22 agosto 2003

Alma para dos cuerpos

Cuento

[Ciberayllu]

Augusto Rubio Acosta


In memorian Isabel Tacón, siempre

El día que nos vimos las caras en la comisaría se cumplía una semana de la golpiza. El tipo y Aleida fueron hallados ocultos en un hotel de barrio bajo y mala muerte. Nosotros, exageradamente bien vestidos y pulcros, aguardamos que alguno de esos tipos, con rostros más de delincuentes que de custodios del orden, se pronunciase. A partir de aquí es más difícil hablar de todo esto, de lo que sigue. Es que esta historia está entrelazada con otra  muy antigua y familiar que viene soplando desde hace más de veinte años. Todo el tiempo pensé que él estaba muerto. Las falsedades mínimas se fueron tejiendo unas con otras por detrás de los recuerdos hasta formar un todo, una masa compacta de dudas y llegar ahí, a esa sucia comisaría donde vi llorar a mi madre, colocándose los lentes oscuros a pesar de que en la salita no ingresaba el mínimo rastro de luz solar. Sentados en esa banca, me dediqué a juntar pedazos de mi vida pasada, a urdir explicaciones paralelas a las que un día me dieron en casa, de niño.

La historia comenzó en la vieja casa familiar de la avenida Pardo, a espaldas de la parroquia. Ahí se instaló el dichoso circo. Era uno de esos circos pequeños y pobres que cada cierto tiempo abandonan su hábitat natural: los terrenos baldíos, las explanadas polvorientas de barrios marginales, y osan invadir – a pesar  que saben que no durará mucho tiempo la aventura – la zona central de avenidas transitadas como esa. Era un circo que había llegado apenas esa mañana. Cuatro carpas sucias y miserables, algunas parchadas con costalillos de harina de pan. Gente que al instante se puso a clavar estacas en la tierra y armar tribunas de madera. Instalaron una reja sucia y mal pintada en el frontis; arriba, en lo alto, un apolillado letrero dejaba leer: CIRCO STAR, «Atracciones Peruanas»  de Lozano e hijos.

Desde la puerta, de pie, como un autómata, observé el movimiento alrededor de las carpas, al muchachito trepado en lo alto del poste de alumbrado público conectar la energía para el circo, a los perros chuscos defecar al pie del triplay de la entrada. Recordé a mi abuela. La vi en  la galería de uno de esos circos grandes que llegaban en los años setenta y se instalaban donde ahora es el boulevard. A ella le fascinaban los circos, los cines, las películas mexicanas que hoy son historia, los artistas que hicieron de ese tiempo una época luminosa. Aquel día que volví a su casa a una década de su muerte, pude sentir la presencia de esa mujer entrañable en la atmósfera. Al ver a los «artistas» que tenía al frente, la recordé convivir en auténtica simbiosis con un pavo, dos perros amaestrados, un chivo que señalaba a las mujeres que no llevaban puesto calzón y un cuy negro. Pulgas en cada carpa.

Sí, todo se empezó a mover desde ahí, conmigo parado en la puerta desde hacía media hora, cuando una muchacha salió de entre las carpas, cruzó la pista con un vaso en la mano y me pidió un poco de agua hervida para que tome. En casa ni siquiera existía una cocina. Una fuerza extraña me impulsó a hacerle conversación, a comprar una gaseosa en la bodega contigua, a invitarla a beber, y fue así que nos sentamos en una mesita del interior del negocio. Era una chica pobre, se podía ver, pero sumamente hermosa. Le pregunté varias cosas que respondió con sonrisas y evasivas. Era extraño, Chema, en esa mujer encontré algo que me era familiar, pero en ese momento no sabía qué. Se llama Aleida y tiene veintidós años, igual que yo. También ha nacido el mismo 28 de abril, como yo, sólo que no sabe a qué hora. Contó en confidencia lo malo que es su padre, historias atroces que parecen arrancadas de una novela macabra. Guardaba algo importante, estaba seguro. Después me puse a pensar que ella bien podría habar estado observándome antes de acercarse. Como nos caímos bien, le saqué una cita para el día siguiente. Propuso ir de caminata, aprovechando el feriado por Semana Santa, al Cerro de la Juventud, acompañando la multitud que todos los años representa el vía crucis.

En lo alto del cerro ni siquiera probamos bocado, no nos dio hambre. Pasamos el rato observando la ciudad en miniatura, SIDERPERÚ vomitando su humo anaranjado, el mar, el muelle y la Isla Blanca. Aleida habló del tiempo en que mi abuela vivía. Dio una impresionante descripción del interior de la casa de Pardo que no me quedaron dudas de lo que afirmaba. Contó de las visitas mutuas, del rancho que invadió su familia en Miraflores Alto. Después se recostó sobre mi, me pidió que la abrace y se puso a llorar. Dijo que no quería volver al circo, que la lleve conmigo, que sabía lavar, planchar, hacer las cosas; que la ayude por lo que más quisiera y no la deje, que ella sabría atenderme bien.

