31 agosto 2002

La última fría

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 
Para Francisco Suárez
Eo me dicte a las millas, don Alejandro, no soy taquígrafa! No soy su secretaria ni cosa que se parezca, ni me interesa salvar memorias de ningún intrépido de los 50, de ningún viejo atrevido que cada vez que se le da saca la garra y me quiere arrancar una nalga.

Digamos que yo hablo y tú escribes, Ramonita. Es un cuento, hay que contarlo para que el mundo sepa. Es una historia que no le va a gustar a nadie estando como están las cosas, de eso estoy seguro, pero por la santa memoria de Lorencita, que en paz descanse, me siento obligado a darle constancia sobre el papel. Y con juicio, no cometas errores de ortografía.

Lorencita trabajaba años va en El Lilibeo, ese café cantante que abrió en San Juan la mafia italiana. No Bou: Las once mil vírgenessé cómo ese ángel de Dios cayó en tales manos. Dicen que reclutaban empleomanía por la cordillera, que se les parecía la gente de allí a la toscana y les tenían rabia. Allá iban a buscar muchachitos para el intercambio, porque eran más finos y mejor educados por aquéllo de que los criaba el pueblo entero y nunca los dejaban abandonados como a los de la ciudad. Lo de las niñas se les hacía más difícil, son menos rebeldes, y cuando están a punto de revelarse viene el padrino, se las lleva... y ron, velo y campanas. ¿A quién le molesta una camachada de tres días con sus noches? Comer y beber hasta no cabe más aunque luego el honorable padre de la cristiana se tire a las oncemil vírgenes por acreedoras.

No quiero desviarme, Ramonita mía, pero la cordillera llama con sus particularidades. No sé si te das cuenta, esos picachos son las últimas cimas de los Andes, tienen historia, de ésa que no quieren contar en las escuelas para no alebrestar más a esta pobre gente, batallón sin capitán, que se trepa por las paredes buscando guerra. En El Lilibeo, antro de sicilianos, el 4 de octubre del 1957 conocí a Lorencita, que en gloria esté. Tenía la pobre diecisiete años, a la obvia no llegaba a la edad del consentimiento, mas si hubo delito debe haber ya prescrito para fines penales. ¡Qué belleza!, me dije, ¡qué lindísima!

¡Tóquese el culo, don Alejandro! No estoy aquí para eso y usted lo sabe... ¡a mi no me gustan los hombres! Siga el folleto. Estaba yo con gente encopetada, de la que pide champán así por cualquier cosa. Nos tocó Lorencita de mesera... ¡qué lozanía! ¡qué lisura de isla adentro!... casi me da un síncope a mis escasos veinticuatro años. Pidieron champán, y la muchacha, que llevaría poco en aquellos menesteres, se volvió un ocho. Me di cuenta enseguida de que se sintió anonadada por aquel pedido tan nuevo para ella. ¡Champán! ¡qué horripilancia en los Buenos Aires de Lares!

Buscó ayuda del camarero en jefe. Trajo hielo en hielera y servilleta fina de damasco doblada como entonces imponía la regla del bien servir. Trajo las copas, de impecable transparencia. Parecía que bailaba el pas de deux del Lago de los cisnes, la mujer de Arias, la madre de Imanol, Alicia Alonso... ¡La perfección en puntillas!, me dije. Pero en todo lo que marcha bien se mete el diablo. No sólo aquella sensación tan dulce en la entrepierna, no sólo el roce de miradas digo yo que maliciosas... fue el demonio... Nada más sale el corcho como Sputnik, ¡vade retro!... se le cae la botella de las finísimas a Lorencita y se corre espumante sobre el mantel más de la mitad.

Cambió mi vida, cambió el mundo. A mí me provocó el accidente más excitación que lo que hubiera podido esperarse... aún más de la que me encampanaba como chiringa al viento. Se resolvió todo en un segundo, no obstante. Bajó el estado mayor del Lilibeo a nuestra mesa, trajeron otra Viuda y nuevas copas tras cambiar manteles. Dio mil excusas Lorencita. A cada palabra suya, a cada gesto, crecía más mi excitación incontenible. ¡Qué control hay que tener en esta vida!, me decía, ¡qué figura!, ¡qué presencia!, ¡qué prestancia!... ¡Qué tetas!... Eso lo dices tú, Ramonita, que yo respeto a la difunta. Terminó el rendevú que hubiera querido que durara un siglo. Pagaron la cuenta mis compadres dejando espléndida propina. Yo, al salir, como el que pasa perico, le puse en la mano a Lorencita un billete de a veinte. Ella, electrificada, cerró el puño.

No pude más dormir, ni sosegar ni estar en pie hasta el otro día. Abelardesco, romeado y calixtieso llegué a las puertas del Lilibeo justo abriendo. Pregunté sin el menor pudor por la criatura. Estaba libre. Me quitó el frío que congeló mi pecho, el camarero en jefe. Puso en mi mano, como traficante, el teléfono de Lorencita copiado en trocito de papel. ¡Ay Señor mío! ¡Gloriosa íntima fórmula! Salí, puños cerrados, de aquel antro... sudaba horrores, frío avernal me calcinaba, sentía en la tráquea amargos reflujos... bajé, bajé hasta Dársenas, me tiré en un banco... porque no podía más de amor terrible subyugado. Me hice daño esa noche con las uñas intentando arrancarme el corazón. Si no duermo, enloquezco... me decía... estaba insomne... siempre empalmado en el puño el papelito. No osé, no osé llamarla, aún tenía escrúpulos...

¡Ah, pero al otro día, antes de que abrieran estaba yo en la esquina del Lilibeo aguardando! Le di el Fangio al valet para no perder del tiempo que sobraba. ¡Ah inquietud! Vi llegar a la sílfide de mis desvelos... ¡qué espasmo!... se me alteró en temblores la Gran Canaria que llevaba adentro, mi insular corazón, volcán por eruptar, vibración incesante... Me senté a una mesa de las que atendía Lorencita y estuve allí hasta que cerraron... Quizás bebí demasiado, por hacer el gasto... no podía marcharme mientras ella estuviese en aquellos oscuros salones danzando cíngara danza, llevando plato aquí, plato allá, repartiendo cocteles, deslumbrándome. Salimos de allí juntos.

Afuera... no era ya Lorencita sino Eloísa, Julieta, Melibea... A punto de despedirnos, me dijo que esperaba a una amiga que la llevaría a su casa porque el carro de ella estaban reparándolo. ¡Te llevo, yo te llevo!, casi le ruego. No, no, gracias, responde... y qué terribles resplandores salían de aquellos ojos, sentía que me traspasaba la luz, que me desnudaba... ¿cuánto, cuánto iba a resistir aquel Cerruti?... No me atreví a insistirle... pedí el Fangio al valet y quedamos afinando el oído como cuando hay silencio... segundos, horas... visiones de increíbles inmensos camposantos tuve... cruces... tumbas... panteones... iba a entregar mi alma, lo sabía, al separarnos.

El final ya lo sabes, Ramonita, no hay para qué contarlo, lo sabe todo el mundo. ¿A quién van a interesarle mis cuarenta y cinco años de fantástico matrimonio con Lorencita? Sería un cuento que nadie iba a comprar. Anda, celebremos, trae una botella de la Viuda para este viudo enamorado. Ramona cerró el bolígrafo, cerró el cuaderno. Don Alejandro suspiró... cerró los ojos...



© 2002, Antonio Bou
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