreciables del planeta. Ebrios de éxito y dinero, comenzamos a publicar en la máquina a una cantidad enorme de jóvenes escritores que nunca vieron sus libros en las vitrinas. Durante los primeros cuatro años la pequeña máquina no paraba. Aureliano entró en sociedad con unos editores de su país y compró una editorial a la que llegaban cientos de manuscritos, muchos de ellos de jóvenes. Horacio, por su parte, se hizo fama de izquierdista y muy dado a apoyar a los jóvenes escritores, cosa que aprovechaba para «cazar» sus libros. Artemio y yo fuimos más selectivos. No publicábamos cualquier libro de jóvenes. Tratábamos que sean buenos libros, para así cerrar el paso a futuros competidores. Sí, nuestra meta era no sólo ganar premios, sino ser los mejores, todo un paradigma dentro de nuestras literaturas. Así, con mayor éxito que mi amigo Artemio, logré partir la narrativa peruana en dos. Un antes y un después de mí. Eso todos en mi país lo aceptan.

Pero no crean que fue fácil. En mi obsesión de «cazar» los mejores libros de jóvenes, tuve que armar una red en casi todos los departamentos. Primero lo hacía a través de amigos periodistas y profesores universitarios que me tenían al tanto del surgimiento de cualquier promesa. Más tarde tuve que contratar a un staff de secretarias para que se encargaran de leer todas las revistas de literatura, a la caza de cualquier joven con visos de buen escritor.

Con el tiempo, ya instalado en el jet set internacional de la literatura, me enteré que había varias «máquinas de hacer libros» en el mundo. La mayoría de escritores famosos, por no decir todos, tenía una, o como yo, pertenecían a un grupo que la tenía. Y eso lo sabían los grandes editores. Incluso, en círculos muy reservados —a los que pocas veces fui invitado— era una condición sine qua non tenerla. Y no sólo eso.

En una de esas veladas, casi siempre en ciudades tan exóticas como las de Oceanía o el Tíbet, me enteré que hasta Miguel de Cervantes y el mismo William Shakespeare tuvieron una. En el caso de Cervantes, supe que se la robó a Lope de Vega. En 1592, en una de las cárceles de Sevilla, donde estuvo preso por irregularidades en las cuentas presentadas como recaudador de impuestos, conoció la historia de la máquina y el nombre de su dueño. Al salir, contrató a un maleante para que haga el trabajo. Éste, aprovechando una de las borracheras de Lope de Vega —que por esos años, a diferencia de Cervantes, ya era un famoso escritor—, la robó. Antes, habían aprovechado la máquina otros escritores españoles, como Fray Luis de León. Y en lo que respecta a Shakespeare, me enteré que la máquina la obtuvo de un heredero de Dante, quien también la usó, como lo hicieron alguna vez Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio.

Desde esa vez no han parado los éxitos. Tengo en Londres un departamento con dos cuartos llenos de títulos y medallas. Lo único que me faltaba era el Premio Nóbel. Y ya lo tengo. No se imaginan cuántos escritores jóvenes me costó. Soy una mierda, lo sé... Hace unos años estuve a punto de renunciar a esto. Fue en una de mis visitas a Lima. Había sido invitado, una vez más, a un Congreso Internacional de Narradores en una universidad particular. Hablé de mis duros años de aprendizaje en Madrid y París —obviamente sin mencionar a Pascual ni a su máquina—, de cómo gané los premios y de mi perseverancia. Luego del cóctel, y ya rumbo a mi casa, me entró unas ganas enormes de visitar mi almacén. Entonces ordené al chofer que me llevara. No lo visitaba desde hacía unos veinte años. Ahí guardaba los miles de manuscritos impresos en la máquina. Era por mi maldita manía de no destruirlos, como hacían los otros. Al llegar dejé al chofer en el auto y entré. Fui directamente a los sótanos. Y Ahí estaban todos, en interminables y altos anaqueles, ordenados por años. Comenzaba en 1960 con el manuscrito de Inocencio, que de un modo u otro sospecha algo porque no pierde la ocasión para atacarme. También de un tal Villar, amigo de Inocencio, y otros, ya innumerables. Cuando llevaba recorrido varios anaqueles, tuve la impresión de que me encontraba en un cementerio. Y eso me quebró. Estuve varias horas en el piso, pensando. Ya en el carro, de regreso a casa, pensé por un instante en dejarlo todo. Pero al llegar y ver a mi mujer feliz porque se acababa de enterar que me habían nominado, por primera vez, al Premio Nóbel, todos esos pensamientos se esfumaron. Total, me dije después, sé que un tal Romaña se ha conseguido una máquina, y anda también «cazando» jóvenes escritores. Así que si yo no lo hago, ese maldito lo hará. Y seguro no parará hasta el Nóbel.

Y así fue que continué.  Según mi secretaria privada llevo publicando a casi medio millón de jóvenes escritores que, por cierto, nunca se enteran de nada. Basta que manden sus libros a un concurso o a una editorial y ya son míos. Cazados.

* * *

* La versión original de «Cazadores», fue finalista en el Premio COPE de Cuentos (Lima), en el 2003.


© 2004, Carlos García Miranda
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Para citar este documento:
García Miranda, Carlos: «Cazadores. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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