Pasamos dos semanas alejados. Ella volvió a la carpa y yo a las clases en la universidad, a la vida tranquila en mi casa de Buenos Aires. El pensar demasiado en ella me llevó a descubrir que se parecía mucho a mi. Me di cuenta a través de la fotografía que nos tomamos con la Cruz de la Paz al fondo. Tiene los ojos grandes y negrísimos, la frente amplia y los labios gruesos, como yo, los pómulos también salidos. Cuando volví a la casa de Pardo, le dije al guardián gracias, que yo cuidaría esa casa vacía, a mi madre que necesitaba soledad para estudiar —era un buen pretexto—, a Aleida que la hora de abandonar el CIRCO STAR había llegado.

Desde entonces estuve en los cuartos de La Merced, al fondo; tú viste cómo eran, cómo vivía. Dirás por qué dejé una vida tranquila y me compliqué las cosas. Total: mujeres hay miles, por ahí uno encuentra siempre  una para pasar el rato, el fin de semana. De repente piensas que la cosa me agarró en serio... nada que ver, hombre. De todos modos no es fácil. Yo hubiera querido, brother, verte en mi lugar con una flaca que te vuelva loco, una hembra que te pida sexo mañana, tarde y noche, que se comporta como toda una actriz porno en la cama... Además el asunto no fue solamente físico, quedó algo que es bastante especial. Debo volver a clases, lo sé, veré como me las arreglo. Con el dinero que me dieron en casa para pagar la matrícula del nuevo ciclo, compré una cocina de dos hornillas, algunas cosas y me llevé a Aleida a los cuartos que había alquilado en La Merced. Allá no hubo grandezas pero al menos no faltó el cariño. Me quedaba a «estudiar» cuatro o cinco noches a la semana, tampoco podía dejar la casa de Pardo sola. Iba y venía, me ponía a regar el jardín, hacía presencia. «Estudiaba» duro, brother. No, en serio, el sitio no era del todo malo. El pasaje La Merced sólo tiene una cuadra, al frente está el campo de fútbol del Alianza Miramar. El centro de la ciudad no está lejos, se puede ir a pie.

El motivo por el cual las cosas cambiaron de pronto está aquí, lo ves en mi rostro y en este brazo escayolado. Hace dos domingos, de noche, mientras leíamos, llegó, pateó la puerta e ingresó con violencia un hombre mayor de aspecto descuidado y mirada vidriosa. Vino a llevársela. No esperó que me interponga entre ellos para molerme a golpes. Me rompió la cabeza, el pómulo y el brazo izquierdo con el palo con que trancábamos la puerta. Se la llevó, Chema, se fue. Dijo que no la busque, que no respondería, que la llorosa Aleida era su mujer, que le pertenecía.

Después supe que el tipo era su padre, que se iban sabe Dios a dónde, que las carpas, la gente y sus bártulos dejaban Chimbote y sus pueblos jóvenes para siempre.

—¡Mierda...! , ¿O sea que el energúmeno era su viejo?

—Así es, era su viejo...

Pero eso no es todo, el problema de veras grande apenas se insinuaba. Mi madre se enteró de la golpiza, de mis andanzas con una chica de circo pobre. Dijo que a pesar de todo, de su rabia interna por mi mal gusto, de esa locura, haríamos lo posible por no dejar las cosas como estaban...

El día que nos vimos las caras en la comisaría, la historia de la familia sopló con fuerza. Todo el tiempo pensé que mi padre estaba muerto. De niño, de grande, esa fue mi verdad. Mi madre piensa que el silencio soluciona todo. Esa tarde lloró, rehuyó la mirada de ese hombre, le pidió disculpas al abogado que habíamos llevado, me pidió que nos fuéramos. Finalmente se marcharon, me quedé solo. Sentado en esa banca, vi en los ojos de Aleida a mi madre. Me reflejé en ese escudo colgado en la pared que dice República del Perú. Me volví a mirar en esos ojos que eran los míos, leí en los gestos de ese hombre mal vestido, la herencia genética que me cayó encima. Sentí vergüenza de mi padre, asco de mi mismo. Al salir, la noche copaba el cielo de Chimbote, el viento arrastraba papeles de peso ligero hacia la avenida central. Vi a Aleida y su padre alejarse en un taxi oscuro. Me quedé solo en la avenida, como hace tanto tiempo, como siempre he estado —creo— desde que nací. Me quedé pensando que nunca volvería a ver a esa chica de mirada vidriosa, deduciendo que debía regresar a la universidad, a los libros, a esa agónica forma de ser feliz y escapar de la realidad.

Abril, 2003

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© 2003, Augusto Rubio Acosta
